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A los cuatro lustros de la muerte del artífice de la desestalinización

El líder soviético que nunca existió

A los 20 años de la defenestración de Nikita Jruschov, ocurrida el 14 de octubre de 1964, su memoria y su obra parecen haberse evaporado. No es tan sólo que su recuerdo haya quedado sepultado en los panteones familiares, que la enciclopedia soviética tase en 20 líneas su crédito de posteridad, que su tumba no rebase la ostentación debida a un obrero especializado, sino que por su obra sí ha pasado el tiempo. La Santa Rusia le ha ganado la partida de forma contundente. Las razones que acarrearon su caída siguen ahí presentes como si el veterano y cazurro luchador jamás hubiera pasado por el mundo.

La agricultura se revela incapaz de aprovisionar de pan y de forraje a hombres y bestias; el conflicto con China, que le envenenó la vida en sus últimos años de poder, deja hoy aún abierta una herida fronteriza en el flanco sureste del imperio de hielo; los dientes de sierra de la crisis con Washington, que por horas en Cuba llevaron al mundo hasta la guerra, se aceran nuevamente con la segunda pugna de unos grandes misiles de poner y quitar; el furor de vivir, la energía consciente con que quiso un día sacudir al país del letargo en que estaba sumido por el terror de Stalin, se fue adormeciendo lentamente en el reinado de un complacido sucesor. Durante los 16 meses mal contados del tiempo que llamamos de Andropov alguien pudo atisbar un amago de rehabilitación. El breve interregno de aquel opaco profesor no pudo sacar a los muertos de las tumbas ni agitar a los vivos para que despertaran. Una cierta placidez satisfecha, aunque escalonada por los vientos de la confrontación, sucede al sucesor bajo el nombre de un anciano de apellido Chernenko.

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Como en todos los iconos de un poder sacrosanto y distante, de Pedro el Grande hasta la fecha, Occidente vio en Jruschov todo lo que quiso ver. Desde un patán grosero adepto al zapatazo en cónclave mundial al payaso socarrón o liberal presunto que conmovía las aguas del estanque guardado por una densa empalizada de bocas nucleares. Algunos, más sagaces, temían que un nuevo rostro humano hiciera más atractivo el socialismo en todo el campo abierto del ancho Tercer Mundo, y que su hijo nacido fuera del matrimonio, el eurocomunismo, sedujera conciencias en las lindes soviéticas del glacis europeo.

Quienes hoy mandan en el este de Europa son todavía aquellos que echaron a Jruschov, hasta el punto de que la única línea de contacto del Kremlin actual con el tiempo pasado la encarna un antiguo funcionario convertido en estrella, que sólo en las postrimerías de su largo mandato se ha decidido a prescindir del morse de obediencias sufridas. Andrei Gromiko, ministro de Exteriores, ha sobrenadado durante 27 años las aguas del poder, y no es casualidad que el gran superviviente sólo ahora se sienta autorizado a hablar con propia voz.

Veinte años después, 1984 se parece como un túnel del tiempo a aquel año final. Un líder aviejado, si no contra las cuerdas, preside la llegada de un nuevo punto cero. Los 20 años relativamente perdidos acrecientan una cierta nostalgia del mito de Jruschov.

Gorbachov, hay quien dice, espera en la antesala que llegue al fin el día de su oportunidad.

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