El arte desarticulado
Hay muchas cosas de las que se habla con voz hueca. El arte es una de ellas. La vida, después. Se engola la voz a tenor del enunciado, o se desengola, que es lo mismo. Esta aptitud prosopopéyica tiene la virtud de anular la inmediatez del comunicado y, más allá del sentido, conferirle un apriorístico significado. Por ya vistó. Déja vu, que dicen los franceses.Cuando alguien habla de arte, como de la vida, por borracho que esté, se erige en papa, se corona rey. Y ya sabemos cómo hablan los reyes y los papas. Como les conviene. Como les dictan. Para que el relato, su relato, siga produciéndonos esa reminiscente sensación de linealidad que convierte cualquier alternativa en sospechosa. Ahí radica la sutileza. Todos somos, nos sentimos, acabamos siendo, lo éramos ya, reincidentemente sospechosos ante los relatos del poder. Tal y como nos los cuentan. Desde el poder. Tal y como los asumimos. Desde la cómplice indigencia. Cualquier variante -por mínima que resulte-, cualquier reticencia nos aboca al recoveco de castigo o, simplemente, a la sutil represalia del silencio omnisciente.
Y he ahí que, siendo el arte, como la vida, el reducto más irreductible para los asuntos del poder, se le confiere, desde el poder, críticos mediante, la más normal de las normas, la normalidad, con banderola ética o estética, tanto da, para su más adecuado control, para su más fútil rentabilidad.
Y el artista, a tenor del envite, abandona sus vergonzantes devaneos para proclamar su vocación papal en los papales papeles del rutinario papeleo. Esgrime su actividad política, o alardea de impenitente metafisico, o esboza contoneos científicos, en un afán justificatorio que delata, ante todo, una dudosa buena conciencia de su, quizá superfluo, quehacer. Y, sin embargo, proliferan los premios y los jurados, con la colaboración de los llamados artistas, y ahí, señores, por arte de birlibirloque, el Arte recupera la mayúscula que el acontecer le birló.
0, lo que es lo mismo, se dictamina, para eso estamos, entre lo que es Arte y lo que es arte menor.
No pretendo yo ahora dilucidar la cuestión. Doctores tiene la Iglesia, nunca mejor dicho. Y además confieso que no me apetece la diatriba. Es más, me aburre soberanamente. No necesita el arte rediles ni más o menos camufiadas mayúsculas. 0 el arte es lo que es -o sea, lo que pasa- o no es nada. Y ahí radica, más allá de eximias aquiescencias, su patatera evidencia.
Sin embargo, la anterior disgresión conlleva una consecuente digestión. Porque hay un arte desarticulado, un pequeño e insidioso arte menor, que está impregnando subrepticiamente de sentido el apodado Arte mayor. Hablo, voy a hablar, del diseño. Y de paso, como el que no quiere la cosa, de algún amigo diseñador.
Amigos y familiares
Mi amigo Courréges dibujaba líneas desgarbadas en un papel. Yo no comprendía lo que mi amigo hacía. Jugaba al rugby con él y le daba clases de español. No aprendió. Pero mejoré mi francés. Años después, en París, fue la revolución. Todo un estilo de vestir. Pero eso no era arte, sino moda. Y las modas, modas son.
Mi amigo Paco Lobo, mientras jugamos al dominó, pergeña trazos en papel de estraza. De eso salen bolsos de piel y otros artilugios que ahora, de repente, echan a andar solitos por Nueva York. Pero eso tampoco es arte, ya se sabe. Y entonces, yo, que sigo sin entender gran cosa, me digo: será moda. Y concluyo: la moda es magia.
Pero cuando topé con mi amigo Alberto Corazón, mi ofuscación me hizo sentirme tonto de capirote. Jugaba al fútbol con él, pero yo no sabía lo que mi amigo hacía. Y cuando me lo preguntaban, nunca acertaba a contestar. "Carteles, portadas...", masculiaba a regañadientes. "¡Ah, grafista!", exclamaban aliviados. Pues no. Es decir, no exactamente. Porque mide el comportamiento humano de un barrio antiguo de Sevilla y le encargan la imagen de unos retretes públicos de Glasgow, o de una estación de Amsterdam, o de una calle de Hamburgo, o pintarrajea las medianerías de Madrid. "Urbanista", sugiere alguno. Caliente, cafiente, pero tampoco. Mi amigo Alberto, ahora ya lo sé, es diseñador.
