Un espectáculo 'tercermundista'
La afición ya renuncia a que le expliquen por qué se caen los toros y ahora cruza apuestas sobre las pintorescas excusas que el taurinismo inventará para justificar la ruina de toros que sale a los ruedos. Lo de ayer era una ruina. Ruina tercermundista.Tercermundista era el espectáculo. Tienen razón los taurófobos cuando dicen que ésta fiesta es tercermundista. Si alguno de ello asomó un ojo ayer en Las Ventas, acopiaría argumentos sobrados para provocar un movimiento mundial de solidaridad en contra de las corridas de toros, y exigir a los poderes públicos que las prohiba.
Aquello era una carnicería inútil. Había unos toros decrépitos e indefensos y había unos rudos picadores que los mechaban desde percherones enfundados en guata Uno de esos picadores casi abre en canal al colorao que agonizaba bajo su estribo, enredado en el peto; rasgó la carne a lo largo del espinazo y los chorros de sangre saltaron hasta media vara. Pero el abusivo castigo no agotaba la nefasta andadura del espectáculo, porque aparecían después unos individuos tocados de coleta y nos sumían en el sopor.
Plaza de Las Ventas
25 de mayo. Décima corrida de feria.Cinco toros del marqués de Domecq, bien presentados pero inválidos; sexto, sobrero de Antonio Ordóñez (en sustitución de otro sobrero), pequeño y derrengado. Curro Vázquez. Estocada corta atravesada (silencio). Pinchazo perdiendo la muleta y otra hondo caído (ovación con algunos pitos y salida a los medios). Niño de la Capea. Pinchazo, otro hondo y descabello (silencio). Pinchazo bajo perdiendo la muleta, otro pinchazo bajo y bajonazo (pitos). José Antonio Campuzano. Pinchazo y descabello (silencio). Pinchazo hondo caído (pitos).
Los toros eran bonitos, eso sí. Lo único bonito de la corrida eran los toros, cuando saltaban a la arena. Tenían capas variadas, en las distintas gamas del colorao o el castaño. El que abrió plaza, añadía pelaje chorreao en verdugo; hubo uno ojo de perdiz, y los negros asimismo lucían facha galana. Aparecían por el portón, además, pujantes; se engallaban al primer, cite y se arrancaban prontos, con el rabo levantado. Casi todos remataban en tablas y luego acudían, retadores, al capote que les presentaba el diestro de turno.
Y ahí, justo ahí, se acababa la belleza y la emoción del toro, porque les sobrevenía la cojera, o el lumbago, o el cuelgue, no se sabe qué rayos le sobrevenía, y se convertían en ruina. Una organización bien estructurada y un presidente con criterio, habrían dispuesto que, en ese preciso instante, el toro fuera devuelto al corral, y saliera el siguiente, y de igual modo todos hasta el último. De esta forma concebida la fiesta, se evitarían los restantes lamentables acontecimientos que se produjeron ayer en la llamada lidia, la corrida duraría 18 minutos exactos (tres por toro; lo que la causa tarda en surtir efecto) y la gente, en lugar de perder el tiempo durmiéndose en un incómodo tendido, se iría a lo que le guste, quien al bingo, quien a catar rico licor, quien a escuchar música celestial, quien a estudiar la procelosa vida del gamusino.
Como no hubo organización bien estructurada ni presidente con criterio, pasó lo que pasó: que el inocente público hubo de soportar la manía derechacista de unos pegapases de abrigo, aplicada a toros de ruina. Los pegapases Niño de la Capea y José Antonio Campuzano lograron colmar su manía derechacista. Curro Vázquez, que no es un pagapases, corrió la mano cuando abría el compás en unos bonitos redondos al cuarto toro, la corrió menos en otros de frente que le salieron decorosos, menos aún en los naturales, se pegó un batacazo por culpa de un achuchón, y esa fue su faena a otra ruina de toro, pero menos ruina que los demás y, por añadidura, boyante. Su primero era el chorreao, que resultó pegajoso y buscón, y a ese lo despachó pronto, como cabía esperar.
El reglamento prescribe que los toreros deben matar al toro en diez minutos, y con ese tiempo Niño de la Capea y Campuzano no tienen ni para empezar. La verdad es que, con media hora, tampoco llegarían a dar todos los derechazos que les pide el cuerpo. Son muy suyos, y si no prolongan hasta la madrugada su capacidad de producción derechacista, es porque el matador que les sigue en el cartel, les toca en el hombro y les dice: "Eh, oiga, acabe ya, que me corresponde a mi, y el día sólo tiene 24 horas".
Niño de la Capea acunó al público con su peculiar derechacismo caótico y, mediadas las faenas, ya lo tenía pegando ronquidos. Uno de los toros de Campuzano, harto de derechazos, volvió grupas, se marchó a tablas, y las examinaba para, ver por qué agujero podría escapar de aquel incontrolado pegapases. Mas no pudo escapar, porque Campuzano se avalanzó sobre él con el firme propósito de continuar pegándole pases, no importaba que fueran al arrimo de la barrera; el caso era pegarlos. Si se le hubiera ido el toro a Manuel Becerra, allí se los habría dado. Se solicita, respetuosamente, que les abran la puerta, y en efecto, se vayan a Manuel Becerra, a pegar pases.
Hasta el presidente se cansó de la ruina de toros y el último lo devolvió al corral. Salíó en su lugar un tullido de Albarrán, y también lo devolvió. Apareció entonces una miniatura de Ordóñez, y aunque aún estaba más tullida, esa no la rechazó, pues ya eran las tantas. El menudo daba volatines, rodaba por la arena, pero.no por eso iba Campuzano a privarse de pegarle derechazos y se los pegó. La ruina está en los toros y en la imaginación de los toreros; y está en el espectáculo mismo, tercermundista espectáculo, que si ha de ser siempre como ayer, y como tantos días, mejor es que lo prohiban y vámonos a casa.
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