La chapuza del recargo socialista / 1
El recargo que se pretende imponer sobre la cuota líquida del IRPF es un recargo única y exclusivamente socialista. Por una parte, es evidente la conclusión acerca de quiénes son los impulsores del mismo: el recargo es propuesto formalmente por los socialistas de cinco Ayuntamientos madrileños; es asumido y plasmado en proyecto de ley autonómica por los socialistas de la Comunidad de Madrid (con el rechazo de la oposición conservadora y de los comunistas); es defendido públicamente por el ministro socialista de Economía y Hacienda; es justificado -en un artículo conjunto publicado en EL PAIS- por el concejal socialista de Hacienda del Ayuntamiento de Madrid y el consejero de Economía y Hacienda de la Comunidad de Madrid.El proyecto, pues, recorre todas las instancias institucionales a través, exclusivamente, de los representantes socialistas, sin romperse ni mancharse ante las críticas que en cada una de dichas instancias ha recibido de los demás representantes. Parafraseando una expresión popular, podríamos decir que "ellos se lo guisan, pero hemos de comérnoslo todos" (o mejor dicho, no todos, sino los que no defraudan al fisco, como luego veremos). Por otra parte, el articulado del proyecto de ley hace posible que las cantidades recaudadas se repartan arbitrariamente, ya que, según se establece, la distribución del 40% de la recaudación y la de las inversiones a financiar "se regularán por decreto del Consejo de Gobierno (también socialistas, del que se dará cuenta a la Asamblea de Madrid" (Artículo 5.2).
Pero, además, el proyecto de recargo constituye una chapuza en el sentido que da nuestra Academia de la Lengua ("trabajo mal hecho o sucio"), aunque prescindiendo de la segunda calificación. Chapuza desde un triple punto de vista: la equidad fiscal, la técnica fiscal y la legislación vigente.
En el artículo publicado en EL PAIS por Francisco Gil y Alfredo Tejero, afirman que el proyecto de recargo ha provocado comentarios poco solventes y demagógicos. No sé a quiénes dirigen tales calificativos, pero el único ejemplo que formulan es, el de la mayor recaudación que obtendrían "los pueblos con alcalde comunista".
Yo creo que este argumento es sumamente peligroso. Formulado como está da la impresión de que éste es un problema que afecta únicamente a las instituciones y que, por tanto, basta para resolverlo con que éstas se pongan de acuerdo entre sí mediante el procedimiento de que algunas de ellas (los Ayuntamientos comunistas en este caso) reciban más dinero que antes, sin cuestionarse quién paga ese dinero; es decir, olvidando a los sujetos sociales que han de soportar la mayor carga tributaria. Veamos, pues, el problema desde este último punto de vista; o sea, desde "una óptica de izquierdas", como es la que se atribuyen a sí mismos los señores Gil y Tejero.
Como es sabido, el pretendido recargo gravaría no los ingresos realmente obtenidos, sino los declarados a la Hacienda pública. Una "óptica de izquierdas" ha de plantearse, pues, por encima de todo, quiénes son los que declaran y cuánto; es decir, sobre qué sectores sociales gravitaría esencialmente el recargo. En un reciente estudio realizado por el Ministerio de Economía y Hacienda y utilizado por el ministro en una conferencia pronunciada sobre el fraude fiscal, se contienen las siguientes cifras, obtenidas a partir de las declaraciones efectuadas en 1982 (correspondientes, por tanto, a los ingresos obtenidos en 1981): ¡Resulta de ello que un empresario gana poco más de la mitad que in trabajador! ¡Y un empresario agrícola, nueve veces menos! Esta evidencia acerca de los estratos sociales donde se halla localizado el fraude fiscal llega a convertir un impuesto progresivo, como lo es el IRPF, en netamente regresivo. Por tanto, no es posible referirse al carácter progresivo del recargo sin solucionar previamente el problema agudísimo del fraude fiscal, que, en definitiva, determina quién es el que paga realmente.
A su vez, este problema del fraude fiscal es doble: se defrauda porque no se declara y se defrauda porque se declara menos de lo que se gana o lo que se tiene. Veamos por separado ambos aspectos en el ámbito de la Comunidad de Madrid.
El cuadro I se ha confeccionado dividiendo, para cada municipio y con datos de 1982, el número de declarantes por el IRPF entre el número de habitantes. La parte izquierda del cuadro recoge los municipios más significativos entre los 23 en que dicha proporción es mayor; la parte derecha recoge los más significativos entre los 23 en que dicha proporción es menor.
