País desde lejos
Hace varias semanas que intento escribir sobre la compleja situación política uruguaya, pero todo viene sucediendo en un ritmo tan vertiginoso que, siempre se corre el riesgo de que, a la hora de publicarlo, el artículo suene irremediablemente a viejo. No descarto que algo así ocurra precisamente con éste, pero he decidido que no importa demasiado: cada tramo de un proceso tiene derecho a un comentario, aun cuando éste pueda ser lábil y perecedero. Es cierto que, océano por medio, y con 10 años y 10 meses de ausencia, es difícil, si no imposible, entender y percibirlo todo. Los cables de agencias suelen transmitir sólo la superficie visible, los datos oficiales y escuetos; pocas veces el clima y el subsuelo de cuanto está ocurriendo. En el mejor de los casos, sabremos cuántos miles de personas hubo en una manifestación, pero no las contradicciones que previamente fue necesario superar o los acuerdos con el poder que la hicieron posible.De modo que en esta nota, más que opinar (la lejanía casi conculca ese derecho) voy simplemente a imaginar, ya que, aun para el exiliado, éste sí es un derecho inalienable. Por ejemplo: las agencias dicen que los presos políticos (al menos los que han cumplido más de la mitad de su condena) han comenzado a abandonar las prisiones. ¿Cómo no imaginar entonces la alegría o el estupor, tras 10 años entre rejas, de esos hombres y mujeres en el instante de recuperar las calles, los abrazos, la familia, los árboles, la almohada propia, la piel del amor, la vida privada, y hasta las miserias compartidas? Fueron años amargos, pero pienso que en este instante, y en cada caso, cualquier amargura será finalmente superada por el goce de volver a vivir. Como en toda resurrección, la muerte queda atrás. En el fondo, nada se olvida, claro. Amnistía no es amnesia: las cicatrices, del cuerpo o del espíritu, señalan con rigurosa precisión e implacable memoria dónde estuvieron las heridas. Pero ahora, fuera de la ergástula, la vida vuelve a transcurrir junto a esos cuerpos devastados y esos ánimos contusos, y no hay que permitir que se aleje de nuevo; hay que recuperarla, hay que cubrir la antigua angustia con trabajo, solidaridad, besos, libertades. La memoria tiene su archivo intacto, pero el albedrío agita su esperanza. Las noticias omiten la llegada a sus hogares de esos hombres y mujeres que pagaron caro su derecho a disentir. Pero ¿cómo no imaginar la risa y el llanto de algunos viejos, y no tan viejos, que durante 8 o 10 años acumularon insomnios con el rostro inasible de sus hijos o nietos confinados? ¿Cómo no imaginar a tantos niños desgajados, interrogantes y ansiosos en este virtual y jubiloso estreno de sus padres?
Todavía falta; falta mucho. Hay varios partidos proscritos, y no estaría de más que esos hipersensibles que exigen pluralismo sólo en Nicaragua, se enteraran de que en Uruguay, aun después de las últimas liberalizaciones, hay más de 10 partidos prohibidos (entre ellos, el partido comunista), y que líderes políticos de profunda implantación popular, como Seregni y Ferreira Aldunate, siguen proscritos. Mientras Arturo Cruz, candidato opositor nicaragüense, apoyado por la contrarrevolución y arropado por Estados Unidos, pudo regresar de su exilio y desarrollar una intensa actividad política, en Uruguay el líder blanco Ferreira Aldunate, si bien regresó de su exilio, está proscrito y preso, mientras que Seregni estuvo 10 años preso y sigue proscrito. La verdad es que en esta coyuntura el Departamento de Estado no nos ha ensordecido con sus reclamos.
Los corresponsales resaltan el relieve que en este período crucial ha adquirido la figura de Seregni. A veces da la impresión de que toda la situación girara sobre él, y si, como parece previsible, llega finalmente la normalización democrática del país, se habrá contraído con este hombre, lúcido y digno como pocos, una deuda histórica. Es cierto que los informadores se refieren a menudo a esa figura fundamental, pero, lógicamente, no pueden comunicarnos qué pasa en su ánimo. Nosotros, desde lejos, podemos, sin embargo, imaginar. Imaginemos, pues. Diez años de prisión no pasan en vano. Hay gentes que salen destruidas, psicológicamente desbaratadas; en particular, a los más jóvenes les es a veces casi imposible admitir que los mejores años, los más estimulantes y dinámicos de sus vidas, queden aherrojados en la soledad, la incomunicación, la tortura y la angustia. Y es comprensible que sientan así. Pero hay otros prisioneros que, por el contrario, salen de la cárcel más enteros, más inteligentes, más realistas, más firmes que nunca en sus convicciones. Seregni pertenece, sin duda, a esta última estirpe. Ha tenido que negociar con quienes lo apresaron, condenaron y degradaron, y lo ha hecho con una entereza admirable, sin vanagloriarse de su sacrificio. Los propios militares parecen haber advertido que su antiguo prisionero es hoy interlocutor obligado y pieza esencial de ese tablero político. ¿Cómo no imaginar lo arduo y hasta penoso que habrá sido para Seregni asumir una actitud flexible, enfrentar esta nueva realidad que tal vez nunca hubiera concebido durante sus largas, interminables jornadas de recluso?
