Una pregunta elemental
Un periodista americano ha venido a mi despacho a preguntarme: "¿Hacia dónde va España?" Ésta es una pregunta elemental, fácil de hacer en cualquier caso, pero no siempre fácil de responder. No es una pregunta existencial al estilo de lo del voluntarioso quehacer en común (para no hablar de la unidad de destino y otras cuestiones), sino que tiene perfiles irritantemente concretos: ¿hemos abandonado la carrera por acercarnos a las potencias industriales y posindustriales?; ¿no hay una tensión tercermundista -en el peor de los sentidos- en nuestras formas de vida?; en una palabra, ¿hemos perdido la batalla de la modernización de nuestro país?¿Y qué es modernización? Hace dos años, un libro de John Naisbitt sacudió la conciencia de los norteamericanos: Megatrends. En la línea del Shock del futuro y de la Tercera ola, de Töffler Naisbitt insistía en el cambio cualitativo que cuestiones como la microelectrónica o la biotecnología están suponiendo para la civilización. En la base de su tesis se encontraba la propuesta de una estructura social diferente y nueva, menos jerarquizada, más participativa, menos centralizada, más horizontal en sus relaciones. Problemas corno la creación de empleo o los movimientos migratorios no podrán ser comprendidos en adelante sin una referencia al cambio tecnológico. Y la respuesta de países como Japón o Singapur, enganchados en el carro de éste, frente al anquilosamiento de las viejas estructuras industriales europeas, es todo un símbolo. Modernización es, al margen de discusiones culturales y controversias ideológicas, innovación, preocupación por el futuro, previsión de éste.
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No son palabras solas. La victoria socialista de hace año y medio en las urnas proporcionaba a nuestro país una ocasión histórica todavía no perdida: la del planeamiento a largo término de las nuevas y grandes tendencias colectivas de. los españoles. Garantizada la estabilidad política del régimen, ahuyentados los fantasmas del golpismo, depositado el poder en una generación sobre la que el peso de la guerra civil era ya solamente el de la memoria histórica, España, como colectividad de ciudadanos y no como demagogia conceptual, tenía y tiene la oportunidad de plantearse algunas preguntas sobre, su futuro, que definan cómo ha de ser la vida aquí en las próximas dos décadas. Es, desde luego, una obligación del Gobierno hacerlo, pero no sólo del Gobierno. Es, en cualquier caso, una cuestión sobre la que quizá haya habido valiosas investigaciones personales -sin duda las hay-, pero ningún esfuerzo solidario en la respuesta. Es finalmente algo en lo que difícilmente podemos desenvolvernos aislados, de espaldas o al margen del resto de los países europeos.
La pregunta del periodista americano discurría por las opciones de dos grandes capítulos del inmediato futuro: el de la economía, con su corolario del empleo, y el de la política exterior, seguridad y defensa, con referencia explícita al problema de la OTAN y al debate nuclear. La sorpresa probable que quienes mediten sobre todo ello pueden llevarse es la poca discusión pública que está teniendo lugar sobre los temas de fondo que sugiere. No he visto, por ejemplo, que en las conversaciones sobre el pacto social para la creación de empleo la cuestión de la tecnología ocupe lugar preferente por parte de ninguno de los concurrentes a la mesa, y pienso que éste es uno de los síntomas de la desorientación en la que se mueven los líderes sociales: el problema no es sólo crear puestos de trabajo, sino definir qué tipos de trabajos van a ser posibles y deseables de ser creados en lo inmediato. En un momento en el que el paro afecta fundamentalmente a los sectores juveniles de la población, el esfuerzo ha de incidir de manera prioritaria en la preparación de esos jóvenes para la ocupación de los nuevos empleos. Esto no trata de ser una disquisición brillante a costa de los dramas familiares y de la angustia que el paro genera en millones de personas de este país. Todo lo contrario. Pero la huida de este debate ya generó en su día el derroche de los fondos de empleo comunitario y el espectáculo -degradante para todos- de ver cómo el arreglo de las cunetas de nuestras malas carreteras era un expediente fácil con el que Gobierno y sindicatos de hace un lustro se engañaban malamente en lo que pomposamente se llamaba lucha contra el paro. La destrucción del empleo, progresiva e indetenible hasta ahora en nuesro país, es, entre otras cosas, la consecuencia de la falta de meditación sobre el tipo de desarrollo que necesitamos. También del permanente triunfo de los monetaristas, convencidos de que ellos y sólo ellos tienen la respuesta a las cuestiones de la economía política. Para su desgracia, las hemerotecas guardan docenas de declaraciones que prometían más puestos de trabajo en cuanto la inflación fuera controlada -España se acercaba al 30% en aquellos días-. Próximos a la inflación de un solo guarismo, el paro ha seguido aumentando. Y sólo algo ayuda dramáticamente a controlarlo: la economía sumergida, de la que el Gobierno piensa que da trabajo al menos a un millón de españoles.
