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La intimidad, intimidada

Tenemos que aprender a vivir con la cibernética, matrimonio difícil que, tal como va la historia, no admite el divorcio. Las palabras del ministro Javier Moscoso, en la conferencia sobre problemas de la legislación en materia de protección de datos, me enervan cuando dicen lo de "regular el uso de la informática en el cuadro de la defensa de los derechos y libertades", pero no me tranquilizan nada cuando opina que "la intimidad es un concepto individualista, elitista y anticuado". Estoy de acuerdo con el señor Calleja, el físico, no el cuentista, cuando sugiere que los límites de la informática debe situarlos el hombre, pues el factor humano resulta insustituible; pero lo malo es que de los tres límites de la informática -el tecnológico, el personal y el jurídico-, sólo este último nos garantiza la vida privada. La técnica se va a disparar hasta el infinito, haciendo posible cualquier aberración, y a las personas se les puede subir a la cabeza; los programadores pueden terminar programando conductas en vez de máquinas.A la cibernética le gusta definirse como el arte de asegurar la eficacia en la acción, cuando no es más que el estudio del control y la comunicación. Su importancia es enorme, puesto que a través de su arma favorita, el ordenador, está conformando una sociedad a su imagen y semejanza, una sociedad en la que las personas y las máquinas interaccionan para procesar grandes cantidades de información y en donde, en pura lógica, cada vez es mayor el control de la máquina sobre el torrente informativo, dada su superioridad sobre el inevitable error humano. La ventaja del ordenador sobre el hombre es que se equivoca según la norma establecida, y los datos se pierden según un método codificado.

Da miedo pensar en lo próxima que puede estar la sociedad cibernética de la sociedad controlada, y el problema radica en quién tiene la posibilidad real de controlar y decidir los objetivos de tanta información, en quién va a ejercer esta nueva forma de poder, quizá la definitiva, por ser la más sutil. La Constitución española dice: "La ley limitará el uso de la información de manera que quede a salvo el respeto a la intimidad personal y familiar de los ciudadanos", con lo cual renuncia ya, por imposible, a la protección totalizadora del ámbito social. Pero es que, tal y como van las cosas, tampoco estaremos a salvo como individuos; somos simples números que podemos salir en cualquier lista, con el documento nacional de identidad o con el de la matrícula del coche. O con cualquier otro, y, si no, que se lo pregunten a las compañías que venden por correo. El control puede ser tan absoluto como que una máquina decida por nosotros con quién, tenemos que gastarnos los cuartos y en qué.

El derecho del individuo a la vida privada, a su intimidad, es una de las circunstancias que más probabilidades de desaparecer tienen en un régimen democrático de libre competencia. Lo de que las paredes oyen dejó de ser una imagen retórica para convertirse en una triste realidad.

Los progresos de la electrónica, en especial el invento del transistor miniaturizado, hacen relativamente fácil escuchar, ver, grabar, filmar o desnudar a una persona sin que se dé cuenta, tanto en lugares públicos como en lugares en donde tiene razones más que suficientes para creer que está sola. La capacidad de rastreo de la informática no está sola; junto a ella crece y se desarrolla una multitud de artefactos diabólicos: micrófonos del tamaño de una lenteja, fibras ópticas capaces de hacer que la luz doble esquinas, rayos infrarrojos para ver en la oscuridad, ventanas polarizadas para observar sin ser visto, tintes fluorescentes para no perder a la víctima entre la muchedumbre de un estadio, linternas tipo aguja para leer dentro de sobres lacrados... La popularización de estos medios de registro hace posible el espionaje privado en condiciones que no tienen medida de comparación con las técnicas artesanales utilizadas en otros tiempos por maridos celosos o porteras indiscretas.

Los detectives y empresas de información empiezan a ser peligrosos; pero el peligro real aparece cuando utilizan tales medios (o pueden utilizarlos) órganos del Estado que escapan en gran medida a los controles jurídicos y parlamentarios, a los que, en buena ley (bien redactada y mejor cumplida), deben estar sometidos como servicios públicos que son. La escucha telefónica puede ser un ejemplo.

Lo de ser un número también dejó de ser una imagen retórica. Somos una colección de números a través de los cuales se puede rastrear por fascículos nuestra biografía completa. Los dígitos del documento nacional de identidad, de la matrícula del coche, de la cartilla del seguro, de la cuenta corriente, de la tarjeta de crédito, del carné del Atlético, nos delatan de forma sistemática y, por si aún existiera un posible escape, los detallados cuestionarios para cualquier trámite, desde alquilar la habitación de un hotel a obtener un empleo, no digamos la declaración de la renta, hacen el resto.

Cuando la técnica y la burocracia se unen en un cerebro electrónico sin la debida protección jurídica, la amenaza abandona el campo espiritual para pasar a la acción directa. El asesinato por ordenador ya se dio en el año ochenta. Carlos García Romero, albañil, padre de cinco hijos, se encontró en una situación muy peculiar cuando fue asesinado por una computadora del Insalud. "Para el mundo no existo, estoy muerto", comentó el hombre, que desde comienzos del año intentó convencer a la Seguridad Social de su pueblo, Lobato, de que estaba vivo. Los funcionarios le aseguraron que resucitaría al mundo oficial con la confección del siguiente listado, que no se preocupara; mientras tanto, al caducar por defunción su seguro de desempleo, la esposa cobró su pensión de viuda, y de eso vivieron unos cuantos meses.

La protección legal es lo único que puede salvar a nuestro matrimonio (de intereses) con la informática. De momento hay que convencer al señor Moscoso de que la intimidad sí es un concepto individualista, pero no elistista, ni mucho menos anticuado; sin intimidad, la robotización puede terminar en "obedece; es barato, cómodo y evita responsabilidades", lema de Asimov (por no citar una vez más a Orwell) en uno de sus mundos no tan imaginarios.

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