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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La enfermedad infantil del vídeo

EL I Festival de Vídeo, celebrado en Madrid y que deberá verse en otras ciudades españolas, ha mostrado lo que no es todavía más que un primer paso en la nueva manera de ver y escuchar: es la introducción a una revolución. Como ha ido sucediendo a lo largo de este siglo trascendental para la cultura, con nuevos soportes técnicos del arte, los creadores de vídeo se regocijan sobre ellos mismos y el descubrimiento: es decir, apuran sobre todo las enormes posibilidades técnicas de esta nueva manera de perforar la realidad. Hemos visto lo radiofónicá, lo cinematográfico y lo televisivo aparecer como enfermedades infantiles, indudablemente necesarias, que parecían dotarles de una exclusividad milagrosa. Dentro mismo de la rapidísima evolución del cine se pudo asistir, por ejemplo, a la incorporación del cine en color, que durante muchas temporadas creyó encontrar un fin en su propia maravilla y nos ofreció películas de paisajes, decorado y vestuario con evidente deformación de su calidad de transmisor del mensaje dramático, y hasta el teatro, con su vieja sabiduría, se ha defendido mal de la incorporación de luminotecnias, sonidos, trucos arquitectónicos y otras técnicas, y se ha dejado derivar hacia la condición secundaria de espectáculo.Es normal que en estos primeros pasos del vídeo se vaya al júbilo de lo que supone la aportación de los nuevos objetivos magnéticos y sus posibilidades de mezclas y definiciones, y por la fascinación de hacer ver lo que nunca se había visto de esa manera. Hay obras de arte. Entre esa vanguardia de creadores y las aglomeraciones de fin de semana en los videoclubes que alquilan películas a las familias hay sólo comparaciones relativas. Se trata de dos revoluciones encadenadas, y si la primera es de orden intelectual, la segunda es de orden social, y se está refiriendo a anchísimos campos: desde el que cubre una modificación dentro del hogar y de la familia -baste con enunciar solamente lo que todavía es una rareza, pero que tiene un curiosísimo perfil, como es la incorporación de la pornografía a la casa-, una nueva manera de ver -mientras se habla, se comenta, se bebe, se habla por teléfono-, hasta la repercusión en la industria, las salas de exhibición, la forma de producir comunicación dramática. La incorporación secundaria del vídeo a los ensayos de teatro o a los rodajes de cine está dando muy importantes resultados. Pero a medida que la comunicación cultural se va alejando de la pura artesanía y de la relación directa del hombre con el hombre su carestía sufre una multiplicación geométrica, lo cual requiere a su vez intermediarios que se presentan con todas las formas de economía posibles, desde las grandes sociedades de capital hasta las intervenciones del Estado. Ellos pueden alterar sustancialmente la naturaleza de la comunicación, aunque hay que advertir que, hasta ahora, las artes técnicas del siglo XX no han terminado con los antiguos medios, incluso si a veces los han anegado: las posibilidades de convivencia son ilimitadas, a condición de que no se abandonen.

Dentro de la necesaria enfermedad infantil del vídeo, como primer paso de una revolución, estas nuevas formas de expresión no han perdido pie con el humanismo, con lo que todavía son problemas eternos. Es de esperar que, tras los primeros balbuceos, errores, simplismos y simulaciones el vídeo se consolide también para el arte y la comunicación como un camino de progreso y no como una forma de homogeneización social.

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