Fusión Oriente-Occidente en la Olimpiada de las Artes en Los Angeles
La Olimpiada de las Artes celebrada en Los Angeles a lo largo de los dos últimos meses, parece haber confirmado, en lo cultural, las teorías políticas que preconizan el progresivo desplazamiento de la encrucijada hegemónica del planeta desde el océano Atlántico hacia el Pacífico. El Theatre du Soleil parisiense, indiscutible triunfador de las primeras semanas, marcó ya la pauta con su brillante y efectiva utilización de técnicas escénicas orientales, como el kabuki y el noh japonés o el katakali hindú, para revitalizar a Shakespeare.
Esta mezcla entre elementos de dos culturas tan antagónicas, como la occidental y la de Extremo Oriente, se siguió produciendo a lo largo del festival, prácticamente en todas las variantes posibles. En uno de los extremos se sitúa la aportación de la República Popular China, que con motivo de la Olimpiada salía definitivamente de su aislamiento.El grupo acrobático Chengdu, parte del Teatro Nacional Chino, ofreció en UCLA (la universidad de Los Ángeles) una de las maravillas del festival, la actuación de un grupo de acróbatas circenses cuyas piruetas y ejercicios superaban todo lo visto, pero con una dimensión estética de la que emanaba una sensación de total ligereza, de falta de esfuerzo, de perfección absoluta: siete mujeres haciendo la vertical en lo alto de una torre de ocho sillas. Tres malabaristas lanzándose enormes jarras de porcelana, de esas que siempre se rompen, y alcanzándolas en el aire con el cogote, o una mujer montada en un monociclo sobre la cuerda floja mientras mantenía incólume un vaso lleno de agua sobre su cabeza, se paraba y lanzaba un ramo de flores para que cayera exactamente dentro del vaso.
Amor del siglo VIII
Mucho más austera, pero no menos interesante, fue la actuación de la Orquesta de Cámara Nacional China, un grupo que se ha especializado en rescatar la herencia musical de este milenario país, y al que el descubrimiento hace seis años de una tumba de siglo V antes de Cristo en la provincia de Hubei, proveyó de un material inaudito: 124 instrumentos en perfecto estado de conservación y unas tablas de piedra sobre las que estaba grabado un tratado musical de 2.800 palabras. Sobre esta base ofreció un recital que recogía canciones de la historia china de los últimos 2.500 años, casi todas ellas en los instrumentos originales, algunas de forma más primitiva, pero otras de contenido sorprendentemente moderno, como el tema Jazmín, una canción de amor joven del siglo VIII que fue utilizada por Puccini en Turandot.
Precisamente, esta fusión de culturas de la que hablábamos al principio tuvo su exponente más polémico en el nuevo montaje de la mencionada ópera de Puccini, por el Covent Garden londinense, con Plácido Domingo en el papel del príncipe Calaf. Su producción, encargada a última hora al director rumano Andrei Serban, discípulo aventajado de Peter Brook, consiguió darle un giro total a Turandot. La última obra de Puccini, que ni siquiera consiguió finalizar él mismo sino su discípulo Alfano, ha sido junto a Aida una de las óperas cuya puesta en escena más ha caído en los tópicos que podríamos llamar hollywoodenses. Las enormes escalinatas sobre las que desciende la princesa helada en el mítico Pekín de un tiempo remoto, arrastrando un vestido de cola que no acaba nunca de salir entera al escenario, mientras en un altísimo y distante trono el emperador contempla el destino de su única hija, eran el perfecto guión para una película de Cecil B. de Mille. Quizá por esto, y también por la audiencia de Los Ángeles, que cuenta con una buena orquesta filarmónica, pero carece de tradición operística, creyó que la compañía británica iba a desplegar ante sus ojos una monumental superproducción escénica.
Lo menos que se podía esperar es que Serban le diera la vuelta al tinglado, creando un escenario como el del Old globe shakespeariano o como el corral de la comedia, y añadiéndole unos toques brechianos en forma de coros. Para justificarlo exageró más la nota fantástica del libreto y suprimió toda relación con la realidad, transformándola en una fábula mitológica a base del expresionismo del kabuki japonés. ¿Una ópera al estilo kabuki? Precisamente porque ésta era la única manera de trascender el acartonamiento escénico al que había quedado reducida la ópera en sí misma.
El actor de Plácido Domingo
Serban, y algunos pocos más, concretamente el Metropolitan de Nueva York, están empeñados en convertir la ópera en el espectáculo total, ya no es sólo el bel canto lo que interesa, ni se trata de ir a escuchar los gorgoritos de la diva de turno: el único camino está en potenciar el espectáculo operístico en su totalidad, y en este aspecto la utilización del amplio abanico de técnicas teatrales que han sido exploradas por grupos de vanguardia, ofrece soluciones para casi todo el repertorio operístico. Es en este aspecto en el que Plácido Domingo se convierte en el tenor número uno del momento, ya que a su extraordinaria voz y a su técnica impecable, añade sus excelentes cualidades de actor. Es la suya una presencia escénica que impone, que transmite eso que poseen los grandes actores: la credibilidad del personaje.
El Turandot del Covent Garden dio pie a reacciones de todo tipo. La crítica más conservadora echó de menos las escalinatas y el boato monumentalista; para justificar su postura descontenta, algunos incluso achacaron a Domingo que su tesitura vocal no servía para el elevado tono de la ópera de Puccini. El tenor español, a quien en Los Ángeles tratan como a una auténtica estrella, se mostraba satisfechísimo del experimento, convencido de que éste es el camino a seguir. A nivel de público, las cinco representaciones de Turandot fueron un éxito increíble. Se llegaron a pagar más de 500 dólares por las entradas de los últimos días.
El Covent Garden presentó también el Peter Grimes, de Britten, una de las piezas obligadas de su repertorio, y una versión tradicional de La flauta mágica, de Mozart.
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