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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El programa de Dallas

LA CONVENCIÓN de Dallas se anunciaba sin sorpresas. Sin embargo, el grado de reaccionarismo alcanzado por sus debates y resoluciones ha superado todo lo conocido hasta ahora en el propio Partido Republicano. Baste recordar que las frases que en 1964 costaron a Goldwater una derrota humillante encajaron perfectamente en el ambiente de Dallas. En ciertos aspectos, las ideas del programa republicano se alejan de principios fundamentales de la Constitución de EE UU. Decir -como ha hecho el propio Reagan- que "religión y política están necesariamente relacionadas", y que "sin Dios, la democracia no perdurará", es negar una realidad histórica; ha sido precisamente la, democracia la que ha dado nacimiento a Estados laicos, donde todos los ciudadanos, creyentes o no, son iguales en derechos. Es preocupante constatar cómo el Partido Republicano se lanza a la campaña electoral, pretendiendo retrotraer la sociedad norteamericana hacia concepciones ultramontanas que parecían superadas por la historia. En la comisión que preparó el programa político hubo debates sobre el aborto, la igualdad de la mujer y otros tenias, pero ninguna enmienda pudo llegar al pleno: la ultraderecha fue una apisonadora; las posiciones más conservadoras triunfaron por aclamación.Algunos comentaristas desean tranquilizar a la opinión europea diciendo que la convención es, sobre todo, "un programa de televisión", que luego el presidente gobernará sin preocuparse de las resoluciones aprobadas en Dallas. Sólo puede ser parcialmente verdad: The Washington Post subraya, con razón, que los mismos que han redactado el programa. conservarán luego, en la Administración republicana, enormes poderes para influir sobre la legislación y las decisiones de la Casa Blanca. Es particularmente preocupante la parte de la plataforma republicana dedicada a temas internacionales, que arranca de una visión maniquea y simplista del mundo, como si en él sólo hubiese dos fuerzas, EE UU y la URSS, esta última el mal absoluto. A partir de esa premisa, el objetivo central tiene que ser el fortalecimiento militar y una política dura de EE UU, como única forma de evitar que el comunismo soviético se vaya apoderando del mundo. En 1980, Reagan hablaba de no aceptar la inferioridad norteamericana. Ahora se trata de imponer, para siempre ya, que EE UU sea "más fuerte que cualquier adversario". Basar la política exterior en la superioridad de EE UU, en un mundo saturado de armas nucleares, es provocar inevitablemente una inestabilidad permanente. En la hipótesis de que se aplicase a la letra el programa de Dallas, el futuro del mundo sólo podría ser: o capitulación de la URSS aceptando la superioridad norteamericana o guerra mundial. La actual situación requiere otro análisis y otro enfoque.

Aplicando la visión maniquea a América Latina, la convención de Dallas proclama el derecho de intervención militar de EE UU; se exalta la operación de Granada, se promete ayuda creciente a "los combatientes de la libertad de las montañas de Nicaragua".... Se vuelve a hablar de la doctrina Monroe, pero con una interpretación extrañísima; cómo si lo americano fuese exclusivamente lo que Washington reconoce como tal. Es obvio que tales concepciones chocan con los principios de las Naciones Unidas; contradicen el sentido mismo de la gestión de Contadora, tendente a asentar la paz entre Estados soberanos. Se ignora en Dallas algo que es hoy esencial: en numerosos países latinoamericanos se abre paso la tendencia a una menor dependencia. de Washington, a más autonomía, a buscar soluciones propias a sus problemas. En muchos lugares del Tercer Mundo hay sentimientos ya bastante extendidos de oposición y recelo hacia la política norteamericana; incluso en el seno de Gobiernos conservadores, ayer muy proamericanos. Sería ceguera atribuir esas evoluciones a maquinaciones soviéticas. Los problemas son mucho más complejos; y la actitud definida en Dallas los agravará. Es inevitable, por ejemplo, una creciente reacción en muchos países en vías de desarrollo frente a la estrechez de la posición de Washington sobre las cuestiones de la economía mundial.

En cuanto a Europa, no es dudoso que la aplicación por parte de EE UU de la estrategia definida en la convención de Dallas provocaría casi inevitablemente un reforzamiento de las tendencias ya existentes a una política más autónoma. No se trata de poner en discusión la alianza, pero sí del papel de Europa dentro de ella. Europa no puede compartir una política centrada en imponer la superioridad militar de EE UU y en agudizar el choque frontal entre los dos bloques. El acercamiento entre las dos Alemanias, a despecho de las presiones de Moscú; las actitudes discrepantes de Rumanía y Hungría, la amnistía en Polonia, demuestran que apuntan fenómenos nuevos que sería absurdo subestimar o ignorar. Europa necesita aprovechar las posibilidades que se abran para disminuir tensiones y encontrar nuevos caminos susceptibles de superar una concepción exclusivamente militar de la seguridad de nuestro continente. El lenguaje de Dallas recuerda la época del cerco de Berlín; Europa es hoy otra cosa.

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No es un hecho anecdótico que el Gobierno chino haya protestado contra puntos del programa republicano que desmienten la política, mucho más pragmática, aplicada por Reagan, recibido amistosamente en Pekín hace pocos meses. Es probable que la superideologización ultra conservadora con la que la convención republicana ha contemplado la política internacional se erosione en un plazo no largo. Pero la inquietud que está sembrando en el mundo perdurará.

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