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Los ritos hispanos del 'ninguneo'

En 1976, al iniciarse en nuestro país el lento derrumbe de sus pasadas estructuras totalitarias, algunos de los intelectuales y escritores que habíamos aguardado pacientemente en el extranjero la muerte de Franco nos planteamos la conveniencia del regreso a España, a fin de intervenir de algún modo en el proceso esperanzador que se abría. Entre las razones que nos indujeron finalmente a seguir al margen y permanecer en donde estábamos, una de las de mayor peso fue el instintivo recelo, fortalecido por la experiencia y los años, del gremio intelectual y literario configurado en las cuatro décadas del franquismo: de su daltonismo moral, servilismo ante el poder, afán de trepar a posiciones de influencia, destreza en plegarse a la dirección en que sopla el viento, disposición a la compraventa, proclividad al cambalache. Nuestro prolongado ostracismo por parte del régimen -en contraposición a la empalagosa gloria oficial de los camaleones enmedallados- nos permitía ver las cosas con irónico distanciamiento. El previsible chaqueteo de muchos, su arrebatiña para obtener la codiciada etiqueta democrática, los esfuerzos por arrojar una espesa nube de tinta en tomo a dichos y hechos de un historial difícilmente ocultable resultaban más llevaderos vistos de lejos, sin el roce contaminador, mortificante, de una diaria, engorrosa, proximidad.Habiendo recuperado la voz -la posibilidad de ser publicados en el país y expresar nuestra opinión en voz alta-, la decisión de preservar nuestra independencia, no aspirar a ningún chollo o poder, no quitar puestos, privilegios ni sinecuras a nadie, nos hacía creer, inocentemente, que sería acogida con indulgencia por sus directos beneficiarios. Refugiados en un absentismo radical tocante a estas materias, confiábamos en la neutralidad, si no en la benevolencia, de quienes, en áspera y feroz competencia por premios, academias, honores, espacios televisivos y titulares de los diarios, practicaban entre sí el arte de la zancadilla o codazo, alternaban la insidia con el elogio huero, henchían desmesuradamente su ego, medraban revestidos de sus nuevos y brillantes disfraces. Nuestra convicción no tenía en cuenta el hecho de que al actuar así íbamos a ser objeto por las figuras y figurones del día de una saña idéntica a la que, amparados entonces por el sistema, nos profesaban en tiempos de Franco.

Cuando alguien penetra a rostro descubierto en una asamblea de antifaces o máscaras, su irrupción produce el efecto de desnudar a los asistentes, les obliga a mostrar la hilaza. Los vistosos ropajes de barítono, puños de bastón, gorras capitanas, poses faulknerianas, decadentismo en góndola, invisibles durante el arrobo autoadmirativo de la representación, despiden de pronto, por obra del intruso, un tufillo penoso a guardarropía y alcanfor. La exhibición se vuelve farándula y el rostro crispado del mimo o farsante emerge lentamente bajo el maquillaje de cartón o pintura.

En un país en donde los filósofos devienen alcaldes; los poetas, senadores; los latinistas, cantautores, y los pensadores, comediantes; en el que don Paco, don Fernando, don José Luis y don Agustín (por no citar sino a las caras nuevas) son las glorias del día (sugerimos un ejercicio al lector: cotejarlas con las que sobresalían en tiempos de la República), el absentismo -interior o exterior- de unos cuantos tiene la notable virtud de indisponer e irritar.

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¿Qué persigue el ausente con su conducta anómala? Su inapetencia tocante a los honores de la carrera de hombre de letras, su inexplicable, sospechoso retraimiento, ¿no constituyen acaso la prueba de que algo secreto, vagamente amenazador, trae entre manos? Su discreción encubre una condena; su mirada, un relámpago de ironía; su distancia, un altivo, elocuente desprecio. Olvidando sus encarnizadas rencillas internas, la sociedad anónima (pero archiconocida) de los instalados se movilizará contra quien (con sabe Dios qué intenciones) rehúsa las reglas del juego: se le acallará en la medida de lo posible, se recurrirá a argumentos ad hominem espulgando su vida privada, se le motejará de abstruso e ilegible, se le fabricará un aura y perfil de espantajo. Si a este síndrome de alejamiento y rareza se suma la existencia en el que lo padece de una voz netamente personal y un proyecto creador abierto a múltiples áreas culturales, situado en una encrucijada casi infinita -verdadera rosa de los vientos- de caminos, influjos, lecturas, núcleos seminales desconocidos por los santones del gremio, la reacción epidérmica de éstos -puro reflejo de defensa- será definitiva y contundente: levantar la veda contra el culpable, conforme a la cinegética expresión de uno de los más antiguos y orgullosos titulares del permiso nacional de caza.

