El extraño caso del pesquero
LAS PERIPECIAS sufridas por el pesquero Santa Teresa de Jesús, desde su abordaje por una lancha marroquí cuando faenaba ilegalmente a seis millas de la costa sahariana hasta su arribada al puerto de Arrecife de Lanzarote, ofrecen los elementos de confusión suficientes como para sumir en la perplejidad a cualquier atónito espectador de los hechos. El casual e indirecto descubrimiento por un transporte marroquí de la falta de papeles del Santa Teresa, la subida a bordo de dos militares para conducir a punta de metralleta al arrastrero hacia Agadir, la escasez de combustible, la prolongada siesta de los vigilantes y la decisión final del patrón del barco de atracar en Arrecife son algunos de los incidentes de esta tragicómica aventura. Nuestras autoridades se, han encontrado enfrentadas a una situación casi rocambolesca, y en seguida se encargaron de hacerla casi ridícula cuando no se les ocurrió otra cosa que cursar órdenes -ni más ni menos- al Santa Teresa para continuar viaje hacia Marruecos, en desprecio de los derechos de su tripulación y con una prepotencia y una falta de dignidad del poder notables.Los deseos del Gobierno de no enrarecer nuestras complicadas relaciones con Marruecos y de promover el respeto de nuestros armadores hacia los acuerdos pesqueros con el reino alauí son lógicos, pero no pueden pasar por encima de los derechos y las garantías que disfrutan los españoles. Una nación soberana no puede entregar a sus propios ciudadanos para que sean juzgados por las autoridades de otros Estados. La ley sobre extradición de 26 de diciembre de 1958 afirma taxativamente que "no se concederá la extradición de los españoles por delitos cometidos fuera de España". Los tripulantes del Santa Teresa han cometido, a lo sumo, una infracción administrativa, que no puede ser perseguida en España. Por eso es una *abdicación incomprensible de los principios consagrados por el Derecho internacional y una medida absurda y casi surrealista que los tripulantes del arrastrero, libres de la coacción de las metralletas marroquíes y en suelo español, se vean sometidos a la coacción de su propio Gobierno para entregarse a las autoridades de un país extranjero.
La legítima y comprensible negativa de los marineros del Santa Teresa a reanudar viaje para ser detenidos por las autoridades de otro país ha hecho surgir la dudosa alternativa de que el pesquero, con nueva tripulación y al mando de los dos militares marroquíes, abandone Arrecife y ponga rumbo a Agadir. Esta solución también parece descabellada, dado que son los marineros, y no el barco, los responsables de haber faenado ilegalmente en aguas marroquíes. ¿Qué sentido tendría que los infractores fueran sustituidos por el instrumento de la infracción, como si las cosas, y no los hombres, tuvieran capacidad jurídica para quebrantar las leyes? No vemos por qué el Estado español no puede subrogarse, ante las autoridades marroquíes, del pago de las sanciones pecuniarias correspondientes, dado que el marco general del acuerdo pesquero con Marruecos ha sido firmado por los respectivos Gobiernos, y resolver así el contencioso. La respuesta de que los marroquíes no lo aceptan es insuficiente; no tienen otro remedio que aceptarlo, toda vez que el barco está en suelo español. El temor a represalias contra otros barcos es lógico, pero nada hay que garantice que las represalias no se tomarán incluso si el Santa Teresa zarpa. El Gobierno español, en cualquier caso, debe imaginar represalias alternativas contra el de Marruecos, no contra los propios ciudadanos españoles entregándolos gentilmente a las autoridades de aquel país. La noticia de que en opinión del Ministerio de Asuntos Exteriores ésta era la manera de no crear un conflicto diplomático resulta risueña: el conflicto estaba ya creado, y lo que tiene que hacer el Gobierno es resolverlo.
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