La gente de Smiley o el triunfo de los impasibles
Quiere la más rancia tradición que, a la hora de asociarle al jazz un soporte literario, todos vuelvan sus ojos hacia la novela negra. Parece ser que no es cuestión de concomitancias de color, sino más bien de tensión rítmica, de tempo narrativo y sonoro ajustados. Sin embargo, ante el aspecto, la compostura y el trabajo que ofrecieron los siete jazzmen convocados en Anoeta el sábado cualquiera hubiese apostado por una trama de espionaje; jamás policiaca.
Si se deja de lado a Ron Carter -el bajista que según Tete Montoliu es imposible que duerma nunca, vista la amplitud y variedad de su actividad musical-, los demás hombres que pisaron el escenario donostiarra no era fácil que circularan por decorados chicaguenses o de bajos fondos. En realidad, uno más bien les hubiese adscrito al famoso Circus londinense, se les presentía como gente de Smiley. Desde este ángulo, sí que parecían encajar perfectamente la mayor parte de las piezas del rompecabezas, desde el apunte sobre el team central de la televisiva Misión imposible a la mosca del pianista Oal Galper o los mostachos de Woods y su espléndido bajista Steve Gilmore; desde la oxoniana elegancia de mister Jim Hall al neogótico aspecto de un sabio e inquietante trompeta, Tom Harrell.
Jim Hall y Ron Carter; Phil Woods Quintet
XIX Festival de Jazz de San Sebastián. Velódromo de Anoeta. San Sebastián, 21 de julio.
Punto y aparte merece la doliente compostura de Tom Harrell. ¿Era un zombi que sólo regresaba a nuestro maltrecho mundo en el momento de hinchar sus mofletes y atacar bakerianamente su instrumento? ¿De qué estaba colgadísimo?, ¿de sí mismo, de los demás, de su música, de la de los otros, o de vaya usted a saber que extraña rama? ¿Era causa de su trágico aspecto alguna rara dolencia espiritual o física? Tom Harrell se limitó a demostrarnos una y otra vez, con divina machaconería, que es un trompeta superlativo. Todo lo demás, quedó en el más estricto secreto, como cabía esperar de un buen agente de Smiley.
Viejos trucos
Para tejer su densa tela de araña, tanto Hall y Carter como el quintento de Phil Woods recurrieron a viejos trucos; y bien sabido es que resultan ser los más eficaces. Echaron mano de la Canción india o del Polvo de estrellas, de la Repetición o de la Pobre mariposa nocturna, de los informes a Ellington y Hefti, y -¡cómo no!- de las tretas, manejos y lucubraciones de los propios Hall, Carter o Woods. También fue plenamente clásico el método de aproximación al objetivo. Tanto el dúo contrabajo-guitarra como el quinteto se trabajaron al público con lentitud, con buenos inodales, sin forzarlo en ningún momento, con más deseos de convencer que de vencer.Era imposible resistirse a penetrar en la madeja que iban enrollando. Tocados por la inspiración, esa que para Baudelaire siempre debe encontrarte trabajando cuando se digna visitarte, tocaron inspirados. Dejaron de lado cualquier problema que pudiera presentarse -siguió habiéndolos de sonorización y entorno físico- se metieron en lo suyo, y sin darle más importancia, ofrecieron un par de soberbios conciertos.
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