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Entre el poder y el cambio

Juan Luis Cebrián

Debe de ser por su pertinaz miedo a la muerte y al paso de la historia por lo que los hombres se empeñan en la manía un poco absurda de analizar sus vidas mojón a mojón, en la inconsecuente idea -para nada probada por la experiencia- de que el devenir es un camino desde algo y hacia algo. Y siendo así que hoy cumple dos años de existencia el Gobierno del PSOE, los periódicos se llenan de análisis, entrevistas, efemérides y comentarios Siempre están los políticos haciendo balance, si bien se mira, con lo que quedamos los gobernados un tanto ahítos de tanta fecha histórica como la que se nos viene encima. Cuando no es el estado de la nación es el aniversario de las elecciones, o de la Corona, o de la Constitución, o del Gobierno, o de la Diada, o de quién sabe qué. Confieso mi escepticismo ante toda conmemoración, fúnebre o festiva, pero por otra parte es imposible hurtarse al hecho de que hoy atraviesa el Gobierno de Felipe González el ecuador de su legislatura.El momento político está simbolizado por la decepción, no pequeña, de muchos españoles ante las promesas de cambio que los socialistas enfatizaron antes de obtener el poder. También, justo es decirlo, por la sensación de mayor estabilidad del régimen y de mayor seguridad democrática que del propio poder emana. Felipe González ha aprendido la lección de que el tiempo en sí mismo es un valor político; ser durable es una condición de cualquier poder fuerte, que fácilmente se convierte en una tentación: la de querer ser perdurable o eterno y la de autosatisfacerse el poder en su propia necesidad de permanencia. En cualquier caso no se puede negar que hoy son menores los riesgos de un golpe de Estado que destruya las bases del régimen, pero también son más pequeñas las esperanzas de modernización de nuestra sociedad. La seguridad del poder -aun aceptando que ésta es necesaria para garantizar una cierta estabilidad- se ha basado en un pacto con las fuerzas que se oponen al cambio prometido. Los socialistas argumentan que su proyecto es a largo plazo, pasa por décadas de ocupación del Gobierno y se sirve de métodos reformistas y no revolucionarios que eliminen tensiones en los procesos de transformación. Han ocupado el espacio político del centro, han tranquilizado al mundo de las finanzas y a las Fuerzas Armadas, han contenido la protesta social frente a una creciente situación de desempleo, han potenciado que su alternativa teórica sea la derecha autoritaria y nostálgica, garantizándose así un nuevo triunfo en las elecciones, y han anegado la izquierda de decepciones, mal acalladas a base de un reparto dadivoso de cargos entre los militantes de toda la vida o los tránsfugas de última hora. O sea, que no todo está mejor que antes, aunque no todo esté peor. En resumen podría decirse que ha mejorado la salud física del poder a costa de debilitar el cuerpo social que lo sustenta. Se ha fortalecido la estructura política, pero ha mermado el vigor democrático de la sociedad. Un hecho semejante opera en dirección contraria de los proyectos de modernización anunciados por el PSOE. Los ciudadanos tienden a ocultarse en la privatización de sus actitudes. Nunca desde la muerte de Franco ha habido menor movilización y participación social de la población que en nuestros días. Para un partido que gobierna desde el mandato de 10 millones de votos, incluso si muchos son la expresión de un nuevo populismo de izquierdas, el hecho es preocupante.

