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Análisis e hipótesis de reforma del sistema de partidos

RAÚL MORODOComo una constante del nuevo Estado democrático que comienza a instalarse a partir de la transición, está la reflexión, analítica y polémica, sobre el sistema de partidos en España. Esta constante, dice el autor de este artículo, remite al problema general de la naturaleza de los partidos y a su función social integradora y canalizadora de la opinión pública. Es decir, la democracia pluralista, tal como la entendemos en los países occidentales, descansa en la legalización de los partidos políticos y, al mismo tiempo, su operatividad asentar el sistema democrático, con sus diferentes opciones- viene condicionada por la adecuación de los partidos a la dinámica de la realidad social.

A pesar de las reticencias y oposición iniciales de los teóricos y fundadores del Estado liberal-democrático, con respecto al sistema partidista -vigencia diluida de la voluntad general y totalizadora de Rousseau o la concepción antifraccional de Jefferson-, los partidos definirán, desde su pluralismo ideológico y programático, el régimen democrático representativo. La democracia liberal, con sus diferentes formalizaciones y revisiones, desde un Estado inhibicionista a un Estado intervencionista, será una democracia de partidos. Y así, el proceso de consolidación de la democracia irá paralelo al proceso gradual de recono cimiento, legalización y, por último, de constitucionalización de los pártidos políticos (en Europa, después de la segunda guerra mundial).Junto a este dato jurídico, se irá perfilando el dato social. En otras palabras, los partidos no son organizaciones abstractas o aisladas del marco social en que funcionan. Son, por el contrario, la expresión dinámica de una sociedad díversificadora y plural. De aquí la contradicción máxima del partido único: por naturaleza, el partido representa una parte (pars) de la sociedad, que engloba clase social y, también, opiniones y creencias, intereses e, incluso, prejuicios. La funcionalidad de una democracia, su asentamiento operativo, residirá, pues, en la adecuación coherente -y con menos contradicciones- de los diversos partidos con la sociedad global.

Así, bipartidismo o piuripartidismo son categorías que hay que analizar, no a priori, sino como un resultado de la propia sociedad política. La bondad o maldad del sistema -bipartidista o pluripartidista- dependerá, en suma, de su correcta integración social, y de aquí resultará la estabilidad y operatividad de la democracia. Un régimen democrático puede funcionar bien tanto con un sistema u ótro sistema, o puede funcionar mal. La referencia a la sociedad política, con mayor o menor nivel de homogeneidad o heterogeneidad, en cuanto realidad social formalizada, es así inexcusable. O dicho en otros términos, no existen modelo! ideales de democracia en relación a los partidos políticos. La democracia no exige, por principio, un sistema bipartidista o pluripartidista; lo que sí, en cambio, es correcto afirmar es que una sociedad heterogénea y diversificada se desenvuelve mejor dentro de un sistema pluripartidista, y una sociedad más homogeneizada y uniforme, con un esquema bipartidista.

Sociedad política española y sistema de partidos

La tradición política española, en relación a los partidos, desde sus comienzos a mediados del siglo XIX, ha sido una tradición pluripartidista. Frente a la tradición inglesa, de bipartidismo dominante-conservadores/liberales y laboristas/conservadores-, la sociedad española, como en general las sociedades del sur de Europa, han expresado mayor diversidad y diferenciación. La estratificación social española ha sido, y sigue siendo, mucho más heterogénea que la británica. Tanto por consideraciones socioeconómicas (regiones agrarias/industriales), como por supuestos de contenido político (monarquía/república, centralismo/autonomismo, clericalismo/secularización, oposición sociedad civil/sociedad militar), el proceso de modernización, que en esto consiste la estabilidad del sistema democrático y del sistema de partidos, ha sido difícil. Nuestra identidad nacional -y, en realidad, la propia identidad nacional de Europa del Sur- está todavia basada en la heterogeneidad y diversidad sociales y en la consensualización, no fácil, de algunos aspectos de esta diversidad. Una sociedad así, compleja y múltiple, no podía producir un bipartidismo operativo.