El tratamiento reservado por la sociedad anónima de intereses creados (y creadora de intereses nuevos) al quehacer poético y crítico de José Ángel Valente ilustra perfectamente los mecanismos que determinan su acción: aislado, remoto, autor de una poesía irreductible a los esquemas de la que se consume y celebra en la Península, independiente de todo grupo o capilla, coriáceo a las ansias y cosquilleos de protagonismo, ajeno a la usual trata de negritas y al elogio en el que no cree ni quien lo (la ni quien lo recibe, ni quien lo lee, hostil, en corto, al relumbrón oficial y fama postiza, su persona y obra serán objeto de un tenaz, significativo, ocultamiento, ínterrumpido a veces por ataques levemente disfrazados de crítica: ese paisano de prisciliano avecindado en Ginebra -como advertirá el lector, los métodos de descalificación hispanos tienen la piel muy dura-, culpable de vivir y escribir en el ámbito de una extraterritorialidad literaria y moral -a mil leguas del mimetismo y tropel innovador que caracteriza desdichadamente nuestro Pamaso-, sufrirá una condena a los inflemos de lo incomprensible, oscuro, esotérico. Mientras su extraordinaria trayectoria poética de los últimos años -desde las bellísimas.Lecciones de tinieblas hasta una obra tan leve, sugerente e insólita como Mandorla- tropezará con un muro de silencio -no sé si por incapacidad de los reseñadores o por haberla estimado éstos indigna de sus aspavientos-, los enjundiosos ensayos reunidos en Lapiedra y el centro gozarán de la suerte reservada entre nosotros a quienes osan aventurarse por su cuenta en terrenos vedados o nuevos: el ataque realizado a partir de unas coordenadas comunes -por lo adocenadas y triviales- al crítico y lector medio. Si las referencias culturales piloto a la moda del día -la elegiaca senectud cavafiana de autores bisoños, apenas salidos de la adolescencia; los pastiches confesionales o intimistas de la inimitable lírica inglesa- son comprendidas y ensalzadas tanto cuanto reproducen un cliché, ¿qué decir, en cambio, de una tesitura poética que, con la del místico, converge en "el territorio extremo (...), en la operación radical de las palabras sustanciales"?

Sacar a luz la experiencia feraz de santa Teresa y san Juan de la Cruz, de Ibri Arabi y Al Hallax -sin olvidar, claro está, a los grandes místicos de la Cábala-, no puede sino desconcertar y confundir a quienes se mueven en las angosturas del criterio canonizado. Unas líneas de Vicente Llorens sobre Blanco White durante su exilio en Inglaterra resumen muy bien la situación en que se encuentra el poeta respecto a nuestros programadores culturales: "Sus ideas, su sensibilidad, su lenguaje, tenían que ser incomprensibles para quienes seguían aferrados a una tradición que él había abandonado hacía años".

La miseria literaria y moral en la que vegetamos, pese a la heroica, discreta labor de un puñado de solitarios, propicia el ninguneo por los establecidos de cuantos a la intemperie persisten en buscar con rigor su camino y forjar su propio lenguaje poético. Pero dejemos hablar, para concluir, al autor de La piedra y el centro: "Todo el que se haya acercado, por vía de experiencia, a la palabra poética, en su sustancial interioridad sabe que ha tenido que reproducir en él la fulgurante encarnación de la palabra. No ha oído ni leído. Ha sido nutrido. Se ha sentado a una mesa. Ha compartido, en rigor, un alimento".

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