El cambio de actitud sobre la OTAN y la persistente destrucción de puestos de trabajo frente a las promesas de que se crearían 800.000 de nueva planta son los dos aspectos concretos que más críticas suscitan contra la gestión de Felipe González. Cualquiera de los dos bastaría para poner en peligro su durabilidad en el poder si las alternativas visibles no fueran aún peores: la derecha no mejoraría las propuestas sobre la Alianza Atlántica y se ha visto tan incapaz o más que los socialistas para administrar la crisis económica. Por eso existe una disposición de los ciudadanos a reconocer las dificultades con que se enfrentan estos novicios del poder y a otorgarles por ende una confianza prolongada que les permita operar con plazos de tiempo más holgados que el de esta legislatura. Esto no sólo lo dicen los sondeos electorales; lo dicta hasta el sentido común de cualquier observador. En la tranquilidad que ello les produce, los socialistas sienten a menudo la tentación de la prepotencia. Cuando se mezcla con la ignorancia -cosa no infrecuente en una clase política no acostumbrada al gobierno- hay motivos para echarse a temblar. Aunque hasta esos pecados coyunturales resultan perdonables frente al verdadero fracaso del cambio: la ausencia de un proyecto efectivo de modernización social impulsado desde el poder.

Esta palabra, modernización, sufre como tantas otras del abuso de los políticos y los científicos sociales, pero define bastante a las claras lo que debería ser un proceso de actualización y progreso de los sistemas de convivencia, de dinamización social y de participación de los individuos en la gestión política y de incorporación a las corrientes avanzadas de la ciencia, el pensamiento y la investigación. Modernizar algo implica una disposición previa a hacerlo, que puede chocar con las poderosas fuerzas que se oponen a todo tipo de transformaciones, pero que permanece al menos en las actitudes personales de quienes lo intentan. Nadie conocedor de la historia de España esperaba un cambio revolucionario o súbito de este país después de la victoria del PSOE. Muchos confíaban, sin embargo, frente a la imposibilidad de abordar modificaciones estructurales profundas, en un cambio de formas, de talante, en una manera significativamente distinta de relación entre los ciudadanos y el Estado. Nada o muy poco de eso se ha producido y en algunos casos ha tenido lugar un retroceso. Deslumbrados con las vanidades del poder, camufladas en ocasiones de protocolo, cuando no de la razón de Estado, y agobiados por la administración de presupuestos millonarios o con el mando de disciplinadas tropas, los comportamientos personales de los burócratas del PSOE desdicen con mucho de cualquier talante modernizador. Y sin embargo hay determinadas transformaciones de la vida social española que no se pueden llevar a cabo si no es desde el poder, y que difícilmente podría emprender otra formación política de nuestro mapa electoral que no sea el partido socialista. De ahí lo dramático de su fracaso en algunas cuestiones que, no habiendo sido abordadas con el primer empujón del cambio, parecen condenadas al inmovilismo.

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Una breve ojeada al pasado reciente demuestra que durante la última década del franquismo la sociedad se había modernizado a espaldas de las estructuras políticas y frecuentemente contra ellas: el desarrollo económico de los sesenta, la aparición de formas de sindicalismo clandestino en plena dictadura, el giro de la Iglesia católica, el contacto con Europa a través de los emigrantes, la invasión turística de nuestras costas y fenómenos por el estilo habían preparado sustancialmente a este país para el fenómeno de la transición. La muerte del dictador sólo fue la señal de partida para algo que se intuía como absolutamente inevitable: la construcción de la democracia. Puede decirse en algún sentido que la modernización social fue anterior a la del poder y que éste se vio beneficiado por los cambios experimentados previamente a la transformación jurídica y constitucional del Estado. Pero existen formas de modernización, precisamente aquellas que implican la relación del Estado con el individuo, que no pueden abordarse si no es desde la detentación del poder mismo. Fundamentalmente se trata de un cambio en profundidad de la Administración -en nuestro caso acorde con el nuevo Estado de las autonomías- y de los servicios que ésta presta a la comunidad: justicia, sanidad, enseñanza. No es impropio suponer que muchos de los votos depositados en las urnas a favor de Felipe González lo fueron por el deseo de que desde el Gobierno se acometieran reformas urgentes en ese terreno. El saldo de realizaciones dos años más tarde no es alentador.