Sólo el canovismo, con la restauración, pretendió desde arriba establecer un sistema político bipartidista. Si el éxito inicial del canovismo fue objetivar una realidad excepcional, muy rápidamente se deslizó hacia una oligarquización, que desnaturalizaba el carácter democrático, y marginó a nuevos y amplios sectores sociales -proletariado, pequeña y media burguesía, es decir, partidos obreros y partidos de la burguesía progresista-, que actuarán muy pronto en actitudes antirrégimen. El Estado de la Restauración, con su bipartidismo imperfecto, resolvió, sin duda, la fase urgente de la necesaria reestructuración de un Estado débil (guerras civiles, sucesiones dinásticas, pronunciamientos, cantonalismo), pero fracasaría en su intento de institucionalizar una vida política estable y modernizadora.

La tentación bipartidista, como segunda excepción en nuestra historia contemporánea, volvió a plantearse en el proceso de pretransición y transición políticas, que comienza en 1975. Teniendó en cuenta la compleja y variada realidad social, así como la fraccionada realidad política, clandestina o semilegal, de la última etapa del franquismo (es decir, la proliferación de grupos y prepartidos a escala nacional y regional), era inconsecuente, desde la ortodoxia democrática, establecer un mecaw nismo que no reflejase esta variedad. Tal vez la "razón de Estado" llevó a establecer un sistema electoral no proporcional que, sin duda, fue la causa directa de la bipolaridad partidista y parlamentaria.

¿Qué entenderíamos aquí por .razón de Estado"? Indudablemente, preservar la estabilidad en un difícil proceso de transición. Como en la restauración canovista, el bipartidismo hegemónico -UCD y PSOE- podía garantizar, y de hecho garantizó, la efectividad de la transición. Un modelo pluripartidista muy fragmentado, como el de la Segunda República, sin el asentamiento y consolidación de la democracia, dificultaría el imprescindible consenso para avanzar en la estabilidad del sistema democrático. La defensa de la democracia, como objetivo finalista, llevó así a una atipicidad -no sólo en relación a los partidos- beneficiosa para la democracia.

Datos para una revisión del sistema de partidos

La excepcionalidad del esquema bipartidista está, pues, fundamentada en la excepcionalidad de la situación de -despegue y de comienzo de nuevo régimen: Restauración- 1876, transición- 1975. Pero la salida de la excepcionalidad, es decir, avanzar en la normalización y en la adecuación realidad social-realidad política, exige un nuevo análisis y, en su caso, una revisión o remodelación del sistema de partidos. Por una razón adicional: en una sociedad heterogénea y todavía no bien integrada, como la española, se corre el peligró de que el bipartidismo, al no reflejar adecuadamente la diversidad social e ideológica, tiende a producir inhibición, con la secuela abstencionista, o radicalización. Ambas actitudes serían negativas en nuestro actual proceso de consolidación democrática. La no participación o la conversión del adversario en enemigo anticipa un clima no propicio a la convivencia.

Varios hechos, muy esquemáticamente, expuestos, condicionan las hipótesis que pueden ser válidas para la eventual reestructuración operativa de nuestro sistema de partidos.

Primero. La UCD, que representaba el centro-derecha evolutivo de la sociedad española, desaparece de la escena política. Si para los analistas la transición española es casi un nuevo modelo político de transformación de un Estado, es decir, ruptura desde la legalidad, la UCD será el antimodelo de partido político. Sería inexacto sin embargo, considerar o juzgar a UCD como un partido que no fue capaz de institucionalizarse. Su propia naturaleza y función -al margen de las frondas internas, diferencias ideológicas y banderías autodestructoras- estaba no en la permanencia, sino en la mediación en una transición compleja. Era un movimiento que quiso asumir también la función de partido; y aquí tenía que fraca sar. Pero, en cambio, en su derrota estaba implícita su victoria: con el fin de la transición se terminaba un rol positivo de mediación políti ca y social.

Segundo. Alianza Popular, que representa, sin ambigúedades, la derecha tradicional -y en donde coexisten el autoritarismo residual del franquismo, conservadores demóciatas y unos sectores liberales y democristianos-, difícilmente puede, con su actual estructuración y liderazgo, avanzar hacia el espectro derecha-centro. La ambigúedad de la UCD, con la excepcionalidad del cambio político, consiguio aglutinar sectores sociales diferenciados; es decir, UCD inicialmente operé de reaseguro del proceso de democratización. Alianza Popular puede objetivar claramente la derecha clásica española, con vocación secular de contrarreforma, pero difícilmente constituirse en alternativa de poder; sí, en cambio, en testimonio de crítica a la modernización. La burguesía progresista -profesionales, nuevas clases- podrá dar un voto de castigo al PSOE absteniéndose, pero no votará a Alianza Popular.

