El invierno nuclear, la amenaza final
El 31 de octubre de 1983 fue anunciado a la opinión mundial un des cubrimiento científico revelador de la mas grave de las amenazas jamás concebible por la humanidad respecto de su entorno. Una amenaza que podría comportar, en caso de materializarse, la extinción de la vida tal como hoy la conocemos en la Tierra. El hallazgo se anunció en Washington DC, en la Conferencia sobre el mundo después de una guerra nuclear, en la que se vio claramente que una contienda en la que se emplease sólo una pequeña parte de los arsenales tendría consecuencias devastadoras y horrendas de modo inmediato, en forma de muertes por la onda expansiva y la radiación. Pero eso solamente sería la primera fase de la destrucción, que iría seguida de una catástrofe climática que extendería las temperaturas bajo cero y la casi total oscuridad sobre la mayor parte de los dos hemisferios, Norte y Sur, por un período de varios meses.Tan trágico fenómeno ha recibido una denominación que ya se ha hecho célebre: invierno nuclear. No es un escenario de ficción científica ni una lucubración espectacular. Es el resultado de complejas investigaciones realizadas por científicos de varias naciones durante los últimos tres años. Y, aunque tales trabajos aún no estén completos, sus previsiones son juzgadas verosímiles por los científicos más prestigiosos.
La historia comenzó en 1982, cuando tres conservacionistas mantuvimos en Estados Unios una discusión sobre la preocupación compartida acerca de las con secuencias biológicas a largo plazo de una guerra nuclear. Nos preguntamos cuál sería el impacto de una contienda así en la atmósfera, las aguas, los suelos, en definitiva, sobre los sistemas naturales de los cuales depende la vida. Robert L. Allen, Robert W. Scrivner y yo mismo empezamos a tratar de averiguar qué estaba haciendo la comunidad científica en relación con este tema, y qué pasos podríamos dar para alertar al movimiento ambientalista. Ya sabíamos, por supuesto, que una guerra nuclear a gran escala podría significar la muerte de 300 a 1.000 millones de personas de forma inmediata, y que tal vez otros 1.000 millones sufrirían serios daños, con necesidad de tan pronta atención médica que para tal número de afectados resultaría en su mayor parte inencontrable. Pero lo que nos preguntamos, sobre todo, fue qué clase de mundo quedaría para los supervivientes y si a la postre las consecuencias biológicas a largo plazo no serían aun mas graves.
Al empezar nuestros trabajos constatamos que se había investigado poco acerca de la cuestión Pero estaba claro que en su envergadura los efectos de la hipótesis contemplada desbordarían con mucho los efectos de las explosiones de Hiroshima y Nagasaki, en las que se utilizaron bombas de fisión de 13 a 20 kilotones, con una equivalencia de 13 a 20 toneladas de TNT, en tanto que una bomba termonuclear actual puede llegar a 20 megatones, es decir, a una capacidad igual a 1.000 veces la de Hiroshima. Pudimos averiguar también que el arsenal nuclear de nuestros días asciende a 50.000 bombas, un total de 15.000 megatones y una fuerza de 15.000 millones de toneladas de TNT; con la particularidad de que tales armas pueden alcanzar sus objetivos, a través del mundo entero, en cuestión de minutos.
Hicimos toda una serie de averiguaciones, que en mi ponencia en la 16ª Reunión Trianual de la UICN describo detenidamente. En esa sucesión de contactos, entramos en relación con el modelo TTAPS, elaborado por Turco, Toon, Akerman, Pollack y Sagan. Las iniciales de los apellidos de esos cinco científicos son el origen precisamente de la sigla de su modelo informatizado; hecho sobre, una hipótesis de una guerra nuclear en la que se emplearían 5.000 megatones, es decir, aproximadamente un tercio del arsenal hasta ahora acumulado.
El modelo TTAPS, que abarca 12 escenarios distintos, permite prever los efectos globales del holocausto en la atmósfera y en el clima. Las explosiones producirían inmensas nubes de humo y de polvo, y los incendios de los bosques generarían gigantescos penachos. En tales condiciones, grandes bolas de fuego llegarían a la estratosfera, destruyendo la capa de ozono que protege a la Tierra de las radiaciones ultravioletas. Pero, sobre todo, el humo bloquearía la entrada de la luz solar, alteraría el balance térmico del planeta y distorsionaría el clima a escala mundial. Habría una caída brutal en las temperaturas, por debajo de cero, incluso en verano. Y la escasez de luz solar provocaría la imposibilidad de la fotosíntesis.
Por las diferencias de temperatura, las partículas del hemisferio Norte -teatro principal de la guerra nuclear- llegarían al hemisferio Sur, y, de este modo, las tierras más meridionales sufrirían análogas consecuencias, a pesar de que en ellas no hubiera habido explosiones. En definitiva, la catástrofe se extendería a todo el globo.
Pasados unos pocos meses, la mayor parte de las partículas se sedimentaría sobre el suelo. Pero para entonces la luz solar llegaría con altas radiaciones ultravioletas, y las nubes de partículas radiactivas caerían sobre las regiones más alejadas de los lugares bombardeados. Tal combinación de frío prolongado, oscuridad, lluvia radiactiva y luz ultravioleta significaría la amenaza final para los supervivientes.
Las investigaciones y preocupa
El invierno nuclear, la amenaza final
ciones antes comentadas se expusieron en la Conferencia de Washington de octubre de 1983, a la que asistieron representantes de 31 organizaciones nacionales e internacionales de carácter científico, incluyendo la UICN, el PNUMA, etcétera. Es bien expresivo que, en la conferencia, el abogado defensor de los consumidores Ralph Nader preguntara a Carl Sagan: "Si presumimos un ataque nuclear con éxito del país A al país B, ¿que pasaría?". En su contestación, el doctor Sagan dijo: "Suponiendo que tal ataque tuviera éxito, sin posibilidades de réplica del país B, a pesar de todo, el país A se habría suicidado definitivamente".En la Conferencia de Washington de 1983 se verificó que muy pocos científicos ponen en duda las predicciones sobre el invierno nuclear, a pesar de que la investigación está lejos de haberse agotado; ciertamente, la demostración final sobre los efectos de la guerra nuclear solamente se tendría con la propia guerra. Y en no desearla fueron unánimes los científicos reunidos en la capital de Estados Unidos.
Los trabajos científicos sobre la guerra nuclear han proseguido desde 1983. Los coordina el equipo de seguimiento surgido de la propia Conferencia de Washington, el Centro sobre las Consecuencias de la Guerra Nuclear, que ha publicado el libro Frío y oscuro: el mundo después de la guerra atómica (W. W. Norton y Compañía, Nueva York y Londres).
El esfuerzo para informar a las gentes y a los políticos sobre el tema del invierno nuclear debería ser de alta prioridad para todos los miembros de la UICN. Estamos en la misma nave. No importa en qué remoto lugar del mundo viva usted. Está amenazado por el invierno nuclear tanto como los ciudadanos de Estados Unidos y de la Unión Soviética.
No podemos permitirnos el lujo de dejar a otros que se preocupen de este problema. Los miembros de la UICN tenemos una responsabilidad especial, porque sabemos que la interrelación entre las cosas es real, y comprendemos los efectos sinérgicos que los resultados del invierno nuclear tendrían en los principales ecosistemas.
es consejero de la UICN.
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