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Tribuna:Historias de fin de siglo
Tribuna
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El caballo amante

Manuel Vicent

El primer acto de amor había sido un caballo. Él adoraba las formas, y sin duda, aquella muchacha rubia cabalgada sobre un viento de crines en el picadero tenía un diseño solar. La veía galopar aún en las tardes nupciales y era casi una música. El perfume de carne caliente, la espuma en las fauces de caucho, el sudor animal, los temblores del relincho y la chica abierta con el talle tenso en el aire de primavera, montando un alazán por los sotos del club de campo, le doraban la memoria. El caballo le había sido fiel hasta la muerte, pero ahora el marido también recordaba otros días lejanos, cuando llevaba a la muchacha desposada a los conciertos del teatro Real. Ella iba con gasas palpitantes en los senos, se abanicaba la finísima mandíbula con el programa rebosante de sinfonías, le tintineaban las esmeraldas en los lóbulos de leche y cerraba los ojos en los instantes más sublimes de Mozart. Luego, en el entreacto, fumaba una boquilla de marfil, y puede decirse que no había una pareja cuya estética ambigua fuera más putrefacta.La belleza posee siempre un fondo de corrupción, y ellos eran así, un poco viciosos, muy visuales, con una decadencia de lino color hueso o de lacitos malvas de seda pura, seres viscontianos en las exposiciones de arte, figurantes en los vestíbulos de los hoteles ingleses con valija de un cuero antiguo que traía pegada una etiqueta de Creta o tal vez de Nairobi. Él hacía versos secretos, aunque trabajaba de ingeniero jefe en una central térmica y habitaba un apartamento decorado según el estilo de Van der Rohe, con muebles fríos de acero y cristal, alguna talla románica, cuadros de Tàpies, un óleo diabólico de Jardiel y sillones blancos. Caído en el sofá estaba ahora el joven amante de su mujer, con las costillas ensangrentadas, muerto del todo; pero el marido miraba turbiamente por la ventana, dando la espalda al traidor y no podía olvidar el pacto que entre ellos formularon un día.

-La amo.

-De acuerdo. La amas.

-Y ella me necesita.

-Lo sé.

-¿Entonces?

-No consentiré que le hagas daño. ¿Te enteras? No lo consentiré jamás.

Una fascinación mórbida

Eso sucedió hace algunos años. Ella era en aquel momento un ejemplar de discoteca, una de esas chicas algo puta o un poco artista, de cuerpo totalmente deseable, que había logrado trincar por el rabo a un marido rico y enamorado. La pareja vivió una primera etapa muy feliz, en la que ambos saciaron sus ansias de lujo demasiado evidente. Él la exhibía en los restaurantes, fiestas y convenciones como a una yegua purasangre y la mujer lograba acopiar joyas y pieles de las fieras más elegantes, hasta tal punto que incluso había aprendido a rugir. El regalo de boda fue un caballo alazán sobre el cual reinó algunas tardes nupciales en la pradera del club de campo, y allí se dejaba admirar fugazmente por el marido cuando su ráfaga rubia cruzaba a galope tendido bajo las hayas musicales; pero el caballo había muerto ya. Lentamente, el dinero les obligó a amar la superficie de las cosas, la atmósfera que despiden los objetos, las profundidades de la imagen para alcanzar el refinamiento y con él también ese espacio del tedio donde el amor adquiere formas complicadas.

La muchacha ejercía una fascinación mórbida en aquel hombre. Con el tiempo aún le perduraba el deseo de poseerla constantemente hasta estrangularla dentro de su candor venenoso. La amaba, eso era todo, y trataba de complacerla con diamantes y versos secretos. Si estaba aburrida, podía llevarla a tomar el aperitivo a Nueva Delhi para que se distrajera viendo mendigos leprosos, y sin embargo, también la odiaba como lo hacen por instinto de conservación ciertas bestias inferiores. En esa época se dejaban ver en las inauguraciones de pintura, aún bailaban en las discotecas de moda y asistían a los conciertos, conferencias y fiestas de sociedad y estaban en tratos para comprar otro caballo. Aparecían siempre a última hora, elegantemente aburridos, de vuelta de un largo viaje, con un bronceado reciente. Aquella tarde la mujer iba vestida con un sombrero blando y muchos flecos, con una cinta de moaré que le dividía la grupa como en los dibujos de Penagos. El marido la seguía con una copa en la mano y ambos repartían besitos de piñón y frases mundanas entre la concurrencia.

-Oh querida, sé que vas a tener otro caballo.

-Me hace mucha ilusión.

-Te presento a...

-Encantada.

-Me llamo Luis Alberto. He oído que vas a comprar un caballo.

-Así es.

-¿Te puedo sugerir una idea?

-¿Tú montas?

-Un poco. A veces.

Sin duda era el mejor jinete de la reunión, ya que se trataba de un joven ecologista con un aire vaquero en medio de un cotarro de ingenieros industriales que celebraba un aniversario de la promoción. Cómo este pájaro había ido a caer en ese salón del hotel es difícil de explicar si no se toma en serio el destino de los mortales. El asunto no podía ser más banal. Se había citado con un primo llegado de Córdoba para recoger una carta o un paquete en el vestíbulo y desde allí había divisado la fiesta en la sala de convenciones, donde reconoció al subjefe técnico de una fábrica de productos químicos que vertía residuos en un arroyo de su lejano pueblo; pero él sólo era un licenciado sin trabajo que ejercía un pacifismo agropecuario en los aledaños de Malasaña. Los caballeros vestían de severo gris y corbata con pasador, la cuchilla de afeitar les había sacado un brillo violento a la sotabarba y besaban la mano de las damas; en cambio él iba vestido con zamarra y camisa de felpa a cuadros, el alerón le olía a tigre y tenía una presencia ruda del domador, aunque no había salido nunca del asfalto.

