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La culpabilidad artística

Fernando Savater

A lo largo de este Año Santo orwelliano -en el que se ha conmemorado por primera vez según creo desde los terrores del año 1000, no el aniversario de un nacimiento o muerte o cualquier otra efeméride, sino la profana amenaza inspirada por una fecha- hemos oído hablar mucho más del Orwell novelista o testigo de la guerra civil española que del ensayista que también fue. Es lástima, porque considero esta faceta suya como la más lograda de su actividad literaria. Sin duda, Homenaje a Cataluña es un buen libro, y 1984 es una de esas buenas malas novelas que se leen y se leerán cuando todas las malas buenas novelas escritas por sus contemporáneos hayan sido olvidadas (por cierto, miren a su alrededor y verán el mismo fenómeno ocurriendo en la narrativa de hoy). Pero los ensayos de Orwell tienen un vigor ceñido y una honradez inconformista que los hace particularmente atractivos, singulares entre lo que se escribía por entonces en el Reino Unido. ¡Un auténtico radical inglés sin pizca de vegetarianismo en la sangre, imagínense, un sincero populista que ha leído lo suficiente a Marx como para desconfiar de cualquier invocación al pueblo! Quizá le falte brillantez, pero procura no hacer nunca trampas; es partidista, pero jamás sectario. Cuando habla de autores a los que obviamente detesta, como, por ejemplo, Kipling, siempre intenta resaltar con lealtad lo que de indudablemente valioso hay en ellos; si se refiere a los que admira, como Dickens o Henry Miller, nunca deja de señalar con rigor las deficiencias que les encuentra. En ocasiones se adelanta a lo que luego otros han hecho con reiteración nauseabunda, tal como cuando habla de las transformaciones sociales que se expresan en el paso de la novela policiaca clásica a la después generalmente llamada novela negra (véase su Decadencia del asesinato inglés o Raffles y Miss Blandish); en cuestiones políticas, su sana perspicacia de izquierdista sinceramente antitotalitario logra a veces resultados tan convincentes que aún no han perdido hoy su validez y urgencia (por ejemplo, sus Notas sobre el nacionalismo o su England your England). Y, en ciertas ocasiones, cuando narra un suceso vivido para proponerlo a una reflexión histórica más honda, puede ser casi genial, con un Shooting an Elephant o A Hanging.

Mi lectura del ensayo que Orwell dedicó en 1944 a Salvador Dalí -Benefit of Clergy- ha coincidido días pasados con la un tanto asqueante verbena clínica en torno al anciano superrealista. Y me ha servido para replantearme de nuevo la vieja cuestión de los límites éticos de la valoración artística. En ese texto, el novelista británico parte de la autobiografia La vida secreta de Salvador Dalí y de los títulos de algunos de sus cuadros más conocidos de esta época -Maniquí pudriéndose en un taxi, v. gr- para trazar una requisitoria contra las actitudes vitales e ideológicas exhibidas por el pintor, que responden quintaesencialmente a las del movimiento artístico que encarnó como nadie. Dalí hace profesión de necrofilia, sadismo, coprofilia, narcisismo megalomaniaco, actitudes políticamente reaccionarias, etcétera..., y Orwell tiene una buena conciencia progresista lo suficientemente cándida como para decir sin ambages que no simpatiza lo más mínimo con tales desviaciones morbosas. Todo eso viene a ser a fin de cuentas decadencia burguesa -aunque él mismo reconoce que la fórmula simplificadora está muy lejos de explicar las características concretas de tal o cual forma decadente- y corrupción,del sano gusto y la recta razón. Orwell muestra tan escasa comprensión del más o menos controlado delirio superrealista como en las mismas circunstancias aparentó Freud. Por otra parte, no niega la calidad artística del acusado: "Es un exhibicionista y un oportunista, pero no es un fraude. Tiene cincuenta veces más talento que la gente que pretende denunciar su moral y curiosear en sus pinturas". Y desde luego no está dispuesto a suscribir ningún proceso oficial por obscenidad, de los que en su época -como él mismo recuerda- salpicaron de un modo u otro no sólo a Joyce, Miller o Lawrence, sino hasta a Proust y T. S. Eliot. La situación en que se encuentra la valoración no simplemente estética, sino también ética y política del creador, le sume en la perplejidad , como reconoce con su característica honradez. De un lado, el Kulturbolchevismus, variante supuestamente revolucionaria de la censura burguesa siempre dispuesta a perseguir las aberraciones de los artistas; de otro, el arte por el arte, que reivindica una especie de beneficio de clerecía por el que se exime a los creadores de cualquier responsabilidad pública que no sea sencillamente la propia destreza en la ejecución de la obra. O el artista puede ser culpable, ante los tribunales de la moral social, la revolución o lo que sea; o se le concede -¿hasta qué punto?- el eximente de trastomo mental pasajero con el que se disculpan las extravagancias y caprichos de las mujeres embarazadas... Orwell intenta zanjar la cuestión al bies, afirmando que las actitudes ideológicas de Dalí merecen al menos un diagnóstico, por medio del cual, sin desechar la justificada estima estética que suscita su obra, se las pueda interpretar -y, por tanto, valorar- desde el conjunto de supuestos ético-políticos a los que ninguna relación humana -y el arte lo es, eminentemente- puede sustraerse.