En la Administración de justicia la situación es sensiblemente igual a la de antes; la mejora de algunas leyes de enjuiciamiento fue rápidamente absorbida por la llamada contrarreforma de las mismas y ni los juzgados funcionan hoy mejor, más rápida o eficazmente que lo hacían antes ni los españoles tienen una mayor confianza en la justicia. En el caso de la policía el balance empeora los términos: muchos votantes del PSOE añoran al ministro del Interior de la UCD. Y no ha habido un cambio cualitativo en el acercamiento a los problemas de la seguridad ciudadana desde el disfrute de las libertades. En enseñanza se libran batallas de principios, pero nadie puede decir que sea hoy mejor la enseñanza -privada o pública- que hace dos años, que se haya detenido el deterioro de la Universidad o que se hayan dado pasos significativos en el nivel y calidad de la escolarización. En sanidad, el Gobierno se ha rendido a las presiones corporativistas de la profesión médica, en detrimento de los derechos de los ciudadanos y de los de muchos médicos en paro o peor situados en el aparato institucional. En definitiva, las relaciones del individudo con la burocracia que teóricamente tiene a su servicio son las que eran, y por lo mismo resultan peores: porque cunde el desánimo y la suposición de que tampoco el PSOE es capaz de cambiar esto.

Hay terrenos en los que el partido socialista ha hecho experiencias interesantes de modernización, pero su deslumbramiento del poder le ha llevado a retrocesos clamorosos. La cultura, que salió a la calle de la mano de los ayuntamientos de izquierda, se ha convertido en un método de autoafirmación insana para gobernantes inseguros. La lucha por la igualdad de derechos de la mujer brilla por su ausencia, mientras la crisis económica discrimina del acceso al trabajo, reiteradamente y con pertinacia, al sexo femenino. En cuanto al Estado de las autonomías, asistimos a la aparición de nuevos y enormes centros de burocracia sin verdadero poder político, de aparatos vacíos de contenido y llenos de fatuidad, sufragados con el dinero de los ciudadanos y presionando irremediable e innecesariamente sobre el déficit público.

La aparente tendencia a abstenerse en las próximas elecciones por parte de sectores que apoyaron activamente a los socialistas choca con los fantasmas no completamente desaparecidos del temor a un golpe o a un debilitamiento esencial del sistema de partidos. La izquierda, en cualquier caso, se ha convertido en institucional y ha desmovilizado progresivamente a la sociedad. La subversión adquiere un tinte conservador, los jóvenes universitarios no son galvanizados por las mismas ideas que hace un decenio anunciaban la llegada de la democracia y las nuevas formas de cultura presionan en favor de un concepto acomodado del libertarismo acrítico: insolidaridad, individualismo, desconocimiento de los valores sociales de la libertad.

Por supuesto que no de todas esas cosas tiene culpa sólo el partido gobernante, y por supuesto que hay realizaciones positivas y cambios reales en algunos sectores. La afición epatante de algunos a sugerir que lo mismo dan éstos que los otros y que la clase política en su conjunto es detestable no resulta defendible desde un análisis de la realidad. Estas actitudes facilitan el fermento de algunas tendencias neofascistas, ocultas en determinados esfuerzos de renovación. Probablemente son sólo estéticas y superficiales y se inscriben en el paisaje como una respuesta pretendidamente original a tanto aburrimiento. Pero no es posible olvidar que la extravagancia aparece como mala sustituta de la capacidad de creación cuando la sociedad se siente desorientada por las dudas y los rechazos que le llueven desde el poder.

Cualquier catastrofismo es, sin embargo, injustificado. El partido del Gobierno tiene líderes y capacidad para retomar los proyectos del cambio. Cuenta con un prestigio y apoyo internacional notables y va a protagonizar el hecho histórico de la integración de España en Europa, que marcará el fin del aislamiento de siglos. El impacto social -no sólo económico y político- que este hecho ha de suponer en nuestro país puede y debe ser aprovechado por el PSOE en ese sentido. Sería una manera de devolver el optimismo a sus electores.

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