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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Reconversión, piquetes y el imperio de la ley

Hay quien piensa que las experiencias de otros países y el acontecer de su vida diaria en los campos político, económico y social son difícilmente extrapolables al nuestro. Se citan, en defensa de esas tesis individualistas hispanas, toda una serie de argumentos sobre nuestra cultura, historia, costumbres y hasta clima, que culminan en la elaboración de una peligrosa teoría aislacionista, resumida en la frase "España es diferente", frase que como eslogan turístico puede tener justificación, pero que como expresión de una actitud histórica en un mundo interdependiente como el actual no resiste el más somero análisis crítico.Yo, por el contrario, creo que todo lo que ocurre en el entorno español -que, evidentemente, no es otro que el democrático, occidental y europeo que nos han asignado la geografía y la historia- puede ser aplicable, con las debidas adaptaciones y filtros, a la resolución de los muchos problemas que España tiene planteados en estos momentos. Y de igual forma que cuando alguien quiere especializarse en ordenadores se marcha a Estados Unidos, Japón o Alemania, y no a Tanzania o a Uganda, no parece muy descabellado pedir a nuestros gobernantes que examinen cómo resuelven problemas similares a los españoles países con sistemas políticos similares al nuestro.

El ejemplo británico

La reconversión industrial es uno de los grandes temas que tiene planteados el Gobierno socialista, a quien hay que reconocer la valentía de coger al toro por los cuernos y abordarlo. Un toro ciertamente difícil, de astas afiladas que producirán más de una cogida antes de que termine la corrida. Pero que, si no se lidia, hará que España, como acertadamente ha señalado el presidente del Gobierno, pierda el tren de la revolución tecnológica, como ya perdió en el siglo pasado el de la revolución industrial.En este planteamiento general, todos los sectores sociopolíticos del país están de acuerdo -naturalmente, con los desacuerdos lógicos por parte de las organizaciones sindicales, empresariales y políticas- sobre la forma de llevarlo a cabo. Pero el principio en sí no es discutido. Si la premisa es cierta, ¿a qué vienen las vacilaciones, los titubeos y la falta de decisión del Gobierno después de haber anunciado una reconversión, evidentemente necesaria, a bombo y platillo? Con razón se puede leer en el último número de The Economist que "la ambiciosa reestructuración industrial española se dirige hacia un parón prematuro". O dicho en otras palabras: se está matando al niño antes de nacer.

Yo me permitiría recomendar al ministro de Industria, Carlos Solchaga, que estudiase con atención la actual tensión existente en el Reino Unido entre el National Coal Board, la empresa nacionalizada del carbón, y la National Union of Mineworkers, quizá el sindicato más militante de los agrupados en el Trade Union Congress, responsable, entre otras cosas, de la caída del Gobierno Heath, hace 10 años. La fricción entre el sindicato minero y la Junta Nacional del Carbón se ha producido ante la determinación de la junta de cerrar varios pozos no productivos en diversas partes del Reino Unido, en un intento de conseguir una industria carbonífera racional y competitiva (el carbón norteamericano, por ejemplo, cuesta más barato puesto a pie de fábrica que el producido por algunas cuencas británicas). Es posible que esta melodía le resulte familiar a Carlos Solchaga con las diversas partituras que, con nombre de Hunosas, Ensidesas, Altos Hornos e Iberias, tiene que tocar todos los días.

El National Coal Board, presidido por un escocés formado en la industria privada norteamericana, Ian Mac Gregor, que ha sido capaz de hacer competitiva a la Corporación Británica del Acero, sigue a rajatabla las instrucciones del Gobierno de Margaret Thatcher en torno a la explotación de empresas nacionalizadas. La filosofía es simple: ninguna empresa pública o privada que acumule pérdidas ejercicio tras ejercicio puede salvarse, y al final acaba cerrando, con la consiguiente pérdida de todos sus puestos de trabajo. Es mejor, por tanto, reconvertirla, hacerla rentable y salvar el empleo posible.