En el diagnóstico concreto que hace Orwell de los vicios dalinianos no voy a entrar aquí. No carece de ingenio, Pero sí de humor. Y brota demasiado crudamente de lo que podríamos llamar un izquierdismo victoriano que ignora todo lo que sobre las operaciones emancipadoras y subversivas de la transgresión hemos creído aprender desde la muerte de Baudelaire. Pero la cuestión antes suscitada del beneficio de clerecía versus culpabilidad, pese al tufo antañón que desprende, quizá sigue estando más al día de lo que las sofisticadas calificaciones o descalificaciones de la jerga crítica actual nos inclinan a pensar. ¿Acaso no está presente en los virtuosos escándalos que sigue despertando el propio Dalí, o en las recusaciones pretendidamente técnicas de su pintura? Y no menos, desde luego, en muchas de las defensas que por reacción suscitan esas censuras. ¿No es este mismo también el caso de la polémica en tomo a Jünger o Ezra Pound? ¿0 el de la querella pro y contra Tintín, el neo-infantilismo del cine americano actual, etcétera? Nuestro 1984 tampoco ha desechado del todo -y con razón- esta zozobra orwelliana: como muchas de las otras obsesiones que aparecen en su más célebre novela, la ha reescrito simplemente de nuevo en su propio lenguaje.

Cambio de tercio. El novelista japonés Junichiro Tanizaki (autor de una inquietante obra erótica, La llave, sobre la que el detestable Tinto Brass ha perpetrado recientementre una película que ni siquiera la apetitosa decadencia de Stefanía Sandrelli puede rescatar) es autor de una refle

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xión sobre la estética nipona titulada preborgianamente Elogio de las sombras. En ella expone una forma de belleza que consiste en luces tamizadas, superficies opacas o desteñidas, cutis artificialmente níveos sobre dientes ennegrecidos con esmero, brumas y contrastes deliberados: nada de sol a raudales ni vidrieras multicolores, ni refulgir de oro o del metal bien pulido de los modernos electrodomésticos, ni mármoles ni juventud artificial, agresiva bajo los focos que diseccionan y distorsionan. "Nosotros los orientales", dice Tanizaki, "tendemos a buscar nuestras satisfacciones en lo que nos rodea tal como lo encontramos, nos contentamos con las cosas como son; por ello las tinieblas no nos causan descontento, nos resignamos a ellas como a lo inevitable. Si la luz es escasa, entonces es que es escasa; nos sumergiremos en la tiniebla y descubriremos en ella su particular belleza. Pero el progresista occidental está decidido siempre a mejorar su suerte. De la vela a la lámpara de aceite, de la lámpara de aceite a la luz de gas, de la luz de gas a la electricidad, su búsqueda de una luz más brillante nunca cesa, no ahorra esfuerzos para erradicar hasta la sombra más minúscula". Sospecho que esta actitud de nuestra estética encierra fundamentalmente una opción moral. O bien las sombras deben ser excluidas y exterminadas, o bien serán incluidas como una nueva forma más sutil de luz. Si finalmente admitimos a Sade o a los superrealistas, o a Céline, será en nombre de la iluminación desconcertante que aportan, de un módo subversivo y transgresor: para digerirlos deberemos finalmente ponerlos de nuestro refulgente lado. Para que logremos ver la aptitud estética de la sombra en cuanto sombra, deberemos revelar la luminosidad ética más o menos paradójica que encierra. De otro modo, seguiremos ciegos y hostiles a ella.

A fin de cuentas, para lo que estamos fundamentalmente incapacitados es para apreciar no el valor estético de las sombras, sino su valor ético. Pues hay en la misma ética una zona de sombras que no es una nueva forma de luz, superadora de viejas lumbres instituidas, sino auténtica e irremisible sombra. Sin esa sombra la ética pierde su relieve, es decir, se hace irrelevante: así en el doctrinario político o en el sermón edificante. Pero esa sombra de la ética no puede ser afrontada directamente, porque el sujeto moral racional se constituye desde la luz, y aquí es donde el arte presta ayuda con su turbador desconcierto, con su seducción comprometedora. Pierden igualmente esta dimensión quienes descubren "los intereses del capital yanqui" o "la decadencia de Occidente" en cualquier manifestación artística que no milita en la línea de su madura y responsable consideración de lo que el ser debe ser; y también quienes desde su estático estetismo absuelven al arte de buena parte de sus abismos, es decir, que para rescatarle del infierno lo confinan a perpetuidad en el limbo de la belleza pura (cuando todos sabemos que nada puro es bello, y la belleza pura menos que nada). Mientras que el beneficio de clerecía justamente denunciado por Orwell no hace más que trivializar la cuestión, de la culpabilidad artística algo puede sacarse. Ante el creador inmoral o perverso, acosado por la jauría dogmática, la benevolencia algo boba quisiera decir como el rey Lear: "Es un hombre contra el que pecaron más de lo que él pecó". Pero seria mejor atreverse a reconocer: "Pecó contra todo y contra todos mucho más de lo que nadie sería capaz nunca de pecar contra él. Tal fue, precisamente, su forma de ayudarnos".

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