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Tribuna:Historias de fin de siglo.
Tribuna
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Mendigos mecánicos

Manuel Vicent

El alcalde de la ciudad, a pesar de todo, no tenía mal corazón y había lanzado un bando neoclásico con latiguillos de Moratín en el que prohibía a los pordioseros que poblaban las calles valerse de sus criaturas para mover la caridad de los burgueses. El mandato del corregidor entraba en el programa general de recogida de basuras y estaba motivado, tal vez, por la inminente visita de un personaje ilustre o por la llegada de turistas de estómago más sensible, que nunca podrían soportar ese espectáculo. Había que plantar tulipanes de primavera en el asfalto y limpiar las aceras de mendigos menores de dos años. Al propio tiempo, con esto se despejaría una duda y los paseantes dejarían de formalizar apuestas macabras. Los habitantes del lugar ya se habían hecho a semejante cochambre. En cada esquina se veía, con la mano humilde en el aire, un mojón de harapos en cuyo regazo siempre había un bebé chamuscado e inmóvil. Un público no sólo compuesto por viudas inocentes, ebrios solitarios y otros amantes del azar, sino por caballeros con pasador en la corbata, echaba monedas en la boina de aquellos pobres sin exigir nada a cambio, pero nadie sabía si el niño estaba drogado, muerto o dormido, si se trataba de un hijo legítimo o alquilado mediante traspaso, y esa incertidumbre, unida a la orden tajante de no utilizar niños vivos para mendigar, excitó la imaginación creadora de este empresario de máquinas tragaperras, que, al parecer, era tan humanista como el mismo alcalde. El primer sorprendido fue el artista fallero cuando recibió el pedido urgente por teléfono.-¿Ha dicho usted que quiere cien muñecos?

-Eso es.

-¿De qué tamaño?

-De medio metro. Que no estén gordos.

-¿Prototipos o de serie?

-De serie. Lo más barato de fábrica.

El empresario explicó con detalle al industrial fallero el modelo que deseaba para estos seres de cartón. Debían tener la cara desmedrada, los ojos cerrados y la tripita inflada, e imponía la condición indispensable de que fueran morenos, con una expresión de angustia relajante. Mientras tanto, el bando del ayuntamiento sólo se cumplía a medias. En las aceras de la ciudad y en los semáforos rojos aún había muchos obreros en paro y pordioseros comunes que exhibían en brazos un niño anestesiado y seguían acarreando éxito en el tierno corazón de los transeúntes. La policía ejercía una jurisprudencia en este sentido, la misma que. utilizaba con los canes callejeros sin collar. Cuando encontraba a un menesteroso con un recién nacido, se lo arrebataba de forma expeditiva para llevarlo a una especie de perrera o almacén del municipio. El concejal encargado de la basura se vio muy pronto con las jaulas llenas, pero en un punto del extrarradio se mantenía a pleno rendimiento un mercado de alquiler. No todos los mendigos tenían la suerte de contar con un hijo, nieto o sobrino de edad exacta y peso liviano para usarlos de señuelo, aunque podían contratarlos por horas al 50% en las ganancias. Sus propietarios los cedían atildados con una manta raída y ya perfectamente drogados con gas de bombona, si bien este negocio había comenzado a fallar a causa de la cacería que los guardias estaban realizando alentados por la justicia social del Gobierno. En ese momento se presentó en aquel rincón del suburbio el empresario de máquinas tragaperras con una furgoneta cargada con muñecos de cartón.

La mercancía lucía un perfecto acabado, era cómoda de llevar y encima aquellos monigotes dormían eternamente con patética dulzura. Estaban preparados para la helada, la lluvia o el viento, y nunca el calor tórrido podría disolver la pintura de sus lívidos mofletes. El artista fallero había acertado en su trabajo. Sabía que la realidad es pura fenomenología, y aquel corro de pordioseros, obreros en paro, y oficinistas marginales que en seguida rodeó el carromato por lo visto también lo sabía. La subasta comenzó a continuación. El empresario de máquinas tragaperras se elevó en el pescante y gritó desde allí.

-A la paz de Dios, hermanos.

-¿Cuánto?

-Mil pesetas al día.

Pago por adelantado.

-¿Y en propiedad?

-Cincuenta mil. Véanlos. Incluso se los dejo palpar. Son niños recién nacidos de verdad. Todos varones. Llevan la manta incorporada. Con esto moverán el alma más empedernida. Existen repuestos en caso de avería.

Garantías en papel de estraza

El empresario era un tipo serio que exigía ciertas garantías, en un breve papel escrito, aunque fuera de estraza, donde hacía constar el nombre, señas, marcas, mataduras, domicilio, muñones y tatuajes del mendicante y ninguno podía llevarse el muñeco sin dejar antes una fianza establecida a ojo por él, según la catadura del sujeto arrendatario. No tardó una semana en agotar las existencias a medida que se corría la voz, y eso le obligó, felizmente, a efectuar un nuevo pedido al artista fallero. El negocio estaba en marcha. Los pagos, cuotas, descuentos y transacciones diarias se hacían en el rincón de aquella plazoleta de extrarradio, a la sombra de un chopo canijo, y de ahí, partía cada mañana una tropa de pordioseros, gitanas, oficinistas despedidos, obreros en paro y otros señores de respetable apariencia, con un monigote a cuestas, hacia varios puntos de la ciudad distribuidos con rigor entre la competencia. ¿Es moral que un mendigo despierte la caridad de los burgueses con un muñeco de cartón? Se trata simplemente de un Ínstrumento de trabajo. Eso se preguntaba ¡a sí mismo, rascándose una patilla bajo la gorra, aquel buen policía.

