Visita de Rauschenberg
Robert Rauschenherg estuvo a visitarme: se anunció por teléfono, diciéndome que deseaba que yo escribiera la introducción al catálogo de su enorme muestra, la itinerante Exposición de la Paz, que ha visitado ya varios países, donde escritores de nota, como Octavio Paz y Ernesto Sábato, se comprometieron para prologarla. Me nombró también a algunos chinos y japoneses, cuyos nombres resultaron inútiles como cebo, porque los desconozco. Quería hablarme, verme, me dijo Rauschenberg, y esa tarde vendría él solo, supongo que me lo aseguró por mi negativa a asistir a varias funciones ofrecidas en su honor, pero en mi pueblerina ingenuidad latinoamericana no calculé que aparecería con una pequeña corte: los clásicos grouppies que siguen la estela de toda superestrella norteamericana, aunque se trate no de un rockero, sino de un artista de gran categoría. Rauschenberg me dijo que venía a preparar la parte chilena de su exposición, hecha con objeas trouvés dentro de nuestro territorio: al día siguiente partiría solo -¿con sus grouppies?- a explorar el norte desértico de nuestro país en busca de objetos, trasladándose luego al Sur para desarrollar allá la misma actividad. Confesó haber visitado Perú y no haberlo encontrado suficientemente interesante como para dedicarle parte de su exposición, lo que me pareció extrañísimo, no sólo por la riqueza de objetos precolombinos y coloniales que allí abundan, sino porque el puerto de Callao me parece él paraíso mismo de los objetos desafectados, decadentes e incongruentes, objetos a los que él podría dotar de un significado al colocarlos en otro contexto, como tal vez lo hacían sus maestros Duchamp y Schwitters.Durante nuestra conversación en torno a una botella de vino blanco que bebió a falta de bourbon me manifestó que su exposición cubriría 22.000 pies, lo que significaría una superficie de 7.000 metros cuadrados de terreno-y muros. Cuando se piensa en lo que puede suceder en 7.000 metros cuadrados de arte pop, el asunto produce vértigo: en todo Chile no hay gallos embalsamados suficientes, ni tubos de chimenea ennegrecidos, ni bastantes carneros apotillados y neumáticos viejos, que son los objetos preferidos por el artista, como para cubrir el espacio propuesto. Dijo haber entusiasmado al oficialista Museo de Bellas Artes -incongruente que un vanguardista revolucionario se una a un Gobierno como éste en una empresa de tal envergadura- y que el comité estaba dispuesto a cederle todo el museo entero: una copia reducida pero siempre gigantesca del Grand Palais construida aquí durante la floreciente y afrancesada belle époque. Le sugerí que sería preferible buscar otro sitio para la exposición, algo menos comprometido con la oficialidad: yo sabía que la noche anterior había cenado en la Embajada de Estados Unidos, pero me juró, que su exposición se haría sin el apoyo del Departamento de Estado, ni de la USIS, ni de otro organismo de temible reputación. Supe más tarde que buscaba un subsidio de 150.000 dólares para traer su exposición, lo que me imagino será imposible conseguir en un país que está tan tronado como Chile. Sin embargo parece que uno de los miembros del comité del museo dijo que sacarían los fondos de cualquier parte, no importa a costa de qué esfuerzo y con qué sacrificio, para traer la exposición. Me atreví a sugerir que más adecuado a este momento sería elegir, por ejemplo, alguna de las inmensas fábricas desafectadas que como esqueletos inútiles dejó en su terrible huella el fuego fatuo de nuestro fenecido boom económico: tal vez sería más propio organizar allí la genial chatarra de Raúschenberg. Su inspirado mercado de las pulgas.
Ninguna de mis ideas para un cambio de lugar le gustó. Cuando le propuse hacer su exposición en una iglesia, exclamó: "¡Pero si he pasado toda mi vidatratando de deshacerme de Dios!" Le expliqué que nuestra tradicionalmente piadosa capital cuenta con innumerables templos de inmensa superficie -los Sacramentinos, por ejemplo- que se prestarían maravillosamente para una exposición de arte pop, siendo los Sacramentinos mismos un edificio bastante pop. Pero Rauschenberg, y sobre todo sus grouppies, pusieron el grito en el cielo, alegando que ellos eran personas liberadas de vanguardia, dispuestos a abrazar ideologías revolucionarias, pero les parecía una blasfemia siquiera concebir la idea de unirse de cualquier modo que fuera a la Iglesia católica. Traté entonces de explicarles lo que significa la Iglesia de Chile, su lucha por los derechos humanos, por el retorno de los exiliados, por la vuelta inmediata a la democracia, su identificación total con el pueblo en las luchas sociales, su posición de vanguardia, en suma, que me parecía paralela a las ideas de vanguardia del arte de Rauschenberg. Pero parece que para estos vanguardistas, tan superados en tantos aspectos, la idea de una Iglesia católica renovada y
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disidente les resultó imposible de metabolizar. Les dije incluso que si el Gobierno no atacaba frontalmente a la Iglesia era porque, como se decía en Buenos Aires cuando Perón comenzó a quemar templos, "la carne de cura es muy indigesta". Pero al día siguiente de haber hecho esta salvedad, el Gobierno chileno de hecho atacó frontalmente a la Iglesia, acusando a los 10 obispos chilenos que fueron a Roma para entrevisarse con el Papa -y que fuera de esa - entrevista mantuvieron otra con los exiliados chilenos, entre los cuales se encontraban algunos comunistas de nota- de mantener relaciones amistosas y hacer pactos con los marxistas totalitarios..., esto mientras, incongruentemente, el canciller Del Valle regresaba de China, donde buscó apoyo político y económico de ese país de cientos dé, millones de marxistas: situación incongruente, y quizá muy pop. Pero a Rauschenberg y a sus amigos no les gustó la revolucionaria idea de unir sus ideas de renovación en el arte con los espectaculares esfuerzos de renovación de la Iglesia católica chilena, pobre y heroica. Rechazaron la idea de hacer su exposición atrabiliaria, obscena, sobreexcitada, ebria y que muestra lo mejor que produjo el arte norteamericáno de la década de los sesenta -que fue la década de mayor florecimiento de Rauschenberg-, para así demostrar una vez más, -como tantas veces lo ha demostrado la historia,. que las grandes innovaciones artísticas suelen ir de la mano con la Iglesia.
Pero la idea no prosperó, y la exposición -si en algún banco u organismo oficial de Chile se encuentran los 150.000 dólares necesarios, lo que es dudoso- se hará en el Grand Palais chileno (¿o es una copia enana del Petit Palais?) de la oficialidad.
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