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Nacionalismo e inmigración en Cataluña y Euskadi

La integración de los inmigrantes en comunidades culturales tan definidas como la catalana o la vasca, ha suscitado, según las tendencias políticas y las diferentes oportunidades históricas, actitudes muy diversas. De nuevo este complejo asunto relacionado con la idea de identidad colectiva ha resurgido en la España de las autonomías y más acuciadamente en periodos electorales como el que actualmente se vive en Cataluña. Según el autor de este trabajo, la afirmación de una identidad propia opuesta a la de los foráneos, característica de todo nacionalismo, se pone particularmente de manifiesto en las actitudes ante la inmigración. Tras los vagos propósitos de integración de los inmigrantes en la sociedad receptora, suelen ocultarse varias concepciones sobre la nacionalidad y sobre los objetivos a conseguir con respecto a la inmigración.

Los diferentes concepciones de nacionalidad generan a su vez unas hetereogéneas actitudes respecto a la emigración. Estas actitudes, como se desarrolla a continuación pueden resumirse en cuatro: segregación, asimilación, pluralismo separado y fusión.El nacionalismo catalán y el vasco, no por casualidad desarrollados en las áreas de España que, por su industrialización más temprana, han recibido de antiguo mayores oleadas migratorias, no parecen propugnar hoy mayoritariamente un propósito de segregación. Sin embargo, esta concepción estuvo presente en sus primeros desarrollos, en los que se conformaron algunas de las concepciones doctrinales que han fundamentado toda su trayectoria posterior.

El nacionalismo vasco, particularmente, hizo de la diferencia de lenguaje y de la distancia de valores morales con los obreros inmigrantes de finales del siglo XIX, uno de los soportes básicos de la definición de sus señas de identidad. La idea de raza, sublimada por Sabino Arana y sus seguidores para derivar de ella el mito de una diferencia de carácter, la depuración lingüística y una predicación religiosa y moral, sostuvo la voluntad de preservar la inmunidad de los nativos ante la "invasión de gente extraña", juzgada como un factor de conflictividad social y de corrupción de costumbres. Para Arana era "evidente de toda evidencia que la salvación de la sociedad vasca, su regeneración actual y su esperanza en lo porvenir, se cifran en el aislamiento más absoluto, en la abstracción de todo elemento extraño, en la exclusión racional y práctica de todo cuanto no lleve impreso con caracteres fijos e indelebles el sello de su procedencia netamente vasca" (Extranjerización, en Obras Completas, p. 1.761).

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En el nacionalismo catalán tendió a predominar, en cambio, un proyecto asimilista, principalmente lingüístico, que el mismo Arana denunció como un error y un grave peligro de desnacionalización. Pero incluso en Cataluña aparecieron, tras los movimientos huelguísticos de estilo revolucionario de los años de la Primera Guerra Mundial, voces minoritarias de tipo xenófobo y segregacionista. El economista Vandellós y el veterinario Rossell Vilar, por ejemplo, utilizaron también la idea de raza para propugnar el natalismo de los autóctonos como modo de evitar los supuestos males de la inmigración.

La propuesta de segregación de "los españoles" se vincula coherentemente al proyecto político de secesión con respecto a España. De ahí su importancia en el primer nacionalismo vasco, ya de matriz independentista, o su reaparición entre algunos exponentes del minoritario separatismo catalán de los años sesenta (como el panfleto de Manuel Cruells, de transparente título, Els no-catalans i nosaltres, 1965). Pero, como estado de ánimo más genérico, el desprecio al inmigrante constituye un elemento de confrontación muy útil para afirmar la propia identidad diferencial; permite la ilusión de dar cuerpo visible al enemigo exterior, de situarlo en la propia casa. Las denominaciones de maqueto (derivada del meteco de la polis griega) o de charnego han desempeñado y desempeñan todavía (o de nuevo), en determinados círculos, esta función.

La asimilación

El análisis de la posición segregacionista, aunque hoy mayoritariamente descartada, resulta sin embargo clarificador de algunos elementos que comparte con lo que suele presentarse precisamente como su contrario: el asimilismo unilateral.

Ésta es de hecho la postura que, con unos u otros enunciados, ha predominado teóricamente en el nacionalismo vasco y en el catalán durante el franquismo y en el período constitucional. Varios factores confluyeron, ya en los años cincuenta, en este cambio de orientación. Por un lado, en el terreno ideológico, el descrédito de la idea de raza tras la experiencia hitleriana y la mayor laicización general de las ideologías políticas en la posguerra europea. Por otro lado, las nuevas oleadas migratorias que alcanzaron su cénit en los años sesenta, cuyas grandes dimensiones, en un marco político sin instituciones autonómicas de las nacionalidades, hacían desechar por inviable el segregacionismo, y que, acompañadas del desarrollo de los nuevos medios de comunicación de masas y de los nuevos guetos urbanísticos, dificultaban enormemente una eventual asimilación espontánea de los recién llegados a las pautas socioculturales de la sociedad tradicional que los recibía.

