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Conversar sobre Euskadi

Sacar una vez más a la luz el tema de Euskadi producirá a muchos una cierta sensación de pesadez y de agobio. Es como un disco que no cesa. Como dar vueltas, neuróticamente, a un problema que en cuanto se cree resuelto reaparece con tozudez intratable. Son palabras sobre palabras, que no disipan la niebla sino que la hacen más cegadora. De ahí que hablar de Euskadi es el pistoletazo para discutir hasta el insulto, o sirve como coartada en caso de aburrimiento cuando no se segrega de la conversación como asunto cuya impureza no habría que rozar.De lo dicho parecería desprenderse que lo mejor es callarse. Voy a hablar, sin embargo, de Euskadi. Porque el dolor y la muerte son más fuertes que el silencio. Pero no voy a hacerlo para intentar refutar a un amigo, a un enemigo o a un desconocido. Para frivolizar existen otros juegos. Tampoco lo haré para ir en busca de la esencia misma del problema o de la causa causorum de la realidad vasca. Me parecería una pedantería. Me limitaré -last but not least- a hablar de la posible y muy necesaria paz en Euskadi.

Más de uno desearía que se comenzara, casi ritualmente, condenando a palo seco las distintas formas de violencia que en este momento se están dando. No lo voy a hacer, y no lo voy a hacer por la simple razón de que, más allá del ritual, las condenas deberían inscribirse en otras mucho más duras, con lo cual violentaría unas reglas de juego lo suficientemente rígidas como para ser, o bien reo de culpa penal, o, peor aún, expulsado de la racionalidad triunfante. (A los que, de entrada, piden el certificado de condenas convendría recordarles cómo se asientan en las porquerizas del sistema en el que viven y cómo, de una u otra manera, las sostienen.) Un debate directo y claro sobre, por ejemplo, la soberanía nacional, o el rol de los ejércitos, no es posible. Por eso -nobleza les obligaría- los que no sienten horma alguna deberían reconocer que juegan con ventaja.

El asunto, dije, es, por encima de cualquier otro, el de la paz. Respecto a ésta, el dilema se va haciendo, día a día, trágicamente excluyente. O bien se quiere pacificar (?) Euskadi imponiendo toda la potencia legal y militar que se habría dado el pueblo español con la Constitución que ha votado, o se cambia, radicalmente, de vía. Por el primer procedimiento no sólo no se negociaría con los que se levantan en armas, sino que toda, absolutamente toda la estrategia del Gobierno español e instituciones adyacentes del poder consistiría en la eliminación del enemigo. Distinguir aquí entre guerra, sin más, y guerra sucia es irrelevante. Primero porque la guerra sucia es una modalidad más de la guerra. Segundo, porque el concepto usual de democracia permite ¡limitados recursos en la represión del contrario (el torpe caso de las extradiciones sería un ejemplo).

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Es ésta la estrategia que se está imponiendo. Es esto lo que ocurre, lo que hay que temer seguirá ocurriendo, y lo que sería deseable dejara de ocurrir. Y en este sentido habría que señalar tanto a los políticos profesionales como a los ciudadanos que ejercen de tales, que no hay pasos mínimos, que cualquier retoque, digamos, que posibilite una tortura es consustancial con ésta. El mal hábito de ceder en los principios y quejarse de los resultados se está convirtiendo en deporte nacional. Tal tipo de perversiones no se lava con el confuso grito de "consolidar la democracia".

¿Cuál es la otra cara o cuerno del dilema? Lograr la paz, evidentemente, pero no con las armas o con el argumento-ficción de la voluntad del pueblo español (sería una personificación mítica la de una voluntad que se, ha visto tantas veces impelida a votar contra alguien). Pero es que, además, lo que está en juego es la voluntad del pueblo vasco. Éste se ha expresado, quizá, en forma ambigua, Así, mientras que un elevadísimo tanto por ciento no votó la Constitución (hecho del todo fundamental a la hora de enjuiciar el caso vasco), aceptó el Estatuto de Guernica. Junto a los puros datos habría que colocar otras manifestaciones, bien sensatas, y fuertemente apoyadas, de la voluntad popular. La Carta a los pueblos del mundo es un buen ejemplo de ello. Y es un pésimo ejemplo, a la altura de tiempos que se dicen pasados, criticarla sin publicarla. Tales iniciativas merecerían atención y análisis, y no el rechazo dogmático desde un poder que se considera definitivo y clausurado.

Se podría objetar, llegados a este punto, que pedir ahora revisiones en la Constitución sería nefasto. Si esto fuera así, lo primero que hay que observar es que lo nefasto tal vez provenga de la imprevisión de quienes la hicieron y votaron. En cualquier caso, el político (el buen político, que no huye de Platón a Maquiavelo y de Maquiavelo a Platón) sabe que las leyes son reglas abiertas y que una negociación es, en sí misma, algo flexible. Acercarse de alguna manera al derecho de autodeterminación o retirar, no en mero signo, sino realmente, fuerzas de orden público, requeriría imaginación y tiempo. Son, no obstante, algunos de los pasos iniciales de la única alternativa a una paz obtenida por la imposición total.

A un pueblo no se le puede decir por decreto qué es lo que tiene que ser. Es éste un principio moral. Pero al margen de cuestiones éticas, hay un hecho político que a todos nos afecta: la paz de Euskadi está inexorablemente ligada a la paz de toda España. Por eso, en vez de repetir -cosa relativamente fácil- las letanías de siempre, no estaría de más colocarse en la vía de una cada día más necesitada negociación. Comencemos, si se quiere, por la conversación.

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