Naturalmente que hay que estar a favor de la mesa de negociación sobre el empleo y de tantas otras medidas y pactos coyunturales como estamos necesitando. Yo no estoy discutiendo eso. Simplemente me gustaría indicar que la suma de decisiones perentorias, unilaterales o consensuadas, no ha de dar por resultado el diseño de horizontes que este país necesita en sus relaciones laborales, en su convivencia y en su entramado internacional de aquí al año 2000. Y que es obligación de los líderes sociales intentar hacer algo así. Difícilmente ese horizonte va a emerger eri solitario aquí cuando toda Europa se debate en crisis parecidas, pero no conviene desestimar los signos de que en el momento de integrarnos en la CEE parecen acentuarse paradójicamente algunas tensiones diferenciales de España con la Comunidad. Las más acusadas, me temo, son las que afectan al concepto mismo de desarrollo, al papel a jugar por los españoles en Europa, a nuestra disposición mental frente a fa revolución tecnológica o los fenómenos nuevos de convivencia que burlan o sobrepasan los módulos establecidos.
Lo mismo que las cuestiones de la economía sumergida, la evolución demográfica o el desafío tecnológico parecen cosas extrañas a un debate que debería plantearse en términos casi rousseaunianos, la necesidad de un nuevo contrato social, la cuestión nuclear no existe en las ambiguas meditaciones públicas que el Gobierno se hace en torno a la permanencia o no en la Alianza Atlántica. Sin embargo, uno de los problemas fundamentales que la propia Alianza tiene planteados es su doctrina de respuesta nuclear a un ataque convencional del Pacto de Varsovia. Sobre esta doctrina descansa a la postre la ausencia del Comité Militar del Gobierno francés, que sostiene a cambio una onerosa force de frappe atómica. Y eso explica que la de snucleariz ación de países miembros de la OTAN como Noruega o Dinamarca sólo sea efectiva mientras no haya guerra. El debate sobre la disuasión nuclear ayuda a comprender. por qué los europeos se resisten a la retirada de su suelo de tropas norteamericanas mientras crecen las'tendencias en Estados Unidos -y el doctor Kissinger lo ha hecho bien visible- de quienes desean retirar esas tropas y mantener sólo el llamado paraguas nuclear como cobertura de la defensa del continente frente a una eventual agresión del Este. La evasión del debate nuclear permite transcurrir, en España menos incómodamente sobre el tema de la OTAN. Naturalmente, sólo hasta que el mando aliado decida que es del interés común la utilización del territorio hispánico para el almacenamiento o instalación de cohetes de este género. ¿Cuánto tardará en suceder eso -Gibraltar ya es una base de utilización atómica siquiera temporal- y cómo está siendo ilustrada la opinión pública por las fuerzas políticas -del Gobierno y de la oposición- sobre el tema? ¿Cómo, finalmente, ha de influir todo ello en los proyectos de modernización y desarrollo en España?
Éstas son, desde luego, cuestiones complejas para las que, sin embargo, la gente tiene derecho a hacer formulaciones simples y a exigir respuestas claras. ¿Es la nucleariz ación, por ejemplo, el precio de la modernización? ¿Es un cierto tercermundismo cultural. y económico el que habría que pagar por una respuesta moral colectiva frente al aumento de la amenaza nuclear? ¿Los ejemplos de Austria, Suecia, Suiza son aplicables a nuestro caso, sin un liderazgo intelectual y moral, político, en suma, que definiera claramente las posibilidades de un eventual neutralismo español? ¿O es mejor olvidarse de todo esto y no discutirlo paraque sea el tiempo y el cansancio de las gentes el que dé las contestaciones adecuadas?
Existe una intuición general respecto a que es responsabilidad del socialismo en el poder diseñar respuestas fiables a estos interrogantes, que no sólo se plantean en España, pero sobre las que es pobre consuelo reconocer su escala casi universal. Un problema añadido es que la propia capacidad de los Gobiernos está en crisis en unas s ociedades dinamizadas, feliz e inevitablemente, al margen de las estructuras jerárquicas del Estado. La propia noción de éste ha sido puesta a revisión y los esquemas tradicionales de la política se muestran insuficientes. Es un problema de concepción de la convivencia social lo que este país tiene planteado, de modernización mental antes que nada. Y cuando en el agosto que se avecina las meditaciones del poder van a discurrir sobre cambios gubernamentales y pactos determinados, bien merece la pena un recordatorio así.
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