El presidente del sindicato de mineros, Arthur Scargill, un radical izquierdista de Yorkshire, uno de los condados-cuna de la industria minera británica, mantiene, lógicamente, las tesis opuestas: son más subsidios gubernamentales, pagados por todos los contribuyentes, y menos cierres de pozos los que se necesitan para hacer frente a la crisis. Scargill, de quien se dice, con el clásico humor vitriólico de la Prensa británica, que Leningrado le rechazó como ciudadano honorario porque los soviéticos le encontraron too red (demasiado rojo), ha decidido poner a prueba la determinación del Gobierno y del National Coal Board y ha decretado no una huelga minera a escala nacional, porque para ello -de acuerdo con el Acta de Empleo de 1981- necesitaría llevar a cabo una votación secreta entre todos los afiliados al sindicato, pero sí una huelga por regiones. Y se ha encontrado con la sorpresa de que, salvo en su nativo Yorkshire -donde están los pozos menos rentables- y en Gales del Sur -en los condados de los Midlands, Nottinghamshire y Derbyshire, los más productivos-, los mineros han acudido a trabajar todos los días después de votar localmente, por abrumadora mayoría, la continuación del trabajo.

Pero Scargill -que sigue planteando sus reivindicaciones en términos de lucha de clases, cuando en el Reino Unido hace tiempo que el concepto y el vocabulario han sido desterrados de la práctica por la inmensa mayoría de la población- ha decidido echar mano de los piquetes volantes para conseguir que los mineros de los Midlands paren su actividad laboral. Los primeros días lo consiguió. Ante la intimidación de los piquetes, varias minas de Nottingham, Lancashire y Derbyshire pararon. La violencia de los invasores produjo incluso una víctima mortal: un joven minero falleció a consecuencia de un ladrillazo lanzado por los piquetes. A partir de este momento, la maquinaria legal británica entró en acción.

No menos de 20.000 hombres de las diferentes policías de los condados británicos fueron movilizados y puestos a disposición del presidente anual de la Asociación Británica de Jefes de Policía, el superintendente de Humberside, David Hall, quien instaló sus reales en un centro de seguimiento de la huelga instalado en Scotland Yard. Un juez decretó la legalidad de las acciones policiales al impedir el traslado de los piquetes de Yorkshire por las carreteras británicas, obligándoles a regresar a sus lugares de residencia. Los empresarios de líneas de autobuses fueron advertidos de que alquilar sus vehículos a los piquetes constituía una transgresión de la ley (la Employment Act de 1981 prohíbe la actuación de piquetes fuera del lugar de trabajo) y un tribunal ordenó la incautación de los fondos de la sección de Yorkshire del sindicato minero (ocho millones de libras) para responder de posibles daños. Al mismo tiempo, los pocos militantes que consiguieron llegar a los pozos donde se intentaba trabajar se encontraron un pasillo de bobbies protegiendo la entrada en la mina a aquellos trabajadores que deseaban ejercitar su derecho al trabajo.

La coacción en los conflictos

Scargill ha conseguido algo que parecía imposible hace algunos años: romper la unidad de los mineros enfrentando hombre a hombre, condado a condado, como en un partido de cricket, pero esta vez con víctimas. Ha arremetido contra tirios y troyanos, acusando a los medios de comunicación de "chacales y hienas". Ha acusado al Gobierno de manipular a la policía, algo impensable en el Reino Unido, porque, como ha declarado el superintendente Hall, "el día en que la policía no actúe por otros motivos que no sean el imperio de la ley (the rule of law) será una desgracia para este país". Y a estas horas sigue sin convocar una huelga minera a escala nacional porque no está nada seguro de ganar la votación secreta.Cuando por estas latitudes se ven incluso piquetes actuando contra los vendedores de la Organización Nacional de Ciegos, cuando todo el mundo sabe que en los conflictos laborales españoles impera la coacción -y no la información-, cuando se permite que la violencia llegue a las calles sin la intervencion disuasoria de las autoridades, hay que recordarle a este Gobierno que Margaret Thatcher llegó al poder el 3 de mayo de 1979 porque la población británica estaba harta de dos años de huelgas salvajes y desmanes sindicales, a los que no quiso o no pudo hacer frente el Gobierno socialista de James Callaghan. La ley no es troceable en su aplicación. Hay que aplicarla en su totalidad, aunque sea dura.

Carlos Mendo es periodista.

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