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Tribuna:TRIBUNA LIBRE / EL RESURGIR DE EGIPTO / 2
Tribuna
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La herencia política o la lección de Córdoba

Todo converge hacia aquella mañana del 6 de octubre de 1981 en que el presidente Anuar el Sadat fue asesinado. Algunos meses antes, el embajador de Estados Unidos en El Cairo, que había sido llamado a su país, hizo publicar extractos de un informe que constituye una verdadera sentencia de muerte: el tratado de paz que había asegurado el aislamiento de Egipto (objetivo histórico fundamental del Occidente entero y principalmente de Europa) se había quedado sin su principal impulsor, el propio Sadat, carente ya de todo apoyo. La hora del relevo había llegado.Sin embargo, Sadat es un tipo complejo, animal político de una rara audacia: ha pasado tres años y medio de cárcel en la cárcel en la época de la ocupación, ha participado en todas las actividades clandestinas armadas, contra los agentes imperialistas que se mueven en el seno de la clase política; es ferozmente anticomunista; posteriormente llega a ser en 1978 vicepresidente único y comandante supremo de los Ejércitos del Sol (nombre del Ejército egipcio desde la época faraónica), gran dirigente de la guerra de octubre de 1973, cuyos planes estratégicos y tácticos habían sido establecidos y firmados por Gamal Abdel Nasser en 1969, acción preparada por una pléyade de generales duros y puros (Mohamed Fawzi, Hafez Ismail, Abdel Moneim Riad, Ahmad Ismail y Abdel Ghani al Gamasi), a la cabeza de un ejército compuesto esencialmente por estudiantes de la leva, engañados por el fracaso de los Estados Mayores de junio de 1967. Se trata de acabar con la vergüenza. Con Egipto batido en sólo seis horas, el mito de la superioridad israelí había destruido la aviación y los carros de combate árabes. La lógica del desprecio cae en pedazos pese al puente aéreo norteamericano y a la maniobra de Sharon tras las líneas del tercer ejército egipcio. Sadat se orienta hacia el poder, del cual él no es mas que el depositario.

Dos mayorías en el país profundo, que él confunde, desencadenan la tempestad que acabará barriéndole. Una, la unanimidad contra la guerra, pero también una segunda unanimidad, militante ésta, masas populares y aparato de Estado unidos, para rechazar e impedir toda normalización con el Estado sionista.

De la aceptación de las distintas treguas impuestas por el sionista Henry Kissinger, que provocaron el dese del mariscal Gamasi, comandante en jefe y último ministro de la Guerra (llamado, después, de la Defensa), hasta los acuerdos trágicos de Camp David, el 26 de marzo de 1979, tras el peregrinaje a Jerusalén y el discurso ante el Kneset (Parlamento israelí) -en lugar de dirigirlo a la comunidad internacional reunida en una sesión especial de la Asamblea General de la ONU- media un abismo.Camp David 'dixit'Camp David impone el desmantelamiento del sector público, la apertura a Occidente, la transformación de Egipto en un país neutralizado, turístico, liberal, dirán ciertos grandes personajes de la intelligentsia; el intercambio del sis*tema de armamentos, la alianza privilegiada con Estados Unidos, que acompaña a la ruptura diplomática con la URSS, el abandono de las bases siderúrgicas y el autoabastecimiento de los ejércitos.

Los pachás y beys de ayer, la función pública, el Ejército, los medios islámicos y la Universidad viven la humillación, la capitulación, el regreso a este "empobrecimiento de la sangre", que se cernió mortalmente sobre Egipto desde los siglos, XVI al XIX, sobre todo después del Tratado de Londres de 1840 y la apertura del istmo de Suez.

Éste es el cuadro, éste es el tejido social. La acción puede desencadenarse. En cuatro meses -de julio a octubre de 1981-: organización de incidentes, de enfrentamientos armados entre musulmanes y coptos, bajo la mirada impasible de los servicios de seguridad más antiguos del mundo; el 6 de octubre las balas que siegan la vida de Sadat, primer jefe de Estado abatido por los suyos en tierra de Egipto desde hace 7.000 años.

Más tarde, el núcleo profundo, el corazón del compló: aprovechando la relativa desestabilización del Estado, comandos islámicos fuertemente armados atacan la prefectura y los cuarteles de las fuerzas de seguridad en Asiut, capital del Alto Egipto; piensan de esta manera escindir el país en dos, libanizarlo, poner fin al Estado centralizado siete veces milenario, que prohíbe toda capitulación verdadera. Al día siguiente, Hosni Mubarak, aún vicepresidente, moviliza a los paracaidistas del Ejército del Aire, de los que fue el comandante en jefe más ilustre.El naufragio de un sueñoEn algunas horas, el sueño varias veces secular de Occidente se hunde. El Estado, la Asamblea Nacional, reunida, elige al nuevo presidente por unanimidad, mientras que el propio Mubarak hunde sus raíces en el corazón mismo del aparato de la legitimidad histórica egipcia. Es la guerra de octubre, y después la restauración aplastante tras los acontecimientos de Asiut, las que asegurarán a los ojos de los humildes, del país profundo, el poder que se decía comprometido con nación y Estado.

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El legado es terrible. La producción, hundida. El ejército, marginado. La cultura, pervertida por la acción conjugada de los principales Estados del imperialismo cultural de Occidente, la inmigración de cerebros y técnicos. La desafección: el Egipto del cuánto vale en vez del Egipto del porqué, del cómo; en una palabra, de proyecto nacional y de civilización.

En la cúspide, un partido y su Asamblea Nacional organizados por Sadat. Una oposición dividida, debilitada sin verdadera alternativa, después de 30 años de aislamiento intelectual y de persecuciones políticas.

En su discurso inaugural, el nuevo presidente va a iniciar un movimiento: todo ciudadano, frente a Egipto, tiene deberes, no reivindicaciones. La unidad nacional está por encima de todo; la producción.

Devolver Egipto a los egipcios. Tal ha sido la historia no contada desde octubre de 1981 hasta ahora. El tiempo, lento, prudente, algunas veces vacilante del primer jefe que parte a la busca de la nación: ningun gran error, es verdad, pero tampoco ninguna acción brillante. ¿Era esto lo que Egipto esperaba? Así marcha, o al menos marchaba, el rumor intelectual que ahora va decreciendo.

¿Qué hacer para devolver su luz, su brillo, su fulgor, su misión, en una palabra, a Egipto, madre de naciones? (Ibn Jaldún.) "Problema lacerante que obsesiona los espíritus y los corazones de nuestra patria, al día siguiente de un brillante renacinuento nahdah, abierto por Mehmet Alí en 1805 -60 años antes del Japón Meiji-, que suscitará guerras, revoluciones, restauraciones casi sin interrupción hasta nuestros días".

¿Cómo hacer para devolver a la mezquita de Córdoba, esa cima de la civilización, del poder del imperio, que no tiene comparación más que con la ciudad ideal de Fatehpur Sikri rescatada de las arenas, cerca del Taj Mahal, en 1868?

¿Cómo hacer para desprenderla de los muros que impiden la aparición del día, cercan las alturas, limitan la irradiación desde la reconquista, y marcan el fin del sueño de Andalucía?

¿Cómo hacer para restaurar Egipto a su vocación milenaria -centro motor de civilización-, en un mundo interdependiente, en un lugar donde se entrecruzan los grandes imperios, centro de la guerra y de la paz?

Anuar Abdel Malek de nacionalidad egipcia, es profesor en La Sorbona (París) y en la Universidad de las Naciones Unidas de Tokio.

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