La distribución es altamente reveladora: en Madrid y su cinturón industrial declara su renta a Hacienda un porcentaje de la población comprendido entre el 19,6% y el 25,4%; es decir, un porcentaje muy alto si se tiene en cuenta que cada declaración afecta a toda la unidad familiar; por el contrario, en una zona geográfica en la que la fuente principal o única de renta es la agricultura (explotada directamente por sus propietarios), el porcentaje oscila entre el 0,6% y el 4,6%. Ello tiene una explicación evidente: los asalariados poseen, en general, una mayor conciencia fiscal y, además, ven sus ingresos retenidos a cuenta; en cambio, los propietarios agrícolas (en este caso pequeños y medianos) no tienen controladas fiscalmente sus rentas y, en su mayoría, ni siquiera declaran. (Quiero precisar que me refiero estrictamente a la obligación de declarar, que es igual para todos, independientemente de la cuantía de la renta a partir de un límite reducido, pues este aspecto de la cuantía ya es tenido en cuenta por el carácter progresivo del impuesto.) Una parte del fraude fiscal está, pues, localizada territorialmente y la comunidad autónoma podría contribuir a solucionarlo.
Veamos ahora el fraude que radica en el importe de las declaraciones efectuadas. El cuadro II contiene las cuotas líquidas medias (es decir, los impuestos medios) pagadas en un conjunto de municipios, obtenidas por el procedimiento de dividir, para cada municipio, la suma de cuotas líquidas entre el número de habitantes. A semejanza del sistema seguido en el cuadro anterior, la parte izquierda de éste contiene las cuotas más altas y la parte derecha, las más bajas. Del cuadro II se desprende que en 1982, en Lozoya, por ejemplo, cada habitante pagó en promedio una cuota líquida 2.657 veces mayor que la pagada en promedio por cada habitante de Gascones (o si se quiere, por cada miembro de una unidad familiar con domicilio fiscal en Gascones). Si para hacer las conclusiones más representativas comparamos el conjunto de los 14 municipios en que se ha pagado más con el conjunto de los 14 municipios en que se ha pagado menos -lo cual, al introducir el fuerte peso específico que supone Madrid, dota a aquéllos de una gran representatividad-, cada habitante de los 14 primeros ha pagado 40 veces más que cada habitante de los 14 últimos, lo que significa un volumen de ocultación relativa muy fuerte por parte de éstos.
A su vez, los dos cuadros en conjunto muestran una clara evasión fiscal de las rentas agrícolas en relación con los salarios, conclusión que es posible poner en evidencia debido a la fuerte vinculación existente entre la fuente (la agricultura) y el territorio donde ésta radica. Pero ello no significa que aquéllas sean las únicas o principales rentas que se ocultan, sino únicamente que son las que más destacan en el procedimiento utilizado. Mediante procedimientos directos podría detectarse e individualizarse la fuerte evasión que se produce en otras rentas, como pone de relieve el hecho de que en 1982 los empresarios declarasen, en promedio, unos ingresos algo superiores a la mitad de los de los asalariados.
En cualquier caso, el establecimiento de un recargo sobre el IRPF sería pagado sustancialmente por los asalariados y contribuiría a empeorar la distribución de la renta, que en los últimos cinco años -y muy particularmente en los dos años de gobierno socialista- ha mostrado una fuerte tendencia a mejorar la participación de las rentas del capital y a reducir la de los salarios. En España, la necesidad de transformaciones estructurales y de una política de lucha contra la crisis y por la creación de empleo, exige aumentar la presión fiscal. Pero pretender lograrla a costa de los asalariados, cerrando los ojos hacia la evasión de otras rentas, no es una óptica de izquierdas, sino todo lo contrario.
La Comunidad de Madrid debería hacer un esfuerzo por encontrar medios de financiación adecuados a su naturaleza de ente territorial. Y en lugar de cerrar los ojos ante la grave injusticia social que supone el fraude fiscal, podría y debería desarrollar lo dispuesto en el artículo 56.3 del Estatuto de Autonomía y en el artículo 19.3 de la LOFCA: la colaboración con la administración tributaria del Estado en "la gestión, recaudación, liquidación, inspección y revisión" de los impuestos del Estado no cedidos.
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