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Tribuna:La obra del prosista ampurdanés llega a su último volumen
Tribuna
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Una cierta sensualidad

En el opus genial y contradictorio de Pla, la sensualidad es un elemento básico, que algunos quieren ver como parte de una totalidad mediterránea y mediterrancista; sustentadora en todo caso. El recuerdo me la devuelve convertida en experiencia personal. Cuando gané la primera convocatoria del premio que lleva su nombre, el señor Pla de Palafrugell, en su refugio de La Gavina de S'Agaró, me previno contra mi tendencia hacia las tierras egipcias y decidió que debería inclinar mis instintos hacia Italia y Grecia.Sin embargo, parece lógico que el señor Pla de Palafrugell enviase a un probable pupilo hacia países donde la tradición ha querido establecer una regla dorada de la sensualidad, una divina prospectiva de los instintos. Aprendí a entenderlo como habilidad de escritor, como estratagema del genio, más que como máxima moral. Seguramente el señor Pla, olvidando la corrosión de una Italia industrializada, resumía su experiencia lúdica en un contexto de esteticismo donde lo natural y lo sofisticado se abrazaban y contradecían continuamente. Esto mismo aparece en su propia obra: la sensualidad de la petita pàtria asumida como paisaje y lanzada hacia un universalismo que parece reproducirla en cuantos lugares históricos la influyeron, o que ella reprodujo. En la obra de Pla se tiene la sensación de que los campos de Palafrugell se han extendido hasta las colinas de la Toscana o que la planicie del Alt Empordà recupera ciertos tonos agridulces de la Mesara, en Creta. Todo ello, literariamente, con este sentido de universalidad que puede tener la literatura cuando alcanza a la creación del mito. Una literatura donde la sensualidad puede ser controlada por el escritor, incluso a nivel de lenguaje, pero que también puede deparar sorpresas y alucinaciones. Consciente de jugar con la mentira -de recrear la mentira- puede volverse cínica y hasta respondona.

Cuando Pla, en uno de sus escritos, rechaza el panhelenismo a la catalana -una maniobra cultural que conoció gran prestigio- se acoge a la latinidad como fuerza motriz de la Cataluña que él ha conocido; pero sabe que tan tópica resulta una asunción como la otra. En su obra literaria, Grecia, Roma, la Italia renacentista y Cataluña viajan en un mismo carro, reproponen un mismo humanismo tradicional y formulan la misma, constante vuelta de la tuerca; pero, al cabo, todo corresponde a una maniobra literaria, llevada en sus mejores momentos con una ironía maestra. Por otra parte, el subjetivismo literario e histórico de Pla, que puede ser feroz, resulta menos fiable como disciplina que como sensación. Pla es, desde luego, un escritor de lecturas, pero es mucho más un mago de las sensaciones. En sus páginas más afortunadas llega a resumir los aspectos externos de la isla de Santorini con una precisión que no tiene nada que envidiar a lo mejor de la literatura universal. Esos apuntes de Pla superan a los textos de viaje de Durrell.

La comparación es, seguramente, odiosa. Los libros de viajes de Durrell complementan 200 años de miradas anglosajonas, egotistas y autoritativas, que configuran lo que se ha dado en llamar una literatura civilizada. No existirían sin todo un siglo XIX provisto de viajeros ingleses dispuestos a anotar en una libreta cualquier exceso de la suela del zapato. A esos viajeros no les correspondía organizar un idioma. Y aun cuando Pla se movía en una Cataluña extraordinariamente fértil en estudios helénicos, trabajaba con una lengua a la que en todo momento se recordaba la necesidad de normalización, la obligación de resurgir" el constante estado de alarma como escritura / lenguaje amenazados. Cuando Pla opta por un lenguaje Rano, asequible a todos los lectores, efectúa, desde luego, una maniobra necesaria, pero no es menos importante que lo haga sin traicionar sus necesidades como escritor. Su adscripción al contexto universalista -su manera durrelliana, para entendemos- se efectúa de nuevo del único modo posible, que es el arraigo en la pequeña patria y, más aun, en la masía. Si hay alguna mentira en ello, no lo hay menos en Durrell, que fue capaz de inventarse una Alexandría. Y como nos movemos en el terreno seductor y resbaladizo del mito literario, habrá que consagrar aquí la sublimidad de la mentira. Entramos de Reno en la ambigüedad, donde los grandes escritores, los verdaderos, suelen ser emperadores. En su obra y en sus conversaciones privadas Pla jugaba a menudo con las verdades absolutas (por otro lado, perfectamente subjetivas).

