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Hacer limpieza

Al otro lado del pasillo, un usuario del autobús comenta en catalán con su vecino que no le gustan esos conductores, como el que nos lleva,que mientras conducen hablan (en este caso, en castellano). De pronto se da cuenta de que se le ha pasado la parada (precisamente por hablar) y corre a pedírle al conductor que le abra en el semáforo. El empleado le explica, sin salirse de tono, que tendrá que bajar en la próxima parada, y ante su insistencia se excusa con la multa con que puede ser sancionado si incumple el reglamento. El viajero vuelve airado a la parte trasera del vehículo y, en catalán, grita desde allí: "¡Así no te ganarás la simpatía de los catalanes, no!". De golpe, el bilingüismo se ha convertido en un arma de confrontación. Hay breves miradas de sorpresa, algunas cabezas se vuelven disimuladamente hacia las ventanas. Pero unas señoras asienten y el usuario airado comenta: "Aún no acabamos de hacer limpieza, no". Convencido de contar con el acuerdo general de quienes le oyen, con mirada brillante y abierta sonrisa de complicidad anuncia en voz bien alta: "Pues ahora escribiré al diario (no aclara cuál; de hecho no hace falta) y llamaré a la radio" (tampoco aquí caben grandes dudas sobre las posibles opciones a escoger). Sin dejar de perorar, saca un papel y anota ostentosamente el número del autobús antes de bajar en la próxima parada.Este incidente menor, que tuvo, sin embargo, la cualidad de encender momentánea e interiormente la sangre de este espectador, me pareció después bien ilustrativo de algunos elementos de la mentalidad nacionalista que se ha ido extendido en Cataluña en estos últimos tiempos. Llega un momento en que cualquier pretexto es bueno para afirmar una supuesta identidad diferencial frente a esos pobladores extraños que ocupan, la mayoría desde hace años, buena parte del país. La confrontación permite la ilusión de dar cuerpo al recurrente enemigo exterior y situarlo en la propia casa. Para el exabrupto segregacionista ya ni es imprescindible soltar el insulto descalificador; tan fuera de dudas está para algunos que 'catalanes" no significa precisamente ciudadanos de un mismo solar. De hecho, hoy apenas sorprende ya el uso habitual, casi como si fuera meramente descriptivo, del vocablo charnego: se ha venido a convertir en una especie de designación estética, sinónimo de hortera o algo similar.

¿Extrapolación de un caso aislado? Quizá. Pero hace unos pocos años la anécdota hubiera sido inimaginable ni aun como excepción. Y, por otra parte, de anécdotas simétricas, a veces no mucho mayores, se ha tratado de hacer poco menos que leyendas. Las tornas se han girado, pero los esquemas mentales del segregacionismo se han reproducido con prodigiosa similitud.

Tal vez no sea para tanto. Muy probablemente, "hacer limpieza" no indica, ni en ese ni en otros casos, un propósito exterminador; quizá sería suficiente con consolidar la marginación cultural y la abstención electoral de los inmigrant.es en la designación de los gobernantes propios...

La novedad más significativa respecto a resquemores más o menos latentes de otras épocas es la prepotencia de que ahora pueden hacer gala los que se afirman, beligerantemente, "de casa": la confianza en el recurso a medios de comunicación propios / apropiados, la impresión difusa pero sólida de contar con un soporte público oficial.

La responsabilidad de la cúpula nacionalista reside en haber estimulado, directa e indirectamente, los peores instintos pequeño-burgueses: la mezquindad, la charlatanería de vecindario y trastienda, la insolvente arrogancia de quien ha elegido ser cabeza de ratón como alternativa a participar en tareas solidarias. En el fondo, tal vez por este lado no haya de qué sorprenderse, porque de hecho no yerran los advenedizos patriotas que reconocen en algunos de los que ocupan despachos oficiales orígenes mesocráticos no muy distantes de los suyos. Tanto o más grave sea quizá la responsabilidad de intelectuales que, en algunos casos sin dejar de argüir un pasado de izquierdas, se han atrevido a jalear la emoción nacionalista contra ese plebeyo "ejército de ocupación".

