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Dogmas que oprimen en plena democracia

Hay muchos entre nosotros que opinan que la democracia es mera mente una alternativa del poder que regía anteriormente. Pero la cosa es mucho más profunda. No se trata de que unos -los opositores de antaño- ocupen los puestos de poder que hogaño les vienen a las manos. Se trata de un cambio de estructura.En un Gobierno o régimen totalitario hay siempre unos dogmas intocables que hay que acatar por encima de todo. Los intérpretes de estos dogmas son los que ocupan, en su respectivo turno, la silla del poder. En la democracia deberían desaparecer todos los dogmas, incluso (y sobre todo) aquellos que son confesados por la mayoría absoluta o relativa.

Y digo esto porque la tan anhelada libertad de expresión sigue siendo entre nosotros una pura entelequia, y no porque algún ministro o gobernador se alce expresamente contra ella. Son los dogmas que imperan todavía en la sociedad los que impiden a los medios de comunicación el recoger las voces disidentes de las minorías, que ordinariamente son las que con más lucidez plantean el problema y lo someten a análisis y crítica.

Esto es lo que nos ha sucedido en Málaga durante la Semana Santa pasada. Un grupo de aprendices de la no violencia activa emprendió una modesta campaña de protesta contra la presencia, en los desfiles procesionales, de tropas uniformadas y de símbolos bélicos. Solamente algunos días antes una emisora local de radio se atrevió a presentar una mesa redonda sobre el tema. Posteriormente, un periódico del lugar demostró su interés por publicar en sus páginas esta voz disidente que con todo el respeto y con la máxima no violencia ponía su objeción de conciencia a la presencia de personas y símbolos militares en las procesiones religiosas. Pero la Semana Santa se acabó y las promesas se las llevó el viento.

Quizá la excusa de este silencio, de esta autocensura de los medios de comunicación, sea que, actuando de esta manera, se expondría uno a las iras populares; con lo cual se demuestra que de libertad de expresión no queda mucho, ya que el miedo a la presencia efectiva de unos dogmas plúmbeos que visceralmente admite una mayoría inhibe a los distribuidores de la palabra y los hace caer de rodillas para adorar al Moloc de turno e inmolar ante su altar los mejores logros de una verdadera democracia.

Y que no nos digan que así es la religiosidad popular. No podemos apoyamos en la popularidad masiva de una persona, de una institución o de un espectáculo para darles, por ello mismo, un valor. Si no, ¿qué tendríamos que decir contra la ascensión fulminante de un tal Adolfo Hitler, que por elecciones limpiamente democráticas llegó a la cumbre del poder y que, una vez instalado en él, llevó a cabo las mayores crueldades conocidas por la historia? No basta el hecho de que las masas se acumulen.

A las masas hay que respetarlas, pero para ello hay que decirles lo que uno cree que es la verdad, sin tratar de imponerles nada.

Igualmente, las minorías que pensamos lo contrario exigimos el derecho a ser tratadas con el máximo respeto y a que nuestra voz pueda ser oída y reflexionada por la misma masa.

En una palabra: nuestra intención, en la mentalización sobre la conveniencia o inconveniencia de que un acto religioso esté adornado por la presencia de alusiones bélicas, no es mínimamente ofensiva, sino sencillamente comunicativa. Solamente queremos invitar a los que se dicen creyentes cristianos a buscar en las fuentes evangélicas las razones que puedan disuadir a separar los símbolos bélicos (símbolos de muerte) de los símbolos cristianos (símbolos de vida). Y no es que nos opusiéramos a la existencia de fuerzas armadas, ya que, hoy por hoy, es un mal inevitable; pero quisiéramos que a estas fuerzas se les diera cualquier gesto de respeto menos el de la sacralización. Con esto nos hubiéramos contentado en una primera etapa hacia la utopía cristiana de la paz.

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