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La Europa de las armas

Juan Luis Cebrián

La elevada abstención de votantes en las elecciones europeas ha vuelto a poner de relieve el escepticismo que la construcción de Europa, y sus instituciones parlamentarias, provoca. Los esfuerzos tardíos de los líderes políticos para devolver alguna credibilidad al proyecto, después de practicar durante años toda clase de ritos nacionalistas, no han servido para despertar la conciencia de unas poblaciones abrumadas todavía por la crisis.Hace tres meses tuve la oportunidad de asistir a un encuentro de intelectuales convocado precisamente por dos parlamentarios europeos, María Antonieta Machiocci y Giorgio Strehler. Se conminaba a los congregados a discutir sobre la identidad de Europa. El encuentro, caótico y desigual, como todos los debates de este género, puso de manifiesto que las estructuras inventadas para crear o consolidar esta identidad se muestran cada día más distantes de la realidad social que pretenden representar. Junto a la incomunicación que supone la diversidad de lenguas, que llevó a Anthony Burgess a proponer el latín como idioma común, sobresalía el drama de la división de Alemania y el de los países centroeuropeos sometidos al rusocentrismo.

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JUAN LUIS CEBRIÁN

Viene de la primera página

Sólo se apreciaba a Europa como un concepto inequívoco cuando se la miraba desde fuera, sobre todo desde América, y eran bastantes los que insistían en el provincianismo cultural que encerraba la pregunta acerca de la propia identidad colectiva de lo europeo.

A lo largo de la discusión, sólo una cosa se me revelaba cierta: las armas y no la cultura -o sólo aquella cultura impuesta por las armas- fueron las que históricamente lograron producir la unidad de Europa. Hoy ésta, dividida en bloques, asiste a un proceso de consolidación de cada uno de ellos y a un aumento de la presión de los imperios que los controlan. Es el poder de los bloques el que identifica la unidad cultural, económica y política de cada Europa existente a un lado y al otro de lo que un día se llamó telón de acero. Frente a eso, las estructuras todavía nacientes del Parlamento Europeo estremecen de perplejidad la conciencia de los ciudadanos, poco interesados en una institución política huérfana de cualquier clase de poder.

Europa y sus sueños de unidad se debaten hoy, así, en torno a la crisis de su propia existencia. Los centros de decisión mundial se han desplazado definitivamente a la otra orilla del Atlántico, e incluso a las del Pacífico. Estados Unidos proyecta su alargada sombra sobre todas las condiciones de nuestra convivencia: el dinero, las armas, el arte, las formas de vida. La ensoñación posible de que América, la del Norte y la del Sur, era una Europa echada a navegar es cada vez menos consistente. Y en estas circunstancias se produce el intento definitivo, el salto final, de España hacia el continente. La permanencia de nuestro país en la OTAN y el ingreso enla Comunidad Económica Europea significarían el fin de un aislamiento que ha durado siglos y que ha presidido la decadencia española. Pero también, en el caso de la OTAN, un reforzamiento del militarismo.

Pienso que estas dos reflexiones, la creciente pérdida de poder de Europa y el paralelo fortalecimiento de la política de bloques, están ausentes de los análisis, llenos de voluntarismo y mala conciencia, con que algunos prestigiosos intelectuales socialistas polemizan ahora sobre la eventualidad de un giro sustancial -en realidad ya producido- en la política del Gobierno respecto a la OTAN. La suposición de que nos encontramos sólo o prioritariamente frente a una cuestión moral -como los pacifistas del PSOE argumentan- o estratégica -como parecen asumir los nuevos otanistas del Gobierno parece fuera de h1gar. Es un análisis del poder y sus comportamientos lo único que puede dar una respuesta clarificadora a la actitud deliberadamente contradictoria y confusa que el Gabinete de Felipe González ha mantenido en este caso.

Resulta del todo ingenuo, aun admitiendo un mayor nivel de información ahora por su parte, que quienes nos gobiernan descubran hoy súbitamente las bondades de una alianza militar de la que poco menos que echaban pestes hace unos meses. Lo que parece indudable en cambio es que, tanto si el Gobierno piensa que debe salirse de la OTAN como si no, ha llegado a la conclusión de que no tiene suficiente poder para hacerlo, que no se puede salir. El apoyo norteamericano al ingreso de España en la CEE y a la estabilidad democrática española ha sido precisamente el precio pagado a nuestra permanencia en la Alianza Atlántica. Tampoco esta es una gran revelación. Pero ese tránsito intelectual que quiere dar el PSOE del no poder ser al no deber ser perturba en lo profundo los perfiles del problema.