En Cataluña, el nacionalismo antifranquista y posfranquista ha entendido la "integración" de los inmigrantes como un proceso de asimilación básicamente lingüística y cultural. Es la concepción que, desde 1958, ha expuesto reiteradamente Jordi Pujol, según la cual "la lengua es un factor decisivo de la integración de los inmigrados en Cataluña. Es el más definitivo. Un hombre que habla catalán y que habla catalán con sus hijos, es ya un catalán de pura cepa (de soca a arrel). ( ... ) La lengua tiene una importancia primordial. Si la lengua se salva, se salvará todo", y que le ha hecho rechazar la idea misma de mestizaje, muy viva en otras corrientes del pensamiento catalán (La inmigració, problema i esperanqa de Catalunya, 1976). Esta concepción asimilista ha sido guarnecida por algunos lingüistas con la peregrina teoría de que el bilingüismo puede afectar negativamente a la unidad psicológica de la personalidad, de la que cabría deducir, por tanto, la necesidad salvífica de un abandono del castellano no sólo por parte de los nativos sino incluso de los que aprendieran como segunda lengua el catalán. En los años de optimismo del crecimiento económico, la integración lingüística fue también presentada en ocasiones como una vía de ascenso social: de hecho una sugerencia paternalista de desclasamiento individual, y necesariamente minoritario en términos globales de sociedad, que reposaba en una confianza, hoy perdida, en los procesos de movilidad social espontánea en la época. Se trataba, en todo caso, de una integración desocializada, que no debería impedir la perduración de la dicotomía entre la propia identidad cultural y "la otra" identidad.

En el País Vasco, el decaimiento de las referencias racistas y de integrismo religioso del nacionalismo tradicional dio paso en los años sesenta a una voluntad de asimilación de los inmigrantes, no tanto a una lengua viva como a una "comunidad nacionalista" constituida en base a la fuerte carga ideológica de los símbolos de un combate político: la ikurriña, "Euskadi", el idioma mismo como ritual, cuya interiorización afectiva proporciona un sentimiento de pertenencia nacional.

Estos esquemas integracionistas comparten entre sí y con el segregacionismo algunos presupuestos que vale la pena reseñar. En primer lugar la suposición de que existe un pueblo "hecho", con sólidas raíces en el pasado, definido sobre todo por una mentalidad característica y una escala de valores morales y con una cultura completa a la que sólo se trataría de incorporarse. En segundo lugar, la consideración de la cultura de origen de los inmigrantes como de segundo orden, o incluso como inexistentes, o bien, en el caso de topar con formas inequívocas de su vitalidad, como una interferencia extraña que pudiera constituir una amenaza mortal de desnaturalización. Lógicamente, estos presupuestos están vinculados a una idea esencialista de la nación, ajena a su comprensión como un concepto histórico y social.

En los años ochenta, la posibilidad de impulsar una acción política imbuida de concepciones nacionalistas desde las instituciones autonómicas ha permitido convertir las propuestas de integración persuasiva de antaño en medidas concretas de euskaldunización y de catalanización. Cabe señalar que estas denominaciones siguen la huella del concepto de americanization- surgido en Estados Unidos precisamente cuando empezó a desvanecerse la confianza en la potencia de fusión étnica y cultural espontánea de aquella nación política; es decir, en el clima bélico y de radicalización de los conflictos sociales que presidió y siguió a la Primera guerra mundial. Paralelismos históricos aparte, hoy cabe preguntarse de nuevo por la virtualidad asimiladora de unos complejos culturales que difícilmente pueden separarse ya de la inserción de las actuales sociedades urbanas en redes de comunicación de ámbitos transnacionales. Hoy, en todo el mundo industrializado, está en cuestión el carácter "nacional" de las referencias culturales cotidianas de la inmensa mayoría de la población. A este respecto vale un socorrido ejemplo. ¿Acaso representa un factor de integración en la cultura catalana o en la cultura vasca la emisión de la serie Dallas doblada al catalán o subtitulada en eusquera? Esta emisión y otras de este tipo (a las que sin duda tienen tanto derecho los terceros canales de televisión autonómicos como el que ejercieron en su día los de ámbito estatal) lo que si acaso consiguen -y no es poco- es contribuir a disminuir el papel de la lengua como elemento de separación entre ciudadanos y a derribar por tanto barreras al diálogo entre habitantes de un mismo ámbito territorial. Pero en absoluto puede pensarse que favorezcan la cohesión de una comunidad nacional catalana o vasca, sino que más bien refuerzan los factores de homogeneización cultural a que están sometidos en general los miembros de las sociedades urbanas de hoy, sean "autóctonos" o "inmigrantes". Más bien actúan, pues, como un nuevo factor de desnacionalización cultural.

Lo que se desarrolla en sociedades que han superado una etapa de predominio rural y de aislamiento es un proceso continuo de intercambios y préstamos culturales, de sustitución e interpretación de experiencias, conocimientos y actitudes, en un movimiento permanente de selección y ajuste de elementos hasta formar una pauta colectiva más o menos coherente.

En ese marco, el antifranquismo favorecía la capacidad de atracción solidaria de las lenguas y las expresiones culturales oprimidas. Actualmente, parece haberse detenido el flujo migratorio de decenios anteriores a causa de las menores expectativas de empleo industrial. Pero, paradójicamente, y aunque esto desmienta previsiones de antaño, el cese de la persecución lingüística y cultural, que ha permitido una incipiente compensación de los desequilibrios en los usos lingüísticos oficiales, escolares y de los medios de comunicación, y por tanto una más libre expresión de una creatividad antes mortecina, ha hecho desaparecer al mismo tiempo una parte de aquellas incitaciones solidarias. Ha podido aparecer así, con mayor crudeza, la profunda interrelación existente entre el ejercicio o la exclusión del poder y las expectativas de cambio social, por un lado, y los cambios en los comportamientos lingüísticos y culturales, por otro.

De ahí el aspecto beligerante que ha tomado en algunos casos la política de "integración".

Cabe añadir que un determinado nacionalismo de inspiración marxista complementa eficazmente esta concepción. La conocida definición estaliniana de la nación, caracterizada sobre todo por rasgos lingüísticos, culturales y psicológicos de los que

Inmigración en Cataluña

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