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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Un cambio regresivo: la reforma de la función pública

Habrá que convenir que la trascendencia de una reforma del personal al servicio de la Administración pública es indudable. Se trata de la más vasta e importante empresa del país, por el número de personas a su servicio (la ley puede afectar a un millón y medio de funcionarios), por la renta nacional que consume y por los ser vicios que está llamada a prestar a los ciudadanos. Por otro lado, la significación constitucional de la Administración pública -los importantes cometidos institucionales que le corresponden en la sociedad moderna- hace que su reforma -el sentido del cambio que en ella se quiere operar- sirva de tema testigo para encontrar alguna de las claves del cambio que a escala global se persigue en nuestra realidad social.El progreso, la modernidad en el ámbito de las relaciones Administración-funcionario, lo representó la consagración de la estabilidad o profesionalidad de los servidores del Ejecutivo; el reconocimiento de una serie de garantías jurídicas frente al poder, arrinconando el sistema del favor; la politización de la burocracia; el spoil system, que pasó a ser sustituido por el sistema del mérito, desterrando la figura del cesante, magistralmente descrita por la literatura costumbrista de la época (Mesonero Romanos, Larra, Antonio Flores).

En definitiva, la aplicación de los principios propios del Estado de derecho en este ámbito, lo que se tradujo en el denominado Estatuto de los Funcionarios Públicos, y que por lo que se refiere a nuestra burocracia fue debido a la obra de gobierno de la década moderada, y concretamente al estatuto de Juan Bravo Murillo de 1852, sustituido por la ley de Antonio Maura de 1918, vigente hasta la reforma de 1963.

Exigencia de objetividad

Efectivamente, una de las conquistas del Estado de derecho es que las garantías básicas de la función pública se encuentren establecidas por la ley en cuanto exigencia de la objetividad que debe presidir el actuar de la Administración pública; la relación entre Administración y funcionario está regulada por la norma objetiva y es condicionante para las dos partes, por lo que no debe emanar de una de ellas, del propio poder ejecutivo, sino que ha de proceder del Parlamento en cuanto materia propia de la reserva legal, dando lugar al llamado Estatuto de los Funcionarios.

Esto es algo elemental en Derecho Público, en la configuración de las burocracias de los Estados modernos. Y esto es lo que dice con prioridad y rigor jurídico la Constitución española de 1978 (artículo 149-1º, 18º) al establecer entre las competencias del Estado la regulación del régimen estatutario de los funcionarios, y más. específicamente, en el artículo 103-3º: "La ley regulará el estatuto de los funcionarios públicos".

Frente a esta indudable conquista del Estado de derecho de la modernidad en la configuración de los poderes del Estado, la reforma emprendida por el Gobierno socialista no se ha preocupado tanto de avanzar en esa línea, que es garantía de la neutralidad, objetividad y eficiencia de la Administración pública, como de conseguir una Administración domesticada y sometida al Gobierno.

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Ciertamente, la reforma emprendida no es una reforma global de la función pública, como exige la necesidad de adaptar la Administración a los nuevos condicionamientos sociales, de una parte, y de otra, a las exigencias constitucionales, en la línea expuesta por el presidente del Gobierno en su programa de investidura, y más recientemente en el debate sobre el estado de la nación.

Con ello, los criterios programáticos expuestos por el jefe del Ejecutivo no se ven cumplidos, perdiendo la gran ocasión para modernizar nuestra Administración pública.

La reforma lo que persigue es suprimir los condicionamientos legales derivados del carácter estatutario de la regulación funcionarial, deslegalizar todas las cuestiones de personal en la Administración publica y dejar sin garantías legales a los funcionarios, a fin de que el Gobierno pueda actuar con absoluta libertad, sin condicionamiento legal de ningún tipo. Por eso la ley no lleva a efecto la necesaria reforma, se limita a facilitarla.

Es, como su nombre indica, una ley para la reforma, que será efectuada por el Gobierno posteriormente -al margen del Parlamento- una vez que hayan desaparecido los condicionamientos legales existentes, una vez que el personal de la Administración pública carezca de capacidad legal de reacción.

Arbitrariedad

En definitiva, se trata de consagrar en el ámbito de la burocracia la arbitrariedad en el sentido técnico de la expresión: ausencia de normas legales que condicionen o limiten la actuación del Gobierno. Ello se puede comprobar en cuestiones tan centrales del régimen estatutario de la función pública como en la selección de personal, la provisión de puestos de trabajo o la promoción funcionarial.

Con ello se entrará necesariamente en una dinámica de absoluta inseguridad jurídica, y en consecuencia en una abierta politización de la Administración pública, de lo que ya tenemos algunos expresivos ejemplos durante el mandato socialista, y que con esta reforma existirá la posibilidad de su generalización a todos los niveles, con riesgo de aumentar el desorden y la ineficacia administrativa.

La falta de criterios legales será llenada por criterios políticos, en contra de la profesionalidad y neutralidad que debe exigirse a los funcionarios. Parece como si el Gobierno quisiera aplicar también en este terreno la máxima de Maquiavelo de que vale más ser temido que amado.

En consecuencia, la reforma no puede ser valorada como un paso adelante en la modernidad del aparato estatal. El cambio proyectado resulta regresivo a fórmulas decimonónicas y se acomoda mejor a los esquemas característicos de países tercermundistas que a los principios propios de un Estado de derecho moderno, como son los que en esta hora de la historia consagra nuestra Constitución.

Juan Luis de la Vallina es catedrático de Derecho Administrativo y diputado de Coalición Popular por Asturias.

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