Todas las consideraciones anteriores servirían de base para un tema no debatido en exceso sobre la obra de Pla: su profundo sentido de la sensualidad como fuerza motriz. Sería fácil, desde luego, hablar de una sensualidad de la prosa, donde al fin y al cabo el escritor sensorial o, si se me permite la expresión, sensacionista, no hace sino cumplir con su obligación, que sería la de convertir su prosa en un pasticcio de artes a las que la prosa no puede sino aspirar: la pintura y la escultura especialmente. Pla ha tenido sus modelos y, en conversación, se me confesó admirador de escritores que no se le presuponían (Durrell y Scott Fitzgerald, por ejemplo), pero es sintomático que su debate interno se produzca en el contacto e inspiración de autores más prestigiosos y, desde luego, seguros. Lo mismo ha de sucederle con el paisaje. La sensualidad, si se quiere utilizar esta palabra, se revela sin recovecos apasionantes: serena, clásica, abierta. Bien podríamos decir que se trata de una sensualidad ampurdanesa -si se quiere recurrir a un tópico- o simplemente mediterránea -si se prefiere recurrir a otro- En cualquier caso, su aplicación no es una inversión tan segura como pudiera parecer a primera vista. Pla se lanza a la sensualidad diáfana y retrocede cuando la cosa se complica.

Lo anterior está dicho con todas las prevenciones. Entramos de nuevo en el terreno de la ambigüedad y un párrafo de Notes a Silvia discurre como un atentado sobre la reconocida teoría de una sensualidad afirmada en el tópico del clasicismo. Cuando el lector ha aprendido a tomar, de Pla, visiones llenas de cariátidés rubicundas, la descripción de un adolescente moro en el Ebro citado nos hace pensar en los delirios de un André Gide perfectamente mejorado. En el prejuicio que, inevitablemente, produce toda obra literaria, habíamos aprendido a disfrutar de un Pla que valoriza los aspectos más diáfanos de la naturaleza y el arte (no en vano suele invocar con placer el concepto de inefabilidad que Carles Riba aplicaba a la poesía). Dentro de nuestra propia valorización, de nuestro prejuicio, Pla aplica el concepto de inefabilidad al arte occidental, incluso a su paisaje, y retrocede ante el misterio. ¿De dónde, entonces, su ceder ante los encantos indudables de un joven moro, con todo cuanto ello supone de valorización de un universo oscuro y, por tanto, desconocido; inquietante y, por tanto, romántico? El mismo Pla en una visita a Túnez canta las excelencias de la colonización europea, recordando una y otra vez que ella es responsable de las únicas cosas útiles que se han hecho en los países del Magreb. Su descripción, en el libro citado, de las formas viriles bajo las ropas morunas hace pensar que, en Pla, el eslabón perdido de aquella mentalidad sería un último rastro de primitivismo que es perfectamente mediterráneo. La razón por la cual una serena cariátide del Atica pueda enlazar con un adolescente beréber es algo que en Gide tendríamos plenamente justificado y en Pla, el payés ilustrado de Palafrugell, queda flotando como el último misterio de una sensualidad que, al trasiego de la cultura con mayúscula, hubiese sido perfectamente domada. ¿El supremo embuste de Stendhal una vez más? Más bien la aseveración de que incluso en un escritor de genio tan perfectamente clasificado como Pla puede existir un misterio último, cuyo valor literario no sería lícito desatender.

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