Se la veía radiante

Entró como una tromba en su vida, tal vez por aburrimiento o por simple curiosidad. Ella estaba un poco cansada de esa existencia extasiada en el cóctel de cada día y, por otra parte, había oído hablar dé los nuevos seres naturales, de esos jóvenes agrestes que experimentan la aventura moderna del perro callejero y son felices. Este hombre no tenía trabajo, pero sabía aIgo de caballos, disponía de todo el tiempo libre, se alimentaba de bocadillos de calamares y sonreía con unos dientes perfectos cuyo mordisco podía resultar exacto de ternura y ferocidad. Al principio este sujeto aún desconocido acompañó a la mujer a ciertos picaderos para elegir un potro en buenas condiciones y durante el camino le hablaba de pájaros, flores y hierbas, de la costumbre de los bichos y de la propia soledad. El marido se hallaba muy complacido con esta situación, ya que a ella se la veía radiante y él había logrado aligerarse de una carga. Esta pareja tan fina había dejado entrar en su apartamento decorado según el estilo glacial de Van der Rohe a un tipo peludo, informal y portador de una rara ecología no exenta de piojos. A menudo le invitaban a comer y le enseñaban a las visitas, habían comenzado a presumir de su amistad y se lo llevaban algunos fines de semana a la casa de la sierra, donde el joven silvestre les contaba íntimas historias de lagartijas, grillos y alimañas que alcanzaban la alucinación.

Un amor común

Lentamente creció en ellos un amor común, un poco francés, de un determinado carácter morboso. No se trata de que el marido fuera exactamente un homosexual ni siquiera un dulce decadente, sino que su alma se había iniciado en una clase de aroma muy delicado, en ese sabor agridulce que despide el vicio más exquisito. Esa conquista no está al alcance de cualquiera. Le producía mucho placer asistir de cerca a este acto de pasión, comprobar por medio de aquellas miradas calientes, primero furtivas., luego retadoras, a través de unos gestos o caricias casi inapreciables, cómo su mujer se enamoraba de aquel nuevo habitante recién llegado. A su vez eso le proporcionaba un lujo supremo: poseer todavía a su pareja y sentirse libre de ella, poder cabalgarla a su antojo, compartirla, usarla, huir y volver a solicitarle los muslos en el momento oportuno.

-La quiero.

-De acuerdo. La quieres.

-Ella está contenta.

-Yo también.

-¿Entonces?

-No consentiré que le hagas daño. ¿Te enteras? No lo consentiré jamás.

Puesto que se amaban de una forma tan moderna, era necesario establecer ciertas reglas europeas entre ellos. El marido pagaría los gastos y el amante debería comportarse con la nobleza de un buen caballo. Durante los primeros meses de amor iban juntos siempre los tres y se dejaban ver socialmente en las salas de arte, en los conciertos y en las conferencias. De noche, en la buhardilla del dúplex, a la sombra de un óleo diabólico de Jardiel, el esposo amado escribía versos que se inspiran en la excitación de algunos gemidos en el piso de abajo y nunca había sentido un latido tan fiero en, la caverna del vientre. Su trabajo de inspector de la central térmica permitía a la mujer quedarse sola con el peludo ecologista unos días a la semana, pero el sábado era una música verlos galopar en las verdes colinas del club de campo y oír risas plateadas en los sotos.

El marido había contado con esa suerte de excitada imaginación para toda la vida y le llenaba de morbidez el corazón constatar que sus amigos le envidiaban. Poseer una mujer hermosa con un amante a sueldo era la fascinación más audaz que podía ofrecerse en los vestíbulos de moda. Viajar a la selva, matar elefantes, desembarcar en puertos, egeos con una hembra radiante llevando atado al tobillo a un atleta genital contratado, asistir al espectáculo de un deseo compartido y acariciarse juntos bajo las mosquiteras del Caribe o contemplar un paso a dos desde una butaca de mimbre en una terraza del Mediterráneo resultaba lo más venéreo que la modernidad podía dar. El equilibrio nunca llegó a romperse. La dicha común era completa, sin posesiones exclusivas; pero hubo un momento en que el amante, al conseguir el tedio, quiso abandonar la partida. Se lo dijo así expresamente al marido.

-No voy a seguir.

-¿Por qué?

-Este camino está agotado.

-No lo está. ¿Te ríes?

Después de este diálogo somero, sin abandonar las reglas de la cortesía, el joven engreído quedó en el sofá sonriendo y el marido burlado entró en la cocina, eligió el cuchillo más agudo o resplandeciente y decidió hacer venganza.

De una forma helada descargó un par de estocadas fatales en las costillas del amante de su mujer, y cuando ella volvió de la peluquería aquella mañana se encontró en la moqueta el cuerpo recién ensangrentado y al marido que le daba la espalda mirando turbiamente por la ventana. Él pensaba en un lejano caballo al galope con el lomo desnudo en la sombra de unas hayas musicales.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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