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El idilio de Bernstein en Barcelona

Lo de Bernstein con la Filarmónica de Viena es una larga historia de amor que se repite conciertro tras concierto. Un arrior cargado de erotismo y, a la vez, de sutil ironía. Por eso a unos gusta tanto y a otros tan poco, unos aplauden enardecidos desde las localidades más remotas y otros muestran su discreta decepción en la antesala de platea.Bernstein, en Barcelona, consiguió naturalmente un éxito apoteósico -pues la apmeosis se consigue siempre desde las figuras altas- y uno se pregunta si realmente hubiera podido hacer otra cosa, dadas las circuristancias mass-mediáticas que han acompañado su gira. Ahora bien, limitar el fenómeno Berastein/ Filarmónica de Viena a mero hechizo comunicativo sería tanto como negar el amor y sus posibilidades creativas. No hay más que observar de cerca los gestos del director y la respuesta que obtiene de los músicos para darse cuenta de todo ello.

Leonard Bernstein o la heterodoxia: baila sobre la tarima, se encoge de hombros, agarra la batuta con las dos manos cual si de bate de béisbol se tratara, luego la convierte en delicado arco de violín o severo arco de violoncelo, sonríe, hace muecas, patalea. Los instrumentistas le siguen magnetizados, a cada gesto responden con la sensibilidad esperada como enamorados que se dan las manos en la oscuridad.

Todo esto puede gustar mucho o no puede gustar nada: siempre han existido los que adoran la literatura amorosa y los que, en cambio, la detestan. Pero a nadie pasa inadvertido el amor y de ahí que Berristein y la Filaririónica de Viena sean un acontecimiento donde quiera que vayan.

Abrió la noche la Sinfonía concertante para violín, óboe, fagot y orquesta, op. 84, de Haydn. La compenetración de los solistas es algo que consigue sólo una formación como la de los vieneses que tienen esa curiosa manía de escucharse los unos a los otros, de dialogar amorosamente con la música.

Siguió un Divertimento para orquesta del propio Leonard Bemstein. Quizá sí que se trate de un nuevo West Side Story del año ochenta, que desde un punto de vista formal no ofrezca ninguna novedad especial. Pero cuidado: los títulos de las obras suelen decir bastantes cosas. Un divertimento hasta prueba contraria sirve para divertirse y no hay ningún mal en hacerlo en un concierto de música clásica, ni aún cuando dirige Leonard Bernstein la Filarmónica de Viena. Como tampoco hay que perder de vista los meritorios esfuerzos divulgativos del gran director norteamericano, simpre pendiente de hacer llegar el mundo de la música al mayor número de gente posible.

Durante la segunda parte escuchamos la Sinfonía nº 1, en si bemol mayor, op. 38, Primavera, de Schumann. La espectacularidad de esta sinfonía tan apasionada, tan optimista por tantos motivos -Schumann acababa de vencer los obstáculos que le separaban de Clara-, venía a pedir de boca tanto para la innata vitalidad de Bernstein como para ese poema amoroso que fue hilvanando con su orquesta vienesa.

En definitiva, fue un programa fácil para un gran público. A las críticas que puedan llegar por este camino sólo cabe responder que el Festival Internacional de Música de Barcelona ya ha ofrecido otros conciertos más selectos en los que el triste común denominador ha sido una angustiosa falta de público.

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