A bodas me convidas
Abrir una temporada de ópera con una obra como Las Bodas de Fígaro representa ciertamente un riesgo que los organizadores conocían de antemano. En primer lugar, desde el punto de vista dramático: las situaciones se suceden a ritmo vertiginoso, no conceden respiro.Cada escena se convierte en replanteamiento de la escena anterior: desde que Fígaro cree que aquélla es la mejor habitación del palacio y Susanna le hace entender que no es así, hasta el final, cuando el conde se niega a conceder perdón y luego resulta que es él quien debe ser perdonado. Hasta la música se estructura como constante revisión de sí misma, como un hacer creer para luego desmentir, según un finísimo sentido de la teatralidad. Ni siquiera la condesa, que encarna el papel de mayor profundidad dramática, queda al margen de este movimiento convulso.
Las bodas de Fígaro, de Mozart
Ileana Cotrubas (Susanna), Martin Egel (Fígaro), Jean-Philippe Lafont (conde), Margaret Marshall (condesa), Helga Müller-Molinari (Cherubino), Carol Wyatt (Marcellina), Piero di Palma (Basilio), Alfredo Heibron (don Curzio) y Artur Korn (Bartolo).Orquesta Sinfónica y Coro del Gran Teatro del Liceo, dirigidos por Maximiano Valdés. Gran Teatro del Liceo, Barcelona, 3 de noviembre de 1984.
Mantener la coherencia cuando ésta se camufla y vuelve a aparecer en cada compás es tarea ardua que Maximiano Valdés afrontó con arrojo y resolvió con autoridad, al frente de una orquesta consciente de que el esfuerzo que se le pedía era más que considerable.
Que se produjeran desajustes en la interpretación es hasta cierto punto normal, dadas las condiciones en que se montan las temporadas operísticas.
Ninguna de las voces estuvo demasiado en su papel. Martin Egel tuvo una intervención correcta, se movió en el escenario con gran agilidad, pero olvidó que se trataba de sus bodas y no de las del conde Almaviva -tan casado, él, como para no estar pendiente más que de ponerle cuernos a su esposa durante toda la obra- quien, encamado por el barítono Jean-Philippe Lafont, se le comió bastante la parte, como suele decirse. Ielana Cotrubas, gran soprano, dio la impresión de que ha hecho demasiada ópera italiana -magnífica Traviata, la suya, con Kleiber- como para saber mantener las debidas distancias con Mozart. Margarett Marshall no acabó de convencer del todo: el Porgi amor dejó algunas dudas sobre su momento vocal que luego confirmó el Dove sono. Nos gustó el Cherubino de Helga Müller-Molinari, ganadora del concurso Viñas 1973, si bien en su segunda aria ocurrió un cierto atropello por parte de la orquesta. Pese a ello, todos se movieron dentro de unos límites más que aceptables.
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