...Y habitó entre nosotros
Mientras en la calle el elemento más inquietante de los conciertos de cualquier tipo de música, el contingente policial, vigilaba en coche, a pie y a caballo, terrorífico efecto, la agreste barriada vallecana, el deportivo templo destinado a la primera visita de Dylan a nuestro país se fue llenando poco a poco del más heterogéneo de los públicos, en cuanto a edad, aspecto y procedencia social, aunque predominaba una característica fundamental: la pulcritud, algo que se da frecuentemente en las ceremonias litúrgicas. Esto hizo que cuando algún maduro feligrés protestaba airadamente por el calor, la espera y la sed, su mujer le tirara suavemente del brazo, tiernamente avergonzada por el impulso masculino. Corrección y responsabilidad. Todo dentro de un orden.Primero tocaron Minuit Polonia. Conscientes de su dificil papel, desaparecieron rápidamente del escenario, consiguiendo un comprensivo aplauso en agradecimiento a su breve buen hacer. Alrededor de las diez de la noche, Carlos Santana, héroe de bailes añejos, vino a poner la marchita, poco trepidante, con un grupo repleto de percusionistas de color, que conseguían marear a base de solos. Dos raciales e interminables horas oyendo el exótico mensaje de paz, hermandad y armonía del poco imaginativo Devadiv Santana, un lento suplicio.
Por fin el descanso, a su vez extenuante, para pelear en el bar por alguna cerveza caliente. Y el éxtasis que se anunciaba ya con desmayos y lipotimias. El milagro estaba a punto de producirse, todo el mundo preparaba los mecheros, ridícula costumbre, en previsión de. los ansiados himnos.
Pero, a la 1.05 horas apareció Dylan con atavío de rockero selecto y una excelente banda de apoyo, y fue en este momento cuando el hechizo comenzó a quebrarse. "Este no es mi Dylan", decía alguien. "Parece Bruce Springsteen, pero en aburrido", comentaba otro. "Ni siquiera lleva vaqueros", resumía certeramente una chica mayor. El profeta les había fallado, y la lluvia dura que anunciara antaño no conseguía ahora ni mojarles los pies. Los himnos caían, pero emparedados entre otras canciones, quizá mejores pero desconocidas para la pequeña parroquia española, que comenzaba ya a preocuparse por la hora y a buscar un hueco libre hacia la puerta, deteniéndose para un arrullo cuando sonaban sus recuerdos íntimos.
Afuera, en la calle, era espeluznante escuchar Blowin'n the wind y ver la desnuda y afilada, como un cuchillo, acera de Madrid.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.