'España, historia inmediata'
Alguna vez he dicho que la tarea del historiador consiste, no en una toma de posiciones, sino en una torna de contacto con la realidad del pasado -lejano o próximo, pero siempre vivo-. Durante mucho tiempo nos resultó imposible a los historiadores españoles -es decir, a los que escribíamos al sur del Pirineo- "dar a cada cual lo suyo" cuando tratábamos de situar en plano objetivo el análisis del enfrentamiento entre las dos Españas, final catástrofe en que vino a parar la accidentada vida de nuestra primera democracia real -la de la II República- El juego maniqueo que suponía interpretar la contienda como una pugna de buenos y malos se dio desde el principio, según en qué campo militase el exégeta, la calificación se aplicaba a uno u otro bando. Los que hubieron de reconstruir su vida en el exilio, tras la derrota, prolongaron sin alteraciones el cliché maniqueo. Los triunfadores, con todas las ventajas a su favor, convirtieron en mito, proyectado hacia el futuro y apoyado en un pasado histórico rehecho a su propia imagen, el aparato propagandístico de los años bélicos.Pienso que, para empezar, cualquier intento de hacer honestamente historia de este manipulado medio siglo tendría que arrancar de un humilde reconocimiento de las culpas originarias o de las responsabilidades flagrantes en cada una de las partes combatientes. Por lo que se refiere a los núcleos políticos enfrentados -todavía civilizadamente- durante los años que corrieron de 1931 a 1934 (1934 fue el anuncio de lo que luego ocurrió en 1936), yo distribuiría esas responsabilidades así: en la derecha, el no haber admitido nunca la legitimidad de la izquierda para gobernar; en la izquierda, la obsesión de identificar al régimen excluslivamente con su propia versión -los intentos de centro resultaban recusables para unos y otros, y eran los únicos capaces de estabilizar la República-. En cuanto a las fuerzas sociales en pugna, creo que las culpas se reparten de la siguiente forma: de una parte, un inmovilismo conservador, hostil a toda concesión "a los de abajo", y que buscó desde el primer momento sustituir la fuerza de la razón por la razón de la fuerza; de otra parte, un maximalismo demoledor, empeñado en excluir cualquier camino que no fuera el revolucionario, en su versión tercermundista, para "cortar el nudo gordiano". En ambos casos -enfrentamiento político, tensión social- se impuso, incivilizadamente, un absoluto desprecio a la democracia, a las "reglas de juego" democráticas.
Con todas las dificultades que la empresa encerraba intenté ya -hasta donde pude- un camino hacia la objetividad cuando en 1961 me vi ante el compromiso de redactar el volumen que me pidió el Instituto Gallach para completar su famosa Historia de España. Para que se entienda la magnitud de esas dificultades bastará que recuerde solamente dos negativas de la censura con la que hube de entenderme: la que se oponía a admitir en el título de uno de los capítulos la expresión "dos Españas en guerra" -mi censor me recordó que no había más que una España: la otra era simplemente la "anti- España"-, la opuesta a tolerar la denominación "guerra civil" (hubo que retirar toda la edición de la feria del libro porque los volúmenes llevaban una faja exterior que rezaba: "La Republica. La guerra civil. La España
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actual", y sólo cuando aquel término inadmisible desapareció de los titulares, mis pobres libros pudieron retornar a los anaqueles).
Ahora, una gran dama, culta y gentil, que se toma el trabajo de leer mis artículos, me insta a que escriba la "historia completa" que nunca se intentó desapasionadamente hasta ahora. Pero, ¿es eso posible hoy por hoy, al menos para los hombres de mi generación? En el artículo (Es la democracia) que ha dado pie a la carta de mi amabilísima corresponsal, dije que "el capítulo más admirable a lo largo de la historia contemporánea española" fue "el proceso de transición de la dictadura a la libertad, librado sin revanchismos ni rupturas catastróficas". En efecto, la transición tuvo esta virtud: no pidió cuentas, no trató de replantear la disputa acerca de quién tuvo razón hace 50 años. Con prudencia y discreción extremas se reconoció simplemente la sinrazón del hecho concreto de la guerra, porque una guerra entre hermanos jamás podrá justificarse. Las palabras de don Juan Carlos en el inicio mismo de su reinado fueron como la réplica contrapuesta a aquella espanto sa ruptura: "Que todos entien dan con generosidad y alteza de miras que nuestro futuro se ba sará en un efectivo consenso de concordia nacional".