Lo peor y lo mejor
A miles de kilómetros de distancia es posible que algunas actitudes y decisiones sean difíciles de interpretar, pero sólo quienes residen en el corazón mismo de este duro invierno uruguayo tienen el derecho de tomar decisiones y de juzgarlas. Ahora mismo escribo esto en un ferrocarril que viene del sur de España, y en la ventanilla los fértiles valles cercanos a Aranjuez desfilan verdes y soleados. Pero yo no he olvidado cómo es el invierno montevideano: duro, ventoso, con la lluvia golpeando en los ojos y un frío húmedo que penetra hasta. los huesos. Juzgar aquel invierno desde este verano es una tentación en la que los exiliados no debemos caer. Los dueños de las decisiones son los que allá se aprietan la bufanda y alzan el cuello de su abrigo, y ni siquiera abren el paraguas para no provocar un windsurfing terrestre. Los dueños de las decisiones son quienes, a pesar de todo, inundan las calles con sus canciones o sus gritos, con sus cacerolas o sus lágrimas, con sus consignas o su alegría. ¿Cómo no imaginar los sinsabores de Seregni cuando ha debido optar entre la intransigencia y la negociación? Algunos de los visitantes extranjeros que en estas últimas semanas lo entrevistaron se han asombrado de que en tres horas de conversación Seregni ni siquiera mencionara sus 10 años de cárcel. Su pensamiento y su palabra, sus planes y hasta sus obsesiones, no son de revancha; más bien apuntan a la verosímil reconstrucción y pacificación del país. Quien, como él, podría tener mil razones para un lenguaje de odio, elige, sin embargo, la negociación. Proscrito aún, no hace hincapié en esa circunstancia. La coalición que preside está antes que él, y el país entero, antes aún que la coalición; la libertad de los presos políticos, antes que una intransigencia que podría ser la antesala de la frustración. Esta actitud de Seregni no es una novedad. Hace más de 12 años, exactamente el 29 de abril de 1972, en una circunstancia más dificil aún que la de hoy, Seregni sostenía: "Nosotros proponemos concretamente ante todo el país que se intente la salida del diálogo".
Por supuesto, es comprensible que el Partido Nacional, o blanco, se niegue a dialogar con los militares mientras su líder esté preso. Pero es no menos comprensible que el Frente Amplio y los otros sectores de oposición no se inmovilicen en esa negativa. El momento político requiere dinamismo, y no estancamiento. Ojalá los militares sean lo suficientemente realistas como para liberar a Ferreira en un plazo relativamente breve, ya que la no participación del Partido Nacional en las elecciones de noviembre no beneficiaría a nadie: ni a los blancos ausentes, ni a los tres sectores que negociaron y obtuvieron importantes retrocesos de la dictadura, ni menos aún a los militares, cuya imagen nacional e internacional se vería aún más deteriorada.
Los blancos no han admitido de buen grado que el Partido Colorado, el Frente Amplio y la Unión Cívica, se hayan sentado a negociar con los militares, y en las últimas semanas han dirigido sus ataques preferentemente contra Seregni y el FA. No obstante, la coalición de izquierdas y su líder siguen bregando incansablemente por la libertad de Ferreira como un elemento clave de la tan ansiada normalización democrática. Desde lejos uno imagina que Seregni y el FA (al igual que colorados y cívicos) pueden haber estimado que si todos se negaban a la negociación, era verosímil que la situación se estáncara y se complicará cada vez más; que las elecciones probablemente no se llevasen a cabo, y que la dictadura acaso se prolongase indefinidamente. Ahora, tras los arduos logros alcanzados, y aunque todavía falten otros, tan o más significativos, es evidente que el avance ha sido sustancial. La decisión de Seregni y del FA fue indudablemente osada: podía conducir al fracaso o constituir un paso indispensable hacia la normalización. Seregni se jugó en cierto modo su futuro político ("La victoria final es siempre de los que se arriesgan y son capaces de sacrificio", dijo alguna vez Zelmar Michelini ), y el resultado obtenido hasta ahora justifica ampliamente aquella osadía.
En un pasado no demasiado lejano hubo sectores radicalizados que (no sólo en Uruguay) consideraron que, con vistas a una rápida toma de conciencia por parte de los sectores populares, "lo peor" era "lo mejor", y era innegable que la consigna tenía cierta seducción revolucionaria. La trágica historia de estos 10 años en Uruguay ha demostrado, en cambio, que lo peor es sencillamente lo peor. La implacable represión trajo muertes, torturas, cárceles, miseria, y fueron necesarios largos y oscuros años para que el pueblo se repusiera de su derrota y comenzara a reorganizarse, a rehacer sus fuerzas, a ganar espacio político. Es tanto lo perdido y arruinado en esta década malaventurada que antes de empezar a construir lo mejor hay que desarticular concienzudamente lo peor. Esto al menos es lo que uno puede imaginar desde aquí, océano por medio y tras casi 11 años de exilio y lejanía.
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