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"Don Luis, que no veo"

Las enfermerías de paredes desconchadas son frecuentes en los 5.000 festejos anuales

La muerte es la gran coartada del hecho taurino, tanto para engrandecerlo como para descalificarlo. Muere el toro inexorablemente y el torero puede morir también. La cornada es frecuente y lleva en sí misma un girón de muerte. Según el intérprete que las contemple, las astas serán luna o guadaña, en tanto que la centelleante punta diamantina del pitón no deja de garabatear el anuncio del drama. El espectador puede contemplar la corrida alegre, venga el veguero, pero en el subconsciente tiene la certeza de que la tragedia se puede producir de súbito. Aquel "Don Luis, que no veo", frase postrera de Manolete al filo de la agonía, es leyenda esencial que martillea en lo profundo a todo aficionado.La sordidez de la enfermería enmarca la escena del torero agonizante. Los cuadros de Solana retratan otras tragedias rurales, bajo nubarrones cárdenos, de torerillos que caen rotos en plazas de talanqueras. La narrativa taurina ofrece una insuperable antología del tremendismo para contar estos sucesos, siempre de gran efecto. Cada vez que el escritor describe "el reguero de sangre que manaba a borbotones de la herida" está cierto de que esa imagen hará estremecerse a quien la lea.

Su impacto es tan cierto como real el suceso. Los buenos quirófanos son pocos, en contadas plazas. La enfermería de paredes desconchadas, con un camastro y "cuatro botes" por todo elemento sanitario, son más frecuentes en los más de 5.000 festejos que se celebran al año en toda España. Cuando Manolete se moría en aquel hospital de Linares del año 1947 -una pobreza propia de las hambres de la época-, "el reguero de sangre que manaba a borbotones de la herida" atravesaba el colchón, goteaba bajo la cama, y nadie de la cuadrilla se atrevía a decir nada, aunque alguno tenía ganas de vomitar.

La femoral rota de Manolete ha quedado como referencia para toda cornada de caballo. Cuando en la feria de San Isidro del año pasado un saltillo le partió el muslo a Curro Vázquez, todo el mundo dijo que era una cornada "como la de Manolete". De la mortal cornada de Paquirri se ha dicho lo mismo. Algo hay de eso; cuando la luna que ilumina el testuz tiene vocación de guadaña, sesga la femoral, cuya simple referencia hace temblar a los toreros. Pero la mortal cornada de Paquirri admitía más comparaciones

"¡Vete, Blanquet!"

Hasta el aficionado menos docto conoce las frases capitales de la historia del toréo, y "¡Vete, Blanquet!" es una de ellas. Hace 64 años, una tarde de mayo, toreaba Joselito en Talavera. La gran figura de todas las épocas estaba relajado, para despachar sus, toros como de trámite. Su peón Blanquet, que había oído al maestro comentar el peligro del toro, por burriciego, se aprestaba al quite, y Joselito le ordenó retirarse. El toro se arrancó, no obedeció al engaño del matador, le prendió por un muslo, lanzándole a lo alto y, al caer, le hundió el cuerno en el vientre.Toreaba relajado, una corrida, de trámite, el toro que no obedece al engaño... Como Paquirri en Pozoblanco. Y medio siglo después de la tragedia de Talavera, la muerte de José Mata habría de ser precedente de lo que le ocurrió a Paquirri. José Mata, uno de los pocos toreros canarios que conoce la tauromaquia, toreaba el 25 de julio de 1971 en la inauguración de la plaza de Villanueva de los Infantes, provincia de Ciudad Real. Al entrar a matar, el toro le destrozó la femoral. En la enfermería no había medios para curar aquel cornadón, le hicieron un torniquete, y carretera adelante vivió otro calvario en busca de lugar donde pudieran salvarle la vida. En Valdepeñas no le atendieron, y cuando, finalmente, llegó a Madrid, cinco horas después de la cogida, ya fue imposible la curación. Al día siguiente moría.

Faltarán los elementos sanitarios en las enfermerías de tantas plazas de toros, pero la estampa del santo no falta en ninguna; menos mal. Por lo menos, tienen los toreros a quién encomendarse. Si es que el nerviosismo de los taurinos que le rodean lo permite, porque los consejos contradictorios, las presiones intolerables al médico -que, el pobre hombre, hace lo que puede-, los gritos, retumban con eco en aquellas desnudas salas. En el minuto del que pende la vida del torero pretenden los taurinos resolver lo que no han sido capaces de arreglar en los siglos de existencia que lleva la fiesta. Acusan, insultan; sacan a relucir las imprevisiones del Gobierno. Hasta que la tormenta pasa y a la siguiente tarde de toros nos encontramos con las mismas.

