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Tribuna:El asno de Buridán
Tribuna
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La guerra y la paz

La guerra y la paz han logrado convertirse ya en el alma que infunde vida -y el tuétano que la nutre- de todos los mentideros, al tiempo en que también acaban por escaparse, para desgracia y oprobio de todos nosotros, de las últimas y escasas oportunidades de control que nos permitían. La guerra y la paz se nos han escapado ya de las manos de todos, de las manos colectivas (rara vez estuvieron al alcance de las manos de cada cual, de las individuales), aunque permanezca en vigor el interés un tanto académico hacia los instrumentos que se acumulan al servicio de la una y de la otra. Quizá no sea sino una muestra más de la tozuda irreverencia con la que los seres humanos tratamos al destino, y también pudiera ser que la guerra y la paz jugasen hoy un papel análogo al de la muerte y la vida como últimas alternativas. Sabemos que hay que morir, pero nos esforzamos por retrasar el momento de la muerte. Sospechamos que la guerra nos acecha al final de¡ inevitable sendero, pero nos afanamos en acumular las vueltas y revueltas capaces de prolongar el actual instante. Aun en esa idéntica esperanza -poco importa si real o ficticia- nos asaltan la duda y la contradicción. Si la paz es el summum bonum precario y despojado de su carácter de eternidad, ¿cómo podríamos asegurar, al menos, su endeble permanencia?La fórmula pacifista resalta por su lógica impecable: sin armas ni ejércitos, la guerra se esfumaría en el espejismo. Quizá sea esa misma sencillez la que contiene un punto alarmante de inutilidad, puesto que tal argumento no pasa de ccnstituir sino una muy pobre tautología. Sin armas ni ejércitos es absolutamente seguro que los hombres nos seguiríamos matando, por supuesto, aunque a un ritmo cuya diferencia coincidiría con la esperanza pacifista. Lo malo es que ni las armas ni los ejércitos tienen, hoy por hoy, más razón de existencia que sus idénticas armas y sus muy análogos cuerpos de armas tras la frontera que funciona a guisa de espejo. Los ejércitos existen porque los otros ejércitos también existen, y de tamaña perogrullada resulta harto difícil escapar. Muy pocos países (¿Costa Rica?) han intentado romper el razonamiento vicioso, pero si es cierto que han conseguido desarmarse, también lo es que no han logrado el reflejo apto y suficiente para asegurar la paz. La cuestión, en este caso, se transforma en la duda -insisto en que un tanto académica- de si pudiéramos asegurar la paz con mayor fundamento y más sólida eficacia lanzándonos al -desarme unilateral y absoluto y desentendiéndonos de la conducta del prójimo.

Puede pensarse que tal actitud, en cualquier caso y aun en el más desgraciado de los casos, no conseguiría que estuviéramos aún peor porque, de hecho, andamos ya rozando las lindes de la guerra última y absoluta. A nadie se le escapa que por encima de las discusiones en torno a, la teoría de la defensa se sitúa un problema de pragmatismo político que se convierte en impensable, hoy por hoy: la desaparición del ejército en la mayoría de los países del universo mundo, incluida España, naturalmente. Así las cosas, la polémica del pacifismo ha ido decantándose hacia otra menos radical que sitúa el delicado balance de la guerra y la paz en una cuestión relacionada con ambas, sí, pero un tanto dispar: la de la permanencia en los sistemas de defensa. colectivos de Occidente. Una segunda y última reducción en el planteamiento significaría entrar en la polémica acerca de la OTAN, de hecho irrelevante si no se considera en el conjunto de los pactos bilaterales con Estados Unidos. En cualquier caso, el problema sé plantea así: ya que tenemos ejército y tenemos que tenerlo, ¿qué hacemos con él?

Se trata, evidentemente, de un problema de Estado que quizá sea difícilmente soluble a través de fórmulas emocionales y quizá un tanto afectadas por el tufillo de usos históricos como el del referéndum. En realidad no se trata de dilucidar si OTAN sí u OTAN no, sino, según pienso, de decidir qué hacer con o en la OTAN en idéntica medida en que podemos plantearnos qué hacer con el ejército. Si la teoría del espejo continúa siendo válida, la OTAN es un instrumento a imagen y semejanza de los peligros que nos vienen, en realidad, desde muy lejos y del todo condicionados por una trayectoria histórica que no ha sido la nuestra, aun cuando ahora aspiremos a que lo sea. La virtud del reflejo depende -o dependerá- de hacia dónde enfoquemos la superficie reflectante. Y este espejo pienso que habría que orientarlo hacia otro punto cardinal: hacia el Sur. Es el inmediato Sur, y no el remoto Este, el que puede aportamos elementos de primera mano para justificar la amenaza de la guerra como garantía de la paz, si es que ese argumento todavía tiene validez entre nosotros.

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Si aceptamos tales condiciones, la pregunta acerca de la OTAN tendría que matizarse no poco, a menos que aceptemos a ciegas los equívocos. Durante años nos hemos encontrado sometidos a pactos y cláusulas estratégicos que de hecho nos impedían definir al próximo Sur como enemigo. Y sin embargo, hacia ahí tenemos claramente enfocado el espejo de la justificación de nuestro ejército. ¿En qué medida modificará el planteamiento la permanencia -o la salida, para ser puntillosamente exactos- en la OTAN?

En un mundo en el que el balance guerra-paz lleva ya toda una generación amenazando con el último y definitivo holocausto se han venido sucediendo múltiples y muy enojosas guerras marginales. El secretario general de la Alianza Atlántica, Joseph Luns, no hablaba de ninguna de ellas cuando sugería que España, dentro de la OTAN, quedaba a salvo de la conflagración. Pero si guerras como la de Vietnam, la de las Malvinas, la del golfo Pérsico o las del volcán centroamericano no parecen haber servido como detonantes para el juicio final, sí han significado muy profundas heridas para los países que las padecen. El argumento utilitarista del ejército no puede despreciar ese supuesto, que se mide probablemente en términos de armas tácticas y no estratégicas.

Convendría saber de forma clara y precisa, antes de decidir en uno u otro sentido, para qué nos serviría, en ese caso doméstico e hipotético, la Alianza Atlántica.

© Camilo José Cela, 1984.

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