Es perfectamente posible que no llegue la sangre al río. Y, desde luego, hay que evitar la dramatización interesada de conflictos que en realidad apenas nunca llegan a fuertes virulencias. Sin duda, aquel usuario del autobús no buscará mayores perjuicios al conductor y se conformará con la satisfacción de haberse desahogado. De hecho, ¿no es de lo

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que se trataba? Quizá ustedes recuerden aquel anuncio de una de las entidades que, el pasado mes de mayo, suscribió mayor superficie de papel impreso en apoyo del ex vicepresidente de la Banca Catalana en quiebra. "Si ahora no nos manifestamos, después no podremos quejarnos", decía. Pues ahora ya pueden seguir haciéndolo, que es lo que querían.

Pero a uno aún le sorprende comprobar que hubiera tanto rencor acumulado como el que se ha ido despertando últimamente. Sin duda, en los momentos de mayor euforia democrática, la procesión debía de ir por dentro, y ahora ha aflorado. ¿No han tenido ustedes la sensación, más de una vez, de que hay así como un aire de revancha? A falta (le mejores causas, se usa a la nueva policía propia / apropiada para perseguir a sectas esotéricas y subculturales, con tan simplista y estentóreo discurso que parece como si se les quisiera pasar factura retrospectiva por los agravios de las hijas que, por bien diversos motivos, se marcharon de casa hace 14 (y 15 años. ¡Ahora que ni los hijos punkies dejan de asistir puntualmente al diario almuerzo familiar! No se ahorran páginas para atribuir a los polvos ideológicos del progresismo de antaño la causa de los mayores Iodos de ahora, como en un morboso remover antiguas llagas sin cicatrizar. Y con otras facetas del nacionalismo pasa algo parecido; da la impresión de que hay quienes deben pensar: aprovechémonos ahora, mientras sea la nuestra, para saldar los desquites pendientes.

Un nacionalismo expresa siempre un fracaso de un proyecto de convivencia o de dominación entre dos pueblos contiguos, que tienden a reaccionar ante tal fracaso buscando caminos alternativos. Pero muchas veces la radicalización nacionalista también expresa un conflicto entre sectores de una misma sociedad que, como ocurre en buena parte con la catalana de ahora, se halla en un profundo proceso de disgregación de sus estructuras económicas y sociales tradicionales. La perplejidad ante la hondura de la crisis y la incógnita global sobre el futuro abren mayor espacio al recurso a mitificar determinados signos y formas de vida como señales propias de identidad. Se trata de una sublimación ilusoria de traumas no resueltos, que se atribuyen sin más a los consabidos agravios y litigios históricos de siempre. La agresividad contra el enemigo eterno, auténticamente demonizado corrio fuente de todo mal, conlleva lógicamente la beligerancia contra la quintacolumna.

Estos días el vértice del nacionalismo catalán se ha declarado español de toda la vida y, según parece, pretende ponerse como modelo para la reconstrucción de la derecha en todo el ámbito nacional. A lo mejor, de seguir por este camino, el nacionalismo político podría acabar convertido en poco más que agua de borrajas. Pero nadie nos quitará ya que, mientras tanto, la dinámica de autocomplacencia y de exasperación con el otro, que irresponsablemente se ha alimentado estos años, haya afectado gravemente a determinadas mentalidades colectivas.

No habrá sido el menos lamentable de los reunidos de este absurdo viaje la perceptible reducción de la tensión moral de los valores democráticos, que en algún momento, tal vez fugaz, pareció que podían arraigar más allá de las consabidas amplias minorías. El silencio escéptico o la resignación fatalista serían la mayor victoria que los nacionalistas podrían obtener.

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