La protesta universitaria
BUENA PARTE de la actual clase gobernante recibió su bautismo político en los ámbitos universitarios del anterior régimen, donde la lucha por la democratización estudiantil, las reivindicaciones académicas y la elevación de los techos de las libertades se inscribían en una estrategia general de desgaste del franquismo. En esos combates, la agitación y la propaganda de los estudiantes afiliados a partidos o sindicatos ilegales lograron, felizmente en no pocas ocasiones, con la ayuda de la brutalidad y la torpeza represiva de los Gobiernos -de la época, movilizaciones de gran envergadura. Pero, dejando a un lado contadas excepciones, la violencia no figuraba comúnmente entre las tácticas de la oposición democrática y de izquierdas en la Universidad y, en cualquier caso, se utilizó frente a un régimen notablemente bárbaro en su represión -el caso de Enrique Ruano, muerto primero por la policía y ensuciado su nombre. después por los propagandistas del franquismo, es paradigmático.El recuerdo de aquellas fechas, aún recientes para muchos, las carreras frente a los caballos azuzados de los guardias, las torturas en las comisarías, los expedientes disciplinarios y la protesta general que la juventud universitaria logré alzar frente a una dictadura caduca, erigida sobre las cenizas de una guerra civil, puede ahora dificultar el análisis de los sucesos recientes en algunas universidades españolas.
A lo largo de las últimas semanas, la rebeldía universitaria parece haber salido de un largo período de calma, interrumpido sólo por explosiones aisladas, como las surgidas durante el otoño de 1979 en Galicia o contra el proyecto de ley de Reforma Universitaria. Pero en estos casos se vivía aún la transición política. Ahora, en Madrid, se han producido manifestaciones y ocupaciones estudiantiles para protestar contra las limitaciones de matrícula de diferentes facultades, cuya capacidad de docencia y de aulas ha quedado rebasada, y contra la subida de las tasas. El encadenamiento de estudiantes ante el Ministerio de Educación o la retención del rector de la Complutense en la entrada de la Escuela de Estomatología son estampas de ese brote de protesta. En el País Vasco, la huelga de la pasada semana, el apedreamiento de la Delegación del Gobierno vasco en Bilbao y la ocupación de las oficinas del rectorado han respaldado las exigencias de los alumnos bilbaínos matriculados en Vitoria para conseguir la gratuidad del transporte. En la facultad de Derecho de la universidad de Cádiz, emplazada en Jerez, la fijación del calendario de exámenes sirvió de objetivo para una manifestación. Pero ha sido en Santiago de Compostela donde la protesta ha revestido formas inusitadas de vandalismo.
La elevación de las tasas académicas y la subida de los precios de los alquileres de pensiones en la ciudad dieron pretexto, el pasado viernes, a un despliegue de furia y agresividad. Los destrozos en la puerta del rectorado y los daños ocasionados a su pórtico románico hacen recordar la reacción de aquel político que echaba mano a la pistola cuando alguien pronunciaba la palabra cultura en su presencia. Durante los días anteriores, la formación de barricadas en las calles, la ocupación temporal de edificios públicos y los enfrentamientos de encolerizados estudiantes con las fuerzas del orden habían sembrado la inquietud. La desproporción entre los fines perseguidos y los medios utilizados, la inadecuación de la agitación callejera para conseguir mejores precios en las pensiones y el moderado carácter de la subida de las tasas obligan a preguntarse sobre el sentido último, los propósitos reales y los factores desencadenantes de esa escalada de violencia.
El Gobierno sabe por experiencia propia que una torpe o desaforada respuesta de la policía a los disturbios en la calle terminan por borrar las causas iniciales de cualquier provocación instrumentada como tal y por alimentar las llamas de la protesta. No es descartable, pero no está probado, que algunas movilizaciones de este género descansen sobre estrategias y organizaciones que persiguen objetivos desnudamente desestabilizadores. La insistencia con que la Prensa más reaccionaria de este país, cómplice de quienes persiguieron y encarcelaron a la disidencia universitaria durante el franquismo, señala, y aun apoya, las protestas así lo hace sospechar. Pero, en cualquier caso, el trasfondo de la mala enseñanza, las aulas atestadas, el desempleo de los licenciados, la falta de horizontes de la juventud y la desmovilización de quienes desearían ser convocados a una participación democrática no pueden sino reforzar las frustraciones y los descontentos de la población universitaria y aumentar su_proclividad a unirse a cualquier protesta.
No es, por eso, mal momento para que el Gobierno reflexione sobre el hecho de que la política democrática debe ocuparse no sólo de los indicadores macroeconómicos, la producción legislativa y las relaciones internacionales, sino también de las ideas, los sentimientos y las aspiraciones de los cientos de miles de españoles que eran niños a la muerte de Franco y serán adultos dentro de pocos años. Ellos no tienen las vivencias personales de la mayoría de los ministros sobre el esfuerzo -a veces sangriento- que el camino hacia la democracia supuso en este país. Y su horizonte personal es bastante oscuro. En el considerable bagaje político de los defensores de la libertad y de lo que un día fue oposición a la dictadura se encuentra bien arraigada la convicción de que quemar un pórtico románico es de por sí un tributo a la reacción y una agresión al pueblo. Saber transmitir este mensaje y aceptar a la vez lo justificado de las protestas es quizá una tarea difícil, pero necesaria.
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