Un camino malo y aburrido
En teoría, en pura teoría, una mujer puede llegar en noviembre a la vicepresidencia de los Estados Unidos. En teoría, en remota pero posible teoría, el presidente yanqui que venga detrás del próximo presidente yanqui puede ser un negro. Los supuestos teóricos deben ser siempre matizados, ya que el margen de probabilidades puede convertir algo posible en infinitamente improbable. Pero al menos una gran parte de los electores norteamericanos consideran a Jackson como la persona ideal para acceder a la presidencia, cuando llegue el momento y maduren oportunidades y conciencias, y un número sin duda alto de los votantes de aquel país acabará apoyando a Geraldine Ferraro en su sueño quizá dificil pero no imposible.En frágil y exquisita teoría también España podría contar con una mujer como vicepresidenta o un gitano -a los meros efectos estadísticos sería siempre mejor hablar de un gitano que de un negro- aburriéndose en la Moncloa. Pero aquí entre nosotros las probabilidades se agolpan escandalosamente en la balanza del desánimo. España tolera mal las excepciones y, pudiera ser que para desgracia de todos, las mujeres son todavía consideradas como material privado e inventariable y las minorías étnicas como carne de comisaría o lo más, lo más -y cuando hay suerte-, de tablao. Incluso una leve desviación del standard asimilable al estadounidense wasp (¿feo, católico y sentimental, quizá?) es tenido por grave heterodoxia política y la operación de puesta en marcha de un partido reformista se critica en los mentideros no por la viabilidad o la oportunidad de una opción de centro, sino por el hecho de que venga encabezada por un catalán. ¿No será que los españoles somos metafisicamente racistas?
En el colegio no me enseñaron grandes cosas, es verdad, pero los frailes que me tocaron en turno sí pusieron muy especial énfasis en tratar de convencerme de que los españoles no éramos racistas. Entonces no se hablaba aún de racismo pero se aludía constantemente a fray Bartolomé de las Casas, lo que no deja de ser un modo de ponerse el parche antes de recibir el golpe. Aquellas pautas pedagógicas acabaron llevando a los intelectuales de nuestro país que se las creyeron a dar conferencias en territorio yanqui explicando cómo se debe manejar adecuadamente el melting pot sin caer en la discriminación. No obstante lo hasta aquí dicho, cada vez resulta más difícil pasearse por España sin despertar resquemores racistas. Ni el machismo a ultranza, ni la vergonzosa caza y acoso del gitano pueden competir con las nuevas oportunidades que se nos brindan, ya que ahora los españoles tenemos la posibilidad de señalar con el dedo -e incluso de acusar a voces- al vecino porque, siendo catalán, o gallego, o vasco, o castellano, o lo que fuere, no está en su lugar.
El racismo siempre ha sido, o ha venido siendo, desde épocas muy remotas, una forma oportuna de controlar riquezas o administrar miserias según criterios diferenciales y siempre compensadores por aquello de las comparaciones. Cuando el racismo se apoya en la razón de Estado y cobra carta constitucional sirve para prolongar por un breve instante (en términos de tiempo histórico) o algún que otro resto de imperio amenazado de ruina. La manía de los pobres, de los negros, de los gitanos y, en general, de los diferentes, de ir sembrando el mundó de chiquillos, convierte el problema, al fin y a la postre, en un ejercicio de genética de poblaciones. Pero el racismo sutil y sofisticado que se enmascara tras graves declaraciones de igualdad y fraternidad no puede beneficiarse de tales correctivos demográficos. Los hijos de los charnegos no nutren las filas de la resistencia inmigrante, sino que, animados por la más firme fe del converso, engrosan las más recias escuadras de los nuevos inquisidores, con lo que la posibilidad del odio por señalamiento va ganando un terreno que hasta hace no muchos años hubiera resultado insospechado. En tiempos idos uno podía despreciar al vecino por catalán o gallego, y pare usted de contar. ¿Quién podía soñar entonces con sutilezas como la del desprecio al manchego, al montañés o al riojano? Estamos en un camino malo y aburrido y, tal como lo pienso, lo advierto.
Supongo que tantas nuevas oportunidades llevarán sin duda alguna a grandes mejoras y muy logradas perfecciones en la técnica del racismo. Los concursos públicos para ocupar cualquier plaza en la administración local han lanzado la primera piedra, pero las posibilidades que pueden presentársenos son abrumadoras por lo descomunales que pueden llegar a ser. Y piénsese en que las sentencias judiciales intentando devolver las aguas a sus cauces no arreglarán demasiado las cosas, porque es un impulso vital colectivo el que anima al racismo generalizado que padecemos y que, si Dios no le pone remedio, seguiremos padeciendo durante una temporada aún larga. Nadie debe esconder la cabeza debajo del ala para negarse a la evidencia de que debajo de los nacionalismos subyace una mayor o menor dosis de racismo, por lo común negada con vehemencia pero no por eso no menos cierta y verdadera.
El tener un presidente con acento andaluz puede parecer una prueba empírica de lo erróneo de estas tesis, pero me temo que sería una equivocación el tratar de ver así las cosas. Los andaluces todavía no son peligrosos. Los Estados Unidos tuvieron también un presidente católico, esto es, no wasp, y aunque la historia acabó como el rosario de la aurora, es lo cierto que no fue por ese motivo. Pero todo puede andarse y quizá entonces nos encontremos con la dificultad de tener que ir rastreando candidatos lo suficientemente neutros y asépticos como para contentar a la mayoría. No creo que se trate de ningún disparate sin sentido. Todavía hay quien recuerda que, en un cierto tiempo tampoco tan alejado del nuestro, hasta hubo que importar un rey italiano que tuvo peor fortuna que voluntad. Pienso que quizá sea oportuno probar a curarse en salud, ahoráque todavía estamos a tiempo, sin olvidar el verso de la Eneida, que advierte: Fugit irreparabile tempus, el tiempo huye para no volver.
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