-No sé qué decirle.

-Yo no hago mal a nadie, señor guardia. -Pero es un truco.

-Cada uno se gana la vida como puede. -También es verdad. Siga usted.

A partir de entonces, los amables transeúntes tenían una nueva posibilidad a la hora de cruzar las macabras apuestas. Nadie lograba ya adivinar si los niños que los mendigos llevaban en brazos estaban vivos, muertos, dormidos o anestesiados, si eran de carne o de plástico, reales o ficticios. El centro de la ciudad se llenó de una representación casi teatral. Había centenares de pobres pidiendo limosna con un niño de cartón. Es más: no había ningún pordiosero que no lo tuviera. Se trataba de una herramienta de labor muy rentable, práctica, manejable y todos habían invertido en ella su primer dinero, bien al contado o a crédito, cosa que dio pingües beneficios al empresario de máquinas tragaperras y de paso llevó la alegría al corazón humanista del alcalde. Puede afirmarse que con este sistema se solucionó por completo el problema de la mendicidad infantil menor de dos años. Y por otra parte, aunque la ficción ya era pública, los buenos burgueses con un poco de imaginación se enternecían lo mismo a la hora de echar cinco duros en la tripa de aquellos niños industriales.Pobres mayores de edadLas noches del sábado el empresario hacía arqueo general de su negocio después de recorrer los distintos bares para vaciar las entrañas de sus maquinas' y de cuadrar la renta que le proporcionaban las cuadrillas de mendicantes. Pronto llegó a la evidencia de que la caridad era más generosa con él que el azar. Y de ahí partió la idea de ampliar la empresa. El artista fallero de Valencia estaba ya al otro lado del aparato.

-Oiga, que necesito 500 pobres.

-¿Mayores de edad?

-Como de unos 50 años.

-¿En qué situación?

-Totalmente raídos. Con harapos y barba de cuatro días. Le mando más detalles por carta.

El empresario pidió a la fábrica de muñecos tres modelos según estos diseños. Gitana sentada con un niño incorporado entre las piernas. Mendigo de pie, cabizbajo y con el brazo tendido. Obrero en paro con una boina limosnera en la mano y los ojos cerrados. Cuando llegaron las primeras remesas, el empresario ya tenía bien tramado el planteamiento comercial, que sin saberlo había extraído del mito de la caverna de Platón. Se necesitaba una gran organización para colocar al amanecer un pordiosero de cartón en las esquinas más señoriales de la ciudad y tener que retirarlo cada noche con objeto de hacer caja. A este trabajo se añadía el peligro de robo, abuso,, deterioro, escarnio y falta de control. Así que el magnate de las tragaperras fue insuflado de nuevo por otra idea feliz. Reclutó- a la leva de menesterosos a la sombra del chopo canijo de aquella plazoleta de extrarradio y desde el pescante de un carromato les hizo una oferta moderna al 50% en las ganancias con arreglo al siguiente contrato. Cualquier pobre real podía recibir bajo su responsabilidad un monigote de tamaño natural que sería-su propia imagen. No tenían más que tratarle como a una réplica de sí mismo y comprobar si adquirían con el tiempo una vida paralela. De madrugada deberían plantarlo en el punto asignado, vigilarlo de cerca hasta conseguir que fuera un reflejo suyo, una simple apariencia o una idea platónica de la pobreza.

Antes de la salida del sol, con los aleros tintineando entre dos luces, se veían partir largas reatas de mendigos cada uno con su duplicado a cuestas en dirección a una encrucijada distinta de la ciudad. En un solo día se realizó el intercambio. Las aceras principales del centro aparecieron sembradas de muñecos de diversas edades y medidas con la mano llagada en el aire, y la gente de buena voluntad, sin fijarse demasiado, les arrojaba las monedas de costumbre. El alcalde humanista también pensó que era una solución filosófica al problema de la pobreza. Por una parte, las calles, los túneles de cemento y las estaciones del suburbano conservaban el sabor típico de Tercer Mundo que no había que perder, y por otra, ningún obrero en paro, mendigo común o marginal hambriento podría quejarse de falta de trabajo. Bastaba con adquirir al contado o en cómodos plazos su propia imagen de cartón y ponerla en el sitio exacto, sobre el asfalto, en un horario de oficina. El concejal de las basuras concibió la iniciativa de darle a aquel empresario la medalla al mérito civil, pero éste se encontraba a la sazón imaginando una empresa aún más audaz. Trataba de conseguir un híbrido de pordiosero y máquina tragaperras en una labor de síntesis. El fabricante de estos aparatos unió su industria al buen oficio del artista fallero y de ese pálpito surgió una gran creación hipostática. Después de todo, los ciudadanos caritativos merecían una recompensa.

-Quiero tres melodías.

-Bien.

-Y un programa de premios del 25%.

-'De acuerdo.

Desde ese momento, los pobres de la ciudad, plantados en cada esquina, llevaban ya la tripa llena de cables. Con una cadencia de 10 minutos hacían sonar la musiquilla del Tercer hombre o la canción de Los pajaritos. El público les echaba una limosna y ellos a veces escupían un puñado de monedas por la bragueta. La gente comenzó a amar a esta clase de muñecos y los mendigos reales los cuidaban, pulían, engrasaban como a la imagen ficticia de sí mismos. De esta forma las calles se llenaron de melodías y sonidos metálicos, mientras el empresario Platón se rascaba los piojos en el fondo de la caverna.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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