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El teatro neoyorquino una vanguardia que regresa a la palabra

Una nueva generación de autores ante la tradición de Broadway

No es habitual en nuestros escenarios el teatro norteamericano actual. A veces nos sorprende con éxito un Miller, como El precio, del Teatro de los Buenos Ayres, pero, por lo general, no hay sorpresas en las reposiciones de aquellos clásicos que suben de nuevo a las tablas plurilingües de nuestras autonomías teatrales. Cuando regresan siempre son nombres de aquella época muy anterior a la gran convulsión teatral de los años sesenta, como si nada hubiera sucedido en el teatro norteamericano de autor desde los años cincuenta. Durante una década, a la palabra había sucedido el gesto; a la tesis, la investigación formal, y a la medida, el desmadre. Con el tiempo todo pasó y la palabra volvió al teatro. En Estados Unidos, en Nueva York más concretamente, se ofició la más radical negación del texto literario. El resultado fue genial en La mirada del sordo de Bob Wilson, y hermético en las producciones de Robert Forem1í. También hubo desastres desde luego. Sin embargo, el exceso está produciendo hermosos frutos. Y puede volver la palabra. Los nuevos autores se llaman Sam Shepard, David Mamet, etcétera. Son tan grandes como sus predecesores de los años cuarenta y cincuenta, y están cambiando ya la geografía dramática de la ciudad de Nueva York.

Los nuevos autores norteamericanos no llegan a España aunque curiosamente sus padres (Arthur Miller, Tennessee Williams) sí pudieran atravesar a tiempo la barrera del franquismo. Conviven estos días en las carteleras con éxitos de Broadway y nuevas urgencias vanguardistas. Hemos querido repasar aquí la expresión de las distintas tendencias teatrales -todas de excelente calidad- en la cartelera neoyorquina, y afirmar la existencia de unos problemas teatrales muy similares a los que existen hoy en España.El largo camino que ha llevado a David Mamet hasta el Pulitzer 1984 ha sido una escalada progresiva de aciertos que ha terminado consagrando a este dramaturgo sin prisas y sin pausas. Se sitúa el autor en la gran tradición dramática norteamericana de Arthur Miller, Tennessee Williams o Edward Albee. Con ellos comparte la voluntad de estilo, el fervor por el lenguaje, la construcción de los personajes y el compromiso progresista con el entorno social. A todo ello añade la experiencia vanguardista de los años sesenta, tan evidente en obras anteriores suyas, como Sexual perversity in Chicago, y que desaparece, casi totalmente, en el magnífico American Buffalo que, desde hace cuatro años, pasea Al Pacino por varias ciudades norteamericanas. No hay duda que, entre los autores actuales norteamericanos, David Mamet ha conseguido ya en varias obras lo que sólo algunos han alcanzado en una sola ocasión: introducir de nuevo en Broadway aquella tradición a que nos referíamos más arriba y que ha hecho posible el actual montaje escénico de Death of a Salesman, con que Dustin Hoffman ha resucitado, esta temporada, a Tennessee Williams.

Espectaículo en La Mama

En realidad, Glengarry Glen Ross es una producción que asegura definitivamente el retorno de ese pasado en una nueva generación de autores norteamericanos.Cuenta una historia de enormes resonancias para quienes conocen el espíritu profundo que anima al teatro de Miller. Analiza, a través de un empleo magistral de las situaciones sucesivas aisladas y de un lenguaje fuerte, fluido y libre, el oscuro mundo de los salesmen (en este caso, corredores de fincas) norteamericanos. Nos muestra su astucia, la inmoralidad y el engaño en que nadan estos tiburones de pecera, que contrasta con el dolor y la frustración de su angustiada vida cotidiana.

Parece como si este espectáculo de Mamet fuera el lugar de encuentro para unos y otros, tras el largo aparte de los años sesenta. Podría pensarse que, finalmente, alguien ha encontrado la fórmula para expresar libremente una ideología progresista en términos teatrales vanguardistas, pero que, al mismo tiempo, ha sabido mantener el contacto directo con el público de Broadway. Es una circunstancia enormemente significativa y, además, interesante de seguir por lo que tiene de salida al impasse en que se encuentra todo un sector del teatro actual en España.

Sin embargo, el teatro neoyorquino mantiene su compromiso con la vanguardia más desbocada. En el viejo e insigne edificio de la calle 4, La Mama (de Helen Stewart) ofrecía durante unos días el espectáculo para voyeurs de Spiderwoman: I'Il be right back. Un sueño loco de cinco mujeres-niñas que construyen en el escenario la atmósfera íntima de un juego infantil, como esas niñas que pasan la tarde del domingo ensayando disfraces disparatados, con los tacones de la madre, la bolsa de plástico de la basura y el sombrero de paja del verano. Sueñan su pasado de indias en los mitos de su raza y en los recién adoptados cuentos de hadas, mezclando a Caperucita Roja con el Espíritu del Miedo. La estética punk del resultado enardece el carácter musical del espectáculo, que se propone, también, destruir el elaborado señuelo de Broadway.

