El paro, la pobreza y la economía sumergida
LA DISCUSIÓN sobre la crisis económica ha puesto de manifiesto una profunda contraposición entre la resignación mostrada por los expertos ante unos elevados porcentajes de paro -irremediables, desde su perspectiva, a corto o medio plazo- y la desesperación o las protestas de quienes sufren personalmente las consecuencias del estancamiento productivo. Mientras los responsables de nuestra Administración -respaldados por organismos internacionales como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) o el Fondo Monetario Internacional- defienden la necesidad del ajuste económico (con la advertencia añadida de que aún nos hallamos a medio camino de los sacrificios), la economía real presenta un encefalograma plano o incluso con picos de sierra descendentes. La inversión privada sigue bajo mínimos (es decir, los empresarios no se arriesgan a financiar nuevos proyectos), y el número de parados crece. Para quienes padecen directamente, en forma de desempleo, las repercusiones de la crisis, ninguna política económica puede ser buena si su aplicación incrementa el número de parados.Las cifras de la encuesta de población activa (EPA) del primer trimestre de 1984 son negativas en términos absolutos y relativos. España sigue ofreciendo una tasa de desempleo muy por encima de las de los países del área de la Comunidad Económica Europea (CEE). Para mayor consternación, mientras que las últimas cifras de la CEE señalan una tendencia al descenso del paro, los indicadores de la situación española se mueven en diferente dirección. Al finalizar el primer trimestre del año, el desempleo oficial en España ascendía a 2.639.800 personas, que equivale a un 20% de la población activa. Durante esos tres meses, nuestra cifra de parados se ha incrementado en 212.000 personas, aun dejando aparte el eventual alivio que haya podido suponer el empleo público.El análisis estructural de estos datos muestra que uno de cada cinco españoles en edad de trabajar se halla fuera del colectivo de los ocupados, y que casi la mitad de los 2.600.000 parados del primer trimestre de 1984 son jóvenes en busca de primer empleo, es decir, que nunca entraron en el universo de los ocupados. El ensanchamiento de la brecha entre parados y empleados agrava el síndrome de inutilidad social que sufren los de fuera frente a los que siguen dentro del sistema laboral. De los 2.400.000 parados existentes en España al finalizar 1983, unos 730.000 (más del 30%) llevaban dos años como mínimo buscando empleo. Mientras más del 75% de los parados de 1978 pudo encontrar empleo en menos de un año, a finales del pasado ejercicio sólo el 46% pudo encontrar nueva colocación en ese mismo plazo. El que durante los últimos cinco años se haya ido prolongando el espacio de tiempo en que un parado permanece en esa situación indica la cada vez más alarmante existencia de bolsas endémicas de desempleo y una preocupante disminución de la oferta de nuevos puestos de trabajo.
La persistencia de la situación de quienes permanecen fuera del mercado laboral pone de relieve igualmente la escasa rotación existente dentro del colectivo de los parados. Además, el castigo suele recaer sobre los mismos grupos: jóvenes, mujeres, trabajadores no cualificados y habitantes de determinadas regiones. La estratificación de la población desempleada y su tendencia a la invariabilidad aumentan los sentimientos de abandono y acrecientan los peligros de explosiones sociales. No es lo mismo dos millones de parados rotando cada 15 días en el desempleo que dos millones de personas que permanecen durante dos años en el paro. De añadidura, la tasa de parados con derecho a prestaciones sociales ha venido disminuyendo desde 1976. Actualmente sólo 600.000 desempleados tienen derecho a percibir el seguro de paro, por lo que quedan más de dos millones totalmente desamparados.
No faltan analistas que muestran cierto escepticismo respecto a la fiabilidad estadística de las cifras de paro en España. Dada la reducida cobertura del subsidio de desempleo, la conflictividad política y los fenómenos sociales serían forzosamente mucho mayores -según esa interpretación- si el paro alcanzase realmente a la quinta parte de la población española en edad y con deseos de trabajar. Resultaría necesario distinguir, así pues, entre el paro oficial y el paro real, discrepancia explicable, en buena medida, por la utilización que hace la economía sumergida de mano de obra clandestina.
Es cierto que la economía sumergida experimenta en España un crecimiento vertiginoso; no se trata ya tan sólo de mujeres que confeccionan ropa o hacen juguetes, sino también de industrias auxiliares de primera línea, que emplean en algunos casos alta tecnología, o de sociedades de servicios cuya dinámica es utilizada por empresas multinacionales o punteras. Pueblos enteros cuyas cifras de parados sobrepasan la media nacional sobreviven gracias a las actividades sumergidas. Sólo así podría entenderse que España, con un desempleo del 20% de su población activa (además, decreciente), con solide sus instituciones democráticas sin convulsiones sociales irreparables como las que se producen, cada vez con más frecuencia, en países de América Latina o del norte de África.
De confirmarse la existencia de esa vigorosa tendencia a sumergir empresas (confortablemente instaladas al margen de permisos de apertura, licencias fiscales, impuestos de sociedades, seguridad social y retenciones del rendimiento del trabajo personal) para resistir la crisis, las estadísticas de desempleo deberían ser revisadas drásticamente a la baja para deducir los porcentajes -indeterminados, pero probablemente elevados- de parados oficiales que son en realidad trabajadores marginales. La lucha contra la evasión fiscal tendría, al tiempo, que elegir entre la implacable persecución de esas bolsas de defraudación, con el riesgo implícito de destruir puestos de trabajo, y la benévola consagración oficiosa de esas fuentes subterráneas de empleo, que hacen la competencia ilícita a las empresas situadas dentro de la ley y que no ingresan en Hacienda retenciones sobre la renta e impuestos de sociedades.
De esta forma, el debate en España cambiaría parcialmente de objeto, trasladándose desde el desafío del paro al drama de la pobreza. En la reciente reunión de la OCDE en París, los ministros convocados llegaron a la conclusión de que los gastos públicos dedicados a prestaciones sociales deberían disminuir en todos los países, excepto en los casos de Turquía y España. Dado que nuestro país nunca vivió la revolución del Welfare State, del Estado de providencia, resultaría muy difícil desmantelar lo que nunca existió. La ausencia de prestaciones sociales europeas en España induce nuevamente a matizar prudentemente la cuestión del paro como problema prioritario y a interrogarse previamente sobre las dimensiones y el ámbito de nuestra pobreza.
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