Cuando caí en la cuenta me apresuré a presentar su candidatura para el Premio de las Artes Príncipe de Asturias. Regresé patidifuso y contrito porque el diseño, señores, cosa sabida, es arte menor. Recapacité. Puede que el diseño no fuera ni siquiera arte, pero el arte moderno diseña arte, y, en esa medida, podríamos reconvertir la cuestión: el arte es diseño.
Mis amigos los sumerios, con los que aprendí a nadar en el Éufrates o en el Nilo, inventaron sistemas de regadío y, de paso, la escritura. La cuneiforme que dicen, o sea, como si dijéramos, un sugerente diseño del que luego chuparían rueda, entre otros advenedizos, Shakespeare y Cervantes. Nunca se supo si lo hicieron por encargo o lo vendieron, después.
Y me pregunnto: qué es el encargo. Y me contestó: la resaca antes de la borrachera. Los artistas que no trabajan por encargo están dejando la resaca para el día siguiente. Porque también ellos pretenden vender.
De ello deduzco, sin más ambages, que no puede aducirse el encargo como prueba fehaciente de actividades menores, puesto que el objetivo perseguido es similar. Bien es verdad que unos venden su alma sin que nadie se lo pida y otros ponen sus habilidades al servicio de los demás. Paradójica postura que no define tampoco estrictamente las fronteras entre el arte y el diseño. Ya que, por ejemplo, sin ir más lejos, Velázquez trabajaba por encargo. Hasta que un buen día le hizo al rey un retrato en el que no estaba el rey, sino él. Y al rey se le atisbaba al fondo, descolocado y difuso, en el espejo. Fue, en verdad, una sutil toma de poder. La idea prevalecía. Dicho de otro modo: el artista se erigió en diseñador.
Y por esgrimir un caso inverso, traigo a colación la Quinta del Sordo, donde Goya se emancipa del encargo para convertirse en diseñador de sus propias pesadillas y, distorsión mediante, de todo el arte moderno. Pero no quiero extenderme divagando sobre mis amigos los diseñadores-artistas-menores ni sus primos hermanos los artistas-diseñadores. Porque de tanto engolar y desengolar el discurso se me está cascando la voz. Y, señores, más que cuestión de palabras es cosa de mirar y, a poder ser, de ver.
Puente al viento
"El acontecer lleva la delantera sobre el opinar", decía Rilke, que, por cierto, no era precisamente diseñador. Pues bien, ver, y no basta con mirar, lleva la delantera sobre el acontecer. Esa es la opción del díseñador. Hacer inteligible la carretera que recorremos. Modificarla incluso, anticipando la señalización al cauce de asfalto. Como los sumerios con sus ríos.
Y no es tan importante hacer cosas nuevas como ver las cosas de una nueva manera. Y tampoco tiene que ser importante a ultranza lo que se ve ni lo que se hace. Puede tratarse de un picaporte, que sólo sirve para abrir una puerta y seguir viendo al otro lado, o de un avión, la mejor escultura del mundo, que además vuela.
Puede también tratarse, simplemente (o no tanto), de una actitud ante la vida. Una postura o un desgaire para pasar sin sentirse del todo sometido. Es lícito, y sería incluso aconsejable, empezar por diseñarse a sí mismo. Porque el diseño no está previamente diseñado ni para dentro ni para fuera. El trazo se aventura en la página en blanco, es perfil de sombra en la luz y rectilíneo destello en la oscuridad.
Que nadie vuelva a ahuecar la voz para hablarnos del arte o de la vida; hablemos mejor del disefío, nuestro humilde servidor, que es el puente, colgante y trémulo, que va de la vida al arte, y viceversa, y que todavía no ha conseguido diseñar del todo ningún maldito diseñador. Ese puente sólo lo transita el que lo ve.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.