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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Urbanismo y posmodernidad

A pesar de todas las reticencias manifestadas a lo largo del debate, parece que sigue extendiéndose la conciencia de posmodernidad como situación posterior a aquella en la que nos habíamos acostumbrado a ver insertas todas las manifestaciones de la cultura, apoyadas en la exaltación de la racionalidad. La pérdida de confianza en la capacidad de la razón como guía única caracteriza ahora a las manifestaciones del pensamiento de muchas vanguardias culturales. Por eso ha dicho recientemente, en estas mismas páginas, Ignacio Sotelo: "Llamamos posmodernidad, a falta de un término más preciso, justamente a este doloroso desprendimiento del optimismo racionalista". Y también: "La modernidad creyó en la razón. La posmodernidad ha perdido esta creencia". (Véase EL PAIS del 1 de abril de 1984).Pues bien, si entendemos la ciudad como una realidad cultural y el urbanismo como un conjunto de conocimientos- para actuar sobre ella, parece lógico examinar con interés la forma en que esa situación de posmodernidad está reflejándose en la manera de entender y de estudiar la realidad urbana, tanto como en las formas de plantear el tratamiento de la misma. Pero al hacerlo nos encontramos con que a la luz de esa nueva situación general es como puede explicarse más satisfactoriamente lo que está ocurriendo en el terreno particular de la cultura urbanística: la quiebra de las explicaciones racionales y globales del fenómeno urbano y la crisis del planeamiento como metodología también racional y global, apoyada en aquéllas, para la intervención sobre él.

Los griegos, en busca de esa racionalidad, habían imaginado que la naturaleza y la obra humana eran reflejos de primero y segundo grado, respectivamente, de un orden superior y perfecto que se manifestaba en una geometría cosmológica, por medio de la cual la divina inteligencia había regulado todo. Así, la tarea del hombre al actuar sobre la realidad era conseguir que sus obras se inscribiesen óptimamente en la armonía universal. De ahí dedujeron la idea de unas formas perfectas y armoniosas .de organización física y social, llegando así a construir Platón la primera teoría urbanística conocida en el libro de las leyes.

La creencia en ese orden superior, y en la conveniencia de que la acción humana fuese congruente con él como expresión de racionalidad, ha permanecido a lo largo del tiempo bajo formas diversas. En la época moderna será la fe en la ciencia la que proveerá una forma nueva a esa creencia. De acuerdo con la epistemología positivista, será el método científico el que puede proporcionar el único conocimiento válido para, explicar la realidad a través del descubrimiento inductivo de las leyes por las que se rige. Conocida y explicada, la realidad podía ser controlada e intervenida óptimamente por el hombre.

Así, el urbanismo moderno, el que nace para dar respuesta a los problemas de la ciudad derivados de la revolución industrial, se irá definiendo como una disciplina en busca de su identidad a través de un sustento científico que creerá encontrar en las aportaciones de las ciencias sociales al conocimiento de la realidad urbana. A partir de esas ciencias se impone una visión del fenómeno urbano como manifestación espacial de un organismo viviente en evolución o como sistema estructuralmente configurado por relaciones funcionales, cuyas leyes naturales pueden descubrirse y utilizarse. La reducción de la historia urbana a desarrollo biológico, de la mano de Patrick Geddes y del impacto del darwinismo, cederá el paso más tarde a construcciones más refinadas, funcionalistas, estructuralistas y sistémicas, que permitirían encontrar el orden natural de la sociedad y de su organización en el espacio para adecuar a él la acción humana sin quebrantarlo. Así se fue formalizando un conjunto de procedimientos de base cuantitativa en clara traslación del método científico de las ciencias naturales, que dio lugar a la ilvisionada creencia en la posibilidad de una enunciación de rotundas formulaciones teóricas basadas en la identificación de regularidades estructurales universales, empíricamente comprobables en la realidad urbana, para deducir un método riguroso de planteamiento científico, apoyado instrumentalmente en el uso de modelos matemáticos.

