Los socialistas frente a la empresa pública
LA PASADA semana se ha cumplido un año de la célebre regañina del ministro de Industria y Energía, Carlos Solchaga, a los presidentes de las empresas públicas, cuando les emplazó a realizar una buena gestión o cesar en su cargo. El aniversario ha coincidido con la presentación de los resultados correspondientes a 1983 del grupo de empresas públicas integradas en el Instituto Nacional de Industria (INI) y con el conocimiento público de varias auditorías (Renfe, Seat, Iberia) que sacan a la luz novedades difícilmente digeribles en relación con una gestión ortodoxa.El discurso de Solchaga puede ser criticado en su aniversario por su evidente inutilidad. La gestión de una empresa pública depende más del Gobierno que la supervisa y de su habilidad para seleccionar a sus colaboradores que de la lectura del catón a sus presuntos alumnos por parte del ministro de turno. Pero lo más curioso de aquel compromiso gubernamental en defensa de la buena gestión es el incumplimiento de la promesa. En los 12 meses transcurridos, Solchaga, responsable último de un buena, parte de las empresas públicas, no ha destituido más que a dos presidentes significativos (el de Seat y el de Ensidesa / Altos Hornos del Mediterráneo, y por diferentes motivos), pese a que existen fundadas razones para pensar que hay empresas públicas que carecen, por encima de todo, de directivos eficaces y con imaginacion.
Pero los problemas, si son de personas, son sobre todo de estructuras. Los empresarios públicos, deficientemente pagados en la mayor parte de los casos como consecuencia de una normativa ingenua de este Gobierno, que piensa que nadie en el sector público tiene derecho a cobrar más que su presidente, no gozan en ningún cliso de las ventajas económicas y personales de que disponen sus colegas en el sector privado, y mucho menos disfrutan del marco jurídico que una sociedad anónima precisa. para su normal funcionamiento. Sus actuaciones, sujetas a una normativa legal que data de los años cuarenta, son además analizadas en el corto plazo que dura su mandato, durante el cual o no tienen tiempo para enterarse y adoptar decisionús significativas para la marcha de la sociedad o sólo persiguen dejar las cosas como están para que nadie recuerde amargamente su paso por la empresa.
La necesidad de un nuevo estatuto para la empresa pública está recogida en el programa socialista, que incluye como paso previo, una nueva ley para el INI que garantice un tiempo mínimo de gestión y la independencia necesaria para desarrollarla a su presidente y altos cargos. El proyecto del nuevo estatuto del INI, redactado poco después del nombramiento del actual presidente del instituto, a semejanza del ya existente para el Banco de España o el Instituto Nacional de Hidrocarburos (INH), duerme en un cajón ministerial. El Gobierno teme que la entrada de un proyecto de este tipo en el Congreso le fuerte a hacer concesiones a las centrales sindicales y a las autonomías en la dirección y control de la empresa pública.
La ausencia de una normativa contable uniforme en España, equiparable a la existente en los países comunitarios o Estados Unidos, permite que un gestor sin continuidad esconda en un balance no auditado externamente sus propios fallos o la inoperancia de una Administración a la hora de controlarlo. Basta recordar el Caso de la compañía Seat, donde la anterior presidencia dejó la sociedad prácticamente en quiebra técnica por no convenirle aflorar en su día pérdidas reales del orden de los 100.000 millones de pesetas, casi tres veces el capital social de la compañía.
Casos así se han repetido en otras empresas públicas. De los 195.000 millones de pesetas que el INI ha certificado como pérdidas del grupo en 1983, 34.000 millones corresponden a resultados extraordinarios of-es decir, pérdidas no atribuibles a la explotación en el ejercicio-, y que proceden de nuevas valoraciones de obra en curso que figuraba a precios erróneos en el activo. La mayor parte de estas pérdidas extraordinarias, que seguirán aflorando en años próximos, corresponde al sector naval y de bienes de equipo, pero también existen criterios contables discutibles en el balance de Iberia.
En esta compañía parecen personificarse todos los vicios que aquejan a la empresa pública. Cuerpos elitistas, conciencia y voluntad de funcionarios, mala gestión y desprecio al usuario confluyen con la incapacidad para autocorregirse, de un ministro que fue a seleccionar per sonalmente al nuevo presidente entre los altos responsables del INI que heredó del Gobierno de UCD. La capa cidad de éste para sacar adelante la sociedad ha sido puesta en duda unánimemente por todos los- altos car gos que componen el Consejo de Administración del INI, incluido el propio subsecretario de Industria.
Como consecuencia de la mala gestión acumulada, un problema central de la empresa pública es, en estos momentos, el financiero. La ocultación permanente de pérdidas para salvar la imagen del presidente y Gobiernos de turno ha provocado unas cargas financieras que sólo el pasado año supusieron un desembolso, en el grupo INI, de más de 240.000 millones de pesetas. Con una relación patrimonial desequilibrada, que raya en la quiebra técnica, y una relación insostenible entre recursos propios y ajenos, las empresas públicas sólo son viables porque cuentan con el apoyo último del Estado, y, así, son hoy las -primeras y más -privilegiadas prestatarias de este país. De esta forma, no sólo contribuyen a los buenos resultados de la banca, sino que además compiten por el escaso dinero disponible en el mercado con la empresa privada-, sólo que con la ventaja de tener el aval del Estado. Las quejas del Gobierno sobre la falta de inversión privada, deben tener en cuenta estas consideraciones.
Llama la atención, en definitiva, que, dentro de una política global caracterizada por la disciplina y el ajuste, se haya hecho tan poco, en año y medio de gestión socialista, para alcanzar unas metas mínimas en la esfera de la empresa pública. Y más si se tiene en cuenta que un Gobierno de izquierdas debería ser el primer interesado en defender y demostrar la viabilidad y competencia de la iniciativa pública en perfecta concurrencia con la privada.
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