Ahora bien, un piadoso olvido del atroz pasado no puede consistir, de nuevo, en "un olvido parcial", en dejar en pie solamente las razones de una de las partes -las que ya estaban ahí, las que se han estado enarbolando, con alarde triunfalista, hasta aho ra mismo-, mientras se impone silencio, ahora definitivo, "en nombre de la paz", a los que nunca pudieron exponer las suyas dentro de nuestras fronteras. Ello sería lo mismo que negar tajantemente el verdadero espíritu de la reconciliación; sustituir la justicia por el perdón desde la magnanimidad de los únicos, al parecer, exentos de culpa: los de la victoria, los que siempre aparecieron en posesión de la verdad y de la razón.
Ha bastado el hecho de que Televisión Española pusiera en marcha la empresa de salvación documental que se proponía la polémica serie España, historia inmediata -en la cual, por fin, se incluyen los argumentos y alegatos de la otra parte, sin excluir, desde luego, los de aquellos que siempre pudieron argumentar y alegar-., para que se armara el gran guirigay. Con histérica furia se ha acusado de manipulación al enfoque de los episodios, e hipácritamente se ha lamentado el "turbio intento" de "revivir la guerra civil". Por supuesto, las apelaciones al "olvido en beneficio de la paz" las han formulado -casi siempre- los mismos que jamás tuvieron palabras de condena contra la explotación propagandística de una victoria que nunca. se quiso convertir en paz.
Me apresuro a advertir que no creo que esta empresa televisiva nos dé, por sí misma, la historia íntegra que yo desearía ver lograda alguna vez, y estoy de acuerdo en que no siempre ha sido afortunada la reconstrucción de nuestro doloroso ayer -aunque, desde luego, me hacen sonreír las "reservas criticas" aducidas por algún joven comentarista: por ejemplo, que la música popular de fondo, en pasajes tan trágicos como el consagrado a la destrucción de Brunete, resultaba inadecuada a los mismos. El comentarista, que, por supuesto, no vivió los hechos, ignoraba que precisamente las ilustraciones musicales encierran un enorme poder evocador, porque están arraigadas en el momento al que sirven de apoyo; su efecto para el espectador de cierta edad es similar al de la célebre Magdalena proustiana- Pienso, en todo caso, que esta serie era absolutamente necesaria ahora para rescatar, cuando todavía es tiempo para ello, una de las versiones del enfrentamiento cainita: la versión que hasta hoy permaneció sumergida o amordazada. Cuando está de moda la llamada historia oral, esta recolección de anécdotas, dé referencias, que por fin nos llega del otro lado -e insisto, sin olvidar nunca, como contraste, la posición o los puntos de vista de los triunfadores, que se nos ofrecen a través de secuencias del oficialísimo NO-DO o mediante la movilización de figuras clave de aquel tiempo, como Serrano Súñer-, podrá servir algún día para reconstruir objetivamente la verdadera historia de aquella catástrofe nacional que fue nuestra guerra incivil.
En cuanto a poner el grito en el cielo porque retomar los ojos a los años de la gran crisis implique un afán de replantear la contienda, permítaseme replicar que se trata exactamente de todo lo contrarió. El gran error, el gran pecado histórico de los triunfalistas de 1939 fue no haberse propuesto nunca una verdadera reconciliación en la paz, insistir tozudamente en la exclusión de una de las dos Españas combatientes. Sólo cuando se inició -gracias al Rey- un abrazo integrador pudo darse por cerrado el conflicto. Como antes advertí, pretender silenciar, todavía hoy, las razones de la España vencida "para no producir desgarramientos", es cabalmente lo mismo que mantener el fuego sagrado de la victoria maniquea, y tal empeño esconde en su fondo las hipócritas reaccines de una mala conciencia.
La paz definitiva, íntegra, sólo será posible desde la contrición de unos y otros. Y sólo desde las razones de los unos y de los otros -razones relativas siempre, porque la razón absoluta reside únicamente en Dios- será posible, en un futuro que yo quisera próximo, intentar esa historia objetiva con que sueña mi ilustre y gentil amiga y corresponsal.
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