Las razones para afirmar que España no puede abandonar la Alianza Atlántica sin un alto coste y sin afrontar serios riesgos son harto conocidas. En primer lugar, se produciría lo que los norteamericanos consideran un mal ejemplo. En un momento de crisis de la OTAN, sometida Grecia a tentaciones similares y aun superiores a las de España, conmocionadas Holanda y Dinamarca por la cuestión de los euromisiles, la retirada de uno de los miembros signatarios del tratado tendría repercusiones en el resto. Las medidas disuasorias -en nuestro caso, pero también en otros casos, como el griego son claramente imaginables. Junto al bloqueo económico y político al que nos someterían los aliados, se debilitarían las esperanzas de una recuperación o de una solución negociada para Gibraltar -donde existe una base británica, probablemente nuclearizada-, y no es descartable un resucitar de la presión marroquí sobre Ceuta y Melilla, directa o indirectamente animada por el Departamento de Estado. El esfuerzo que tendría que realizar España en semejantes circunstancias para mantener una política de neutralidad activa sería casi inabordable, pues no tenemos ni capitales ni tecnología para ello, y en todo Caso exigiría un enorme sacrificio que afectaría a los planes de desarrollo y al nivel de vida de los ciudadanos. El aislamiento internacional aumentaría la debilidad política interna y constituiría un acicate para las tentaciones golpistas.

Decir todas estas cosas no es asustar con el coco de la Casa Blanca. Está suficientemente demostrado que no es lo mismo no entrar en la OTAN que salirse de ella. Y si pudimos haber ensayado una diplomacia menos burda que la de UCD que nos mantuviera al margen de los bloques, me temo que resulta casi imposible abandonar la OTAN de manera unilateral y a corto plazo. El tiempo además no traba a a favor de quienes quieren hacerlo.

Lo que inspira compasión, sin embargo, no es esta trampa -entre el referéndum prometido y el pacto con la realidad internacional- en la que han caído los socialistas, sino su esfuerzo por negar unos hechos tan al alcance de ser entendidos por todos. No hay por qué descubrir de súbito virtudes incontables en la Alianza Atlántica para explicar la permanencia en ella. Insistir en una actitud así es fomentar la desconfianza y la confusión y aumentar el rechazo hacia la propia OTAN: algo que el Gobierno dice estar interesado en evitar. Sólo una incontrolable voracidad de poder, al margen de un ensayo discutible de alquimia diplomática, justifica esa ambigüedad permanente a la que Felipe González nos tiene acostumbrados. Tan permanente como relativa, pues la decisión de permanecer es un secreto a voces, y él mismo ha apoyado públicamente el despliegue de los euromisiles. En esa voracidad se inscribiría el empeño del PSOE, me parece que excesivo, de no retirarse de la Alianza Atlántica, pero liderar al tiempo, o capitalizar, el sentimiento pacifista. Nuevamente es perceptible en ello la colisión entre las necesidades o los tributos del ejercicio del poder y la disposición moral de quien lo ejerce. Quizá el Gobierno piense que poniendo el énfasis en la desnuclearización de la Península y no en la cuestión de las bases norteamericanas o de la Alianza Atlántica pueda beneficiarse de un cierto crédito de pacifismo. Pero para que así resulte -cosa harto dubitable- tendría por lo menos que firmar el Tratado de No Proliferación Nuclear, apoyar activamente a los holandeses en su resistencia al despliegue de euromisiles, someter en la práctica a un control severo el uso de la base de Rota y obtener cuando menos una capacidad de inspección en la de Gibraltar, que garantice su no utilización para tránsito y almacenamiento de proyectiles atómicos.

En resumidas cuentas, si la Europa en la que estamos y a la que nos encaminamos es la resultante, una vez más, de la homogeneización cultural y económica que la extensión del poder militar procura, la izquierda en el Gobierno está obligada a plantearse un debate verdaderamente político sobre ello. Felipe González lo prometió -tantas cosas ha prometido que espeluzna -su recuento- en el discurso de investidura, cuando anunciaba una sesión parlamentaria dedicada exclusivamente a los problemas de seguridad y defensa. Ese debate es hoy más necesario que nunca, aun a riesgo para el Gobierno de que se rompa en su partido la disciplina del voto. Y es absurdo que el PSOE pretenda trasladarlo a las páginas de los periódicos.

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