'Santo del Este, santo del Oeste'
En el ilustre panteón madrileño que presiden nuestra madre Cibeles, dispensadora de la abundancia, y nuestro padre Neptuno, tan lejano de sus ondas nutricias, al lado del rubicundo Apolo y de la discreta Mariblanca, el humilde Isidro calza su rústica peana y opone a los fastos monumentales de sus olímpicos colegas su bucólica ermita y sus modales de peón agrícola sin reconvertir que gusta todavía de las riberas marginales del escuálido Manzanares, nostálgico de huertas y sotos, de romerías y verbenas.Apenas sube el buen Isidro a la ciudad extraña; asfalto y hormigón cubren sus viñas, enormes edificios alicatados hasta el techo sobre los solares de la casa de su amo, Iván de Vargas. Sólo una vez al año, cuando el calendario le rinde su homenaje, el humilde patrón se atreve a asomarse por las nuevas avenidas, temeroso de ser retirado a causa de su rústico aspecto, por los celosos guardianes de la ley, de la proximidad de las zonas nobles de esta desquiciada villa que le otorgó su patronazgo.
¿Qué pinta, agricultor, meditativo y pobre, nuestro santo en esta metrópoli de la posmodernidad? Fiel a su cita, sigue dispensando la lluvia en estas fechas, pero sus fugaces aguaceros ya no empapan la tierra sedienta, sino que se deslizan sobre el negro asfalto, golpean en las ventanas de carpintería metálica y se deslizan por los canales de uralita.
¿Qué tiene que ofrecer a los madrileños este santo rural y anticuado, este proto-hippie tan escasamente proclive al lucimiento? No hay heroicidad, ni gestos ampulosos para la posteridad, ni martirio simbólico, ni hazañas que cambiaran el destino de su pueblo o el signo de su época.
Y, sin embargo, alienta todavía su peculiar mensaje, su moraleja para uso de ciudadanos de la moderna urbe, atosigados por el tráfago, neuróticos por el stress, enloquecidos por el ritmo vertiginoso que impone a sus fieles esa deidad multiforme y sangrienta que preside los ritos de nuestra civilización, Moloch, el dios fenicio que conjurara Ginsberg en los prolegómenos del Apocalipsis.
Pionero en las técnicas del relax y la meditación, el pacífico Isidro unificó, sin saberlo, por encima de los océanos y de las cordilleras, los vientos del Este y del Oeste, el ying y el yang, el yoga con la ascética, las disciplinas del zen con los secretos de la mística castellana.
"Cuando nada se hace, nada se deja por hacer"
Cuentan los cronistas que el santo varón abandonaba frecuentemente sus tareas agrícolas para caer en trance y meditar horizontalmente bajo la fresca sombra, en un estado que los profanos identificaban con la pura y simple somnolencia. Envidiosos, sus vecinos corrieron a denunciarle al patrón y le criticaron por su absentismo; acudió Iván de Vargas a comprobarlo con sus ojos, y en efecto encontró al infeliz Isidro ajeno a los vaivenes del mundo, practicando, como un yogui mesetario, el tradicional hábito de la siesta reparadora, subiendo la escalerilla del Nirvana, en pleno satori, convertido en una versión local del mismísimo Buda.Ya iba a reconvenirle su patrón, cuando observó maravillado que durante su retiro espiritual los ángeles del Señor manejaban el pesado arado y trazaban seráficos surcos en la tierra.
El humilde Isidro había encontrado en las circunvoluciones del sueño el secreto del Tao, y sin duda pudo contestar a sus maledicentes convecinos, con las palabras de la antigua sabiduría: "Cuando nada se hace, nada se deja por hacer".
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