Ahora bien, aún no se sabe de un apoderado que haya negado la actuación de su torero porque la enfermería no estaba en condiciones. Ni de taurino alguno que haya concertado suplir la compra del instrumental necesario. Es caro y no les corresponde. Pero dinero hay. Lo que no se gastan en esto lo emplean en regalar entradas e invitar a comer a quien tenga el mal gusto de adularles. El vestíbulo del hotel donde paran toreros es a mediodía un enjambre de "amigos de toda la vida", listillos variados, reporterillos surtidos, que merodean a los apoderados a ver si la comida cae. Cae. La vanidad del apoderado se colma presidiendo una mesa de docenas de gorrones quienes, por cierto, no piden una verdurita, sino allá va el marisco y el asado, cueste lo que cueste. En la pasada feria de Bilbao, un mozo de espadas me enseñó la factura de una de estas comidas: 148.000 pesetas. Se pagan con dinero del torero, naturalmente. Luis Francisco Esplá nos decía que sus gastos por corrida son 750.000 pesetas. "La primera peseta que gano de verdad es la que hace el número 750.001". E invertido este dineral, resulta que no tiene cubierta la curación de la cornada si se produce en un pueblo, donde a lo mejor no hay equipo, para transfusión, ni plasma, ni nada.

El sanatorio de Linares, cuando la cornada de Manolete, tenía poco más. Llamaron al doctor Luis Jiménez Guinea, que era el cirujano jefe de Las Ventas, el cual llegó de madrugada, por carretera, y ordenó una transfusión, que luego sería muy discutida por sus colegas. Poco después, Manolete le decía: "Don Luis, que no siento la pierna", y "Don Luis, que no veo". Unos minutos más tarde, Manolete dejaba de existir.

Joselito tenía fuera el paquete intestinal cuando entró en la enfermería de Talavera, donde gasas y algodones constituían su mejor oferta para sanar cornadas. Murió sobre la mesa de curas, le cubrieron con una sábana, y tras el acerado rostro de noble perfil se encontraba el de Ignacio Sánchez Mejías, su cuñado, con un rictus de desesperación. Así quedaron retratados para la posteridad. El propio Ignacio Sánchez Mejías caería años después, víctima de otra cornada terrible, en la plaza de Manzanares, y se reproducía el tétrico bullir sobre el piso sucio, en torno al camastro mal protegido por un hule viejo; los gritos resonando en los desconchones de las paredes desnudas. Pero en aquella ocasión acaeció algo sublime: en aquella ocasión la cornada fue a las cinco de la tarde, a las cinco en punto de la tarde.

La muerte en la arena es siempre una muerte superior, que llora el pueblo con un dolor soberano. La muerte del torero causa sorpresa. Seguramente el pueblo se esfuerza por acallar la certeza de la tragedia que tenía en el subconsciente y libera remordimientos. Y, sin embargo, todo lo de después, el llanto, el velatorio, la magna escenografía en que convierte el entierro, los propósitos de que no ocurra de nuevo lo que se pudo evitar, son repetitivos. Desde los orígenes de la fiesta a Paquirri, siempre es lo mismo. Y siempre se deja a la fatalidad la ambigua explicación de la tragedia: "Si esta cogida hubiera sido en Madrid o en Barcelona, el torero se habría salvado". Pero en Madrid o en Barcelona también mueren toreros. José Falcón y Joaquín Camino murieron en la enfermería de la plaza de Barcelona. El Coli, Pascual Márquez murieron en la de Madrid. En Madrid murió también Curro Puya, que agonizó durante dos meses, y la gente le oía gritar desde la calle. Y Granero, al que un toro destrozó la cabeza. El toro mete el pitón con la misma fiereza en cualquier arena.

Crueles duermevelas

A los toreros les atormenta este peligro, y sus vísperas de corrida suelen ser crueles duermevelas. Algunos sufren tanto que llegan al, ruedo desarbolados. Casi todos abrazan supersticiones. Para los que torean en Las Ventas puede ser peor, pues al ir a la plaza coinciden con cortejos fúnebres que van al cementerio. Había un torero valenciano al que le daba la manía de contárselo a sus compañeros en plena lidia. Se acercaba y decía: "Nos va a pasar algo, pues al venir me he cruzado con un coche de muertos". El compañero tragaba saliva.El día de la corrida el torero come muy poco, precisamente por si cae herido y le tienen que intervenir. Todo, hasta la comida, le está recordando la posibilidad de la tragedia. Esto forma carácter y el torero es un ser singular que tiende a esquematizar su filosofía vital en el marco de dos verdades absolutas: es capaz de dominar y tumbar patas p´arriba a una fiera armada, luego es más hombre que nadie; el simple vaivén de un asta le puede matar durante la fugacidad de una verónica, luego su vida es más efímera que ninguna.

El juego de la muerte es tan consustancial a la fiesta, que una patada a un futbolista parece más inusual e importante que la cornada. No lo es, evidentemente, y cuando a un torero se le va la vida por el agujero de las femorales, y exclama "Don Luis, que no veo", el país entero es un gran sobresalto, y un inmenso dolor. Y, sin embargo, la tragedia esta ahí, en potencia, cada día, en cada plaza, capitalina o escondida en un rincón remoto de la sierra, donde siempre un torero puede morir.

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