La conciencia del culpable
1943 era uno de los largos años del teatro crudo y zafio de la posguerra interminable. Había una pequeña isla, no siempre frecuentada por el público, que era el teatro María Guerrero, de Luis Escobar; y en aquel año se vio La herida del tiempo (Time and the Conways), de J. B. Priestley: fue un descubrimiento. Más tarde vendrían Curva peligrosa, Llama un inspector; después, Música en la noche. Priestley tenía una vida ya considerable por entonces (nació en 1894) y unas 20 comedias estrenadas. Y novelas (la primera, The good companions), y libros de ensayos, y artículos periodísticos (hay que añadir en este último balance: un libreto de ópera, charlas por radio, un par de guiones de televisión, una obra para marionetas y una obrita especial para compañías de aficionados: lo bordó todo). Más una actividad política de teórico: el socialismo fabiano -el mismo de George Bernard Shaw, pero sin acidez: matizado por una especie de nostalgia de la conciencia y la ética perdidas-, que fue siempre su base intelectual. Estaría, sobre todo, reflejada en Llama un inspector, donde la sensación de culpabilidad, enroscada en su problema personal con el tiempo abarcaba a toda una sociedad y no terminaba nunca de reclamar sus derechos.
El tiempo: era una época de divulgación de Einstein en la que se presentía una especie de elasticidad en esa materia confusa, una cierta, capacidad para ir hacie adelante y hacia atrás, una posibilidad de atravesar las épocas y los espacios: ilusiones... Priestlye había leído el ensayo de Dunne Un experimento sobre el tiempo, y había absorbido una teoría que fue la que llevó al escenario y a la literatura incesantemente: "la curiosa sensación -escribía Dunne- que casi todo el mundo ha sentido alguna vez; esa repentina, flotante, perturbadora. sensación deque algo que está sucediendo en ese momento sucedió antes". Es la clave de La herida del tiempo se ha simplificado el procedimiento diciendo que se presentaba el tercer acto antes que el segundo, de forma que todas las ilusiones, las esperanzas, de futuro, vengan después de los fracasos y los derrumbamientos y creen en el espectador esa terrible sensación de que él es el profeta cierto, el que sabe lo que va a pasar y no puede evitarlo; el que ve nacer el error cuyas consecuencias ya conoce.
Es algo más que una mecánica dramática: es el hallazgo para expresar ideas propias del ensayo en el teatro. Más claramente visibles, quizá, en otra de sus obras, Estuve, aquí antes (I had been here before, del mismo año de La herida del tiempo: 1937).
Que todo ello esté mezclado con el realismo, con la crítica política, con la historia del Reino Unido y la del mundo, con la filosofía, puede sorprender a quien no esté familiarizado con la antigua figura del autor dramático, o dramaturgo (palabra que hoy tiende a señalar otro oficio), que tendía a abrazar toda su época y a reflejarla en la síntesis de una obra de teatro. Se puede ver en él al costumbrista, al predicador; se puede encontrar en su teatro -como en sus novelas- la alegoría, el símbolo, la psicología, la intriga policiaca, la fuerza de la narración: al autor de teatro.
En esa especial capacidad de síntesis de Priestley trató de definir con una palabra, que ha pasado a los diccionarios ingleses, todo el sistema de nuestra época. La palabra es admass, y está compuesta de ad -advertising: anuncio, publicidad- y mass -masa-
La acuñó y la lanzó en 1955, y significaba la creación de un mundo ilusorio por el escritor especializado en publicidad, difundido o promovido por los mass media: todo ello forma, decía él, un sistema completo cultural, social, económico y político, bajo el cual se ahoga "la creatividad y la individualidad, y distorsiona los sentimientos humanos, las necesidades y las emociones".
Puede que el pesimismo de 1955 esté hoy matizado por una especie de segregación de defensas, y que el daño absoluto de la sociedad de consumo que se veía entonces no haya prevalecido con la gravedad que se le suponía. Pero la admass se llevó, por delante la forma universal y globalizadora del escritor que representaba Priestley.
El tiempo ha depurado a J. B. Priestley. De su infinidad de obras de paciente e incansable longevo parecen quedar, sobre todo, The linden tree (el tilo, pero también un juego de palabras con el nombre de su principal papel); Llama un inspector (con su mensaje de solidaridad: "No vivimos solos, somos miembros de un cuerpo único: somos responsables de cada uno de los otros"); alguna novela, como Es un viejo país (el viejo país, naturalmente, el Reino Unido: la vieja tradición frente a los jóvenes rebeldes), y, sobre todo, un espíritu flotante de tóda su copiosa obra completa: honestidad, claridad de conciencia, paz, entendimiento global.
Quizá esa sencillez de hombre bueno le clasifique entre los autores menores de una época muy abundante en grandes talentos.
Para los españoles el amor a Priestley es, sobre todo, el que se le tiene a La herida del tiempo, que hoy mismo va representando por todo el país una compañía de teatro, en la misma versión de Luis Escobar de hace 40 años: porque entonces nos hizo entrever que no todo estaba perdido. Y no lo estaba.
Babelia
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