Tercero. El partido comunista, que jugó un papel muy importante en la transición, ha dejado -al menos, por ahora- de ser un dato clave de la situación política partidista. A la inversa del socialismo, parte de la unidad y termina con un fraccionamiento, que no es útil para la propia estabilidad del sístema democrático y tampoco por dejar de actuar de revulsivo crítico. Con un protagonismo grande en la clandestinidad, el partido comunista español tiene una cota electoral muy inferior a cualquier país europeo, que le impide plantear seriamente hoy una unión de fuerzas de izquierda. .

Cuarto. El partido socialista es, obviamente, el partido hegemónico en nuestra situación política. Hegemonismo político y social. Ha sabido, en efecto, capitalizar las demandas sociales de la modernización, la realización política y estratégica de una via reformista no radicalizada y la objetivización social interclasista. La diáspora comunista y la desaparición del centrismo le ha permitido avanzar, al mismo tiempo, a dos bandas. Nunca en la larga historia del socialismo español se ha dado, como se da en nuestra actualidad, una eficaz unidad interna y una proyección hegemónica externa. De hecho, el PSOE asume -hasta ahora- tanto al proletariado como a la burguesia urbana progresista.

Quinto. Los partidos regionales, vasco y catalán, y en menor medida los existentes en otras regiones, han sabido mantener su clientela nacionalista moderada y conservadora-centrista democrática. La bipolaridad a nivel estatal no ha incidido fuertemente en su estructuración partidista, y no parece que el esquema vaya a modificarse materialmente.

Con altibajos, el centro-derecha de las grandes comunidades autónomas exigirá, normalmente, una colaboración con el partido mayoritario estatal.

Las tres opciones posibles

Partiendo de este análisis, encuentro tres opciones posibles. Opciones que se basan en estos supuestos-. a) la inviabilidad de institucionalizar el statu quo; b) la corrección estratégica y política que tendrá que inventar la derecha, y c) la respuesta de la izquierda.

Opción primera: Mantener el actual sistema bipartidista sin alternativa de poder para la derecha. Es decir, reducir a la derecha al campo imaginativo y crítico de la testimonialidad. En otras palabras: sustituir la función histórica que, normalmente, ha hecho la izquierda en España. La viabilidad de esta opción no la veo fácil: en la medida en que avanza la normalización, es decir, salimos de la excepcionalidad, se patentiza la necesidad de opciones distintas, producto de nuestra heterogeneidad social.

Opción segunda: Transformar el actual, y coyuntural, bipartidismo en un sistema de alianzas o bloques: derecha-centro versus centro-izquierda o derecha-centro versus izquierda-extrema izquierda. Si la derecha toma conciencia de ampliar su espectro político hasta el centro, el PSOE se verá obligado a optar por una salida doble: hacia la izquierda -pacto con el PCE y grupos próximos, como en Francia- o hacia el centro sociológico. Este centro-izquierda sociológico estaría constituido por el CDS, o partido similar, y/o por plataformas de apoyo al PSOE, en cuanto partido hegemám,co.

Opción tercera: Relanzamiento de un nuevo centro político, equidistante de la derecha tradicional y del socialismo. Si teórica y sociológicamente esto parece viable, las dificultades de estructurar un partido de esta naturaleza son, por ahora, grandes. Dificultades normativas (ley electoral), dificultades económicas (financiación), dificultades de organización (líderes, cuadros, etcétera), todo ello condicionaría una operación de esta naturaleza.

La dinámica social y política española formalizará alguna de estas -u otras- opciones, pero, en todo caso; dato alentador de nuestro sistema político actual es la adhesión firme de todos los partidos. que constituyen el arco parlamentario a los principios e instituciones democráticos.

Consolidar la democracia, con las correcciones y reajustes necesarios, permitiendo pluralidad de opciones, sin polarizaciones peligrosas, es el buen camino para la estabilidad de nuestra sociedad civil.

Raul Morodo es catedrático de Derecho Politico de la Universidad Complutenle.

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