Alan Schneider, profesor y director escénico con premios Obie y Pulitzer a las espaldas, que coronan su sólido trabajo sobre clásicos contémporáneos (Beckett, Albee, entre otros), presenta a Pinter en el Manhattan Theater Club. Reúne tres obras cortas del autor británico (cómo había hecho con Rockaby y otras breves de Beckett) bajo el epígrafe de Other places. Una de ellas, One for the road (Una última copa para el camino), es, sin duda, uno de los mayores alegatos escénicos contra la tortura. Un espectáculo impresionante que recrea la angustia y la impotencia ante la iniquidad. El trabajo de los actores (un nombre a retener: Caroline Lagerfelt) es soberbio y sobrio en esta obrita, pero desigual en Victoria station y A Kind of Alaska quizá porque estas dos escenas largas que acompañan a la primera obra tampoco dan más de sí. En definitiva, se trata en este espectáculo de un sector diferente del teatro neoyorquino: el del upper mid-town, comprometido con el vanguardismo establecido, y que busca la perfección formal y las interpretaciones textuales y espaciales.

El desencanto de Kroetz

Más abajo, en la calle 45 y casi en el Hudson, el cuerpo cotidiano, el sexo como forma de relación precariamente amistosa y la poesía de la burda ordinariez, se dan cita al conjuro del grupo Mabou Mines, que recrea, con dos grandes actores, la obra del escritor bávaro Franz Xaver Kroetz: Sobre las hojas. Todo en este espectáculo es horrorosamente trivial. En él naufraga todo. Desde la cabeza de cerdo, las entrañas de temera y la sordidez del interior plástico cotidiano, nos acercamos a la desnudez de cuerpos deformes y hermosos, que hacen el amor como soldaditos de plomo que pasean a orillas del bello Danubio azul. Una lección magistral sobre el sentido del deseo que llamamos amor y de sus complicadas relaciones con la independencia personal y el conju

El teatro neoyorquino una vanguardia que regresa a la palabra

ro de los mitos que nos acompañan aún, en nuestra más desvalida imagen humana. Ruth Maleczeck encarna la mujer de esta fábula urbana del desencanto. Su trabajo es de una solidez tan impresionante y ejemplar que lo convierten en espejo para todo actor-espectador. La madurez de este grupo, fundado en 1968, que residió en La Mama y trabajó en el Public Theater, de Joseph Papp, es una prueba evidente de que no puede haber coincidencias entre el sector Broadway del teatro neoyorquino y el Off-Broadway. Son dos mundos distintos, que no se excluyen: conviven. Así, Dustin Hoffman o Al Pacino (por citar dos actores neoyorquinos de prestigio) pueden estar en Broadway este año y en Off-Broadway el que viene. Son amores distintos.Hace casi exactamente un año se proclamaba el Pulitzer 1983: Night Mother (Buenas noches, madre), de Marsha Norman, una autora cuyo nombre no debe olvidarse entre la nómina de los dramaturgos norteamericanos actuales. Nació este espectáculo en el American Repertory Theatre de Cambridge, Massachusetts, el año pasado, bajo la dirección de Tom Moore. La obra pasó en marzo a Nueva York para buscar el éxito que ya había consagrado a su director al crear Grease, espectáculo que, en 1979, se convirtió en el que más había durado en escena en toda la historia de Broadway.

La estética de Bacon

La obra que lo inspira merece punto y aparte. Desde su inicio descubrimos a una hija casi cuarentona, divorciada, sin amigos ni trabajo, que vive con una madre de bata y pensión holgada, pura cocinera, que nunca amó a su esposo ni se distingue por la discreción. También en las primeras réplicas la hija le pregunta a su madre por el revólver "de papá". "Está arriba, en el ático. ¿Para qué lo quieres?". "Dentro de una hora voy a suicidarme", responde la hija. La obra dura exactamente esa última hora de una vida en la que se repasa el destino, se juegan los absurdos juegos del engaño y se termina con la vida real, adulta, sin contemplaciones.

El error de cálculo de Tom Moore al acercar su espectáculo a Broadway fue, sin duda, el fruto de la extrema calidad del producto. Sin embargo, la presentación esmerada del mediocre mundo del que se despiden unos seres también mediocres apaga el relumbrón tan caro a Broadway y se queda en el umbral de la avenida, como tantos otros excelentes espectáculos entre los que destacaron Cloud Nine y American Buffalo hace dos años.

Lo mismo está ocurriendo con Fool for love, el espectáculo escrito y dirigido por Sam Shepard para el Magic Theater, de San Francisco, que dirigen John Lion y Martin Esslin, y que puede verse ahora en el Theater Row, de Nueva York. El resultado del mismo es, en este preciso estilo que acabamos de describir, de una perfección formal sorprendente. Recoge la estética y el clima del pintor inglés Bacon, y lo traspone a la escena. Transcurre en una horrible habitación de Motel de carretera, que se convierte en un tríptico poblado de sombras que son seres humanos vivos y muertos. Este homenaje a la pasión de amor, a la manera de Bacon, es el último sobrecogedor grito de Sam Shepard, quien comparte con David Mamet el mayor aprecio de público y crítica entre los escritores actuales norteamericanos, lo que ya le había ganado también el Pulitzer en 1979, otorgado a su Buried Child.

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