Desconfianza y desilusión

Tal creencia alcanza su cenit en la década de los sesenta, pero casi al mismo tiempo empiezan las primeras manifestaciones de desconfianza, desilusión y cambio de actitudes.

Por una parte, la agudización de los problemas urbanos y la aparición de movimientos sociales, reivindicativos de mejoras concretas e inmediatas, empujan hacia actitudes más realistas, éticamente fundamentadas, de carácter fáctico. La elegancia metodológica y el refinamiento tecnológico se revelan incapaces de aportar respuestas tangibles. Se abre paso una visión del urbanismo como disciplina comprometida en la acción. El planeamiento se orienta hacia el asesoramiento en la negociación política para la resolución de temas conflictivos, urgentes, o bien inicia el movimiento de revalorización del diseño arquitectónico, reivindicando los aspectos formales del espacio urbano, ciertamente descuidados por el cientifismo. En ambos casos se produce una renuncia a la comprensión y al tratamiento global del fenómeno urbano total.

Por otra parte, la conciencia del agotamiento de la vía cientifista en planeamiento urbano, y la esterilidad de los costosos y sofisticados montajes tecnológicos de que iba acompañada, con inevitables connotaciones tecnocráticas, sintoniza con la tendencia autocrítica revisionista que inician las diversas ciencias sociales. También con el revisionismo historicista acerca de la naturaleza y objetividad de la verdad científica en general, cuyo más conocido exponente, estaría, como es sabido, en la obra de Kuhn. En definitiva, las tendencias apuntadas en el campo disciplinar urbanístico pueden considerarse más o menos conscientemente insertas en una emergente nueva actitud epistemológica, que, un poco polémicamente, podría llamarse poscientífica. Al volver a insistir en la vieja diferenciación entre naturaleza y cultura, esta nueva actitud resalta que los hechos del mundo cultural no pueden ser entendidos ni tratados como si ocurriesen en cuerpos físicos sujetos a leyes naturales (ni siquiera entendidas como las fuerzas históricas de ese historicismo trasnochado que tan fácil le resulta refutar a Popper), que conducen a un determinismo incompatible con una visión del hombre como algo más que un dato estadístico pasivo o un dócil seguidor de reglas.

En esta situación, todo conduce a entender la ciudad como un producto cultural histórico y no como un ser o un objeto natural en evolución. Parafraseando a Ortega, bien podría decirse que lo fundamental en la ciudad no es su naturaleza, sino su historia. No es algo causalmente predeterminado por leyes inexorables, como un mineral en proceso de cristalización o como un vegetal contenido en su semilla. Su proceso de formación es fundamentalmente aleatorio y contingente.

Si se entiende así, se ve que para el urbanismo la novedad de la situación, tras décadas de esperanzas cientifistas, es que debe aceptarse esa contingencia y que, en ese nuevo contexto, los modos de intervención deben ser diferentes. Deben parecerse más a aquellos que parten de una situación de reconocida indeterminación. La intervención ya no estará dictada por el análisis científico previo, que sólo puede ayudar a acotar parcialmente el margen de la 'indeterminación en cada caso concreto.

En esta nueva situación, ¿queda sitio para el planeamiento urbano o debe disolverse entre la acción política y el diseño de fundamento estético? A mi modo de ver, cancelar la etapa del planeamiento científico no implica la liquidación de todo planeamiento., El plan, como enfoque global de la intervención sobre la ciudad en esta situación de posmodernidad, tiene, una importante misión que cumplir, entendido como libre expresión de intenciones colectivas globales, como manifestación voluntaria y circunstancial de una visión del futuro deseado y como producto cultural reflejo del momento histórico en que se produce. Y esa misión no pueden desarrollarla ni la resolución política de conflictos puntuales ni la configuración fragmentaria del espacio urbano a través del diseño.

Fernando de Terán es arquitecto, catedrático de Urbanismo de la Universidad Politécnica de Madrid y autor de varios libros; entre ellos, Planea miento urbano en la España contemporánea.

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