El museo del presente / 1
Un museo de arte almacena, cuida, conserva, restaura, selecciona, muestra y divulga las obras de los artistas que han resistido el juicio inflexible de la historia. Un museo de arte es, ante todo, un quebrado e infinito muro, un claro laberinto de espacios abiertos y cerrados en donde se nos muestran, convenientemente distanciadas en neutro y claro ambiente, tantos universos diferenciados como obras en él se encuentran. Un museo no es una casa desprovista de muebles, ni tampoco un lugar solamente destinado al juego placentero de los estetas, y menos aún el polvoriento almacén de la historia. Un museo resume la variedad de la belleza y de la crueldad de una época, y al ofrecer su abierto patrimonio al disfrute de todos aspira a ser fuente de permanente emoción y diálogo a través de lo excepcional y duradero. Un museo de arte moderno, además, debe clarificar la visión todavía confusa del presente y conservar los desechos de una realidad cultural que quizá en el futuro pueda resurgir para iluminar con nueva luz lo que fue presente. De aquí la necesidad de salvaguardar tanto lo claro como lo oscuro y, ante todo, saber mostrar, con dignidad y clarividencia, el ejemplo del fértil aire del tiempo que perdura tras la acción de la gran escoba barredora.
Migajas de una actitud cegata
Pero ¿qué puede ofrecernos un museo de arte contemporáneo en un país sacrificado que no posee en su seno más que las migajas de sus grandes creadores? ¿Qué nos ofrece ese posible lugar productor de intensidad -el deseado ejemplo de pasión, libertad e invención- cuando han sido los propios condicionamientos de la nación quienes obligaron a los hacedores del arte al exilio, haciendo que las obras realizadas allá, y no acá, vivan otro destino y permanezcan para siempre alejadas del contagio creador? ¿Qué se nos ofrece cuando las vidas partidas tuvieron que nutrirse de aires menos malsanos y constreñidores, cuando la liberalidad y la pasión hallada fuera constituyó fermento de complejas situaciones que la cegata y mezquina actitud castró, dentro de su órbita, mediante la incomprensión y el desprecio?Siempre llegaremos demasiado tarde. Pocos, en nuestro país, captaron la, agudeza en su debido momento. Muy pocos se apasionaron de pintura y escultura en los diversos instantes de las sucesivas y espléndidas eclosiones de nuestra época. Nadie arriesgó un céntimo por un arte en el cual el aporte español fue, en algunas ocasiones, decisivo. Es ya demasiado tarde, y de nada servirá el esporádico y costoso parche de la tardía adquisición, el bienintencionado botón de muestra del genio nacional, por otra parte tardíamente proclamado y casi siempre injustamente reclamado. Los muros de nuestros museos permanecerán ocupados por un arte anquilosado y provinciano, a remolque de todo y conducente a la nada: aquel que aquí se hizo en la seducción ramplona y que, lógicamente, aquí se quedó. Solamente obras esporádicas de talentos asfixiados -en el que descuella, como un milagro de obsesión y perseverancia, el sombrío pintor de la carnicería y la mascarada- emergerán de la hecatombe. Es dificil mirar el pasado sin sentir, también en este aspecto, horror y asco.
El origen del mal
El origen del mal es ya lejano. En enero de 1936, cuando el artista había cumplido ya 54 años, una extraordinaria exposición de Pablo Picasso, la primera que realizó en su país desde su juventud, se inauguró primero en Barcelona y más tarde en Madrid y Bilbao. Ninguna de aquellas obras espléndidas, pertenecientes a diversos períodos del artista, permanecen hoy en las colecciones españolas. El hecho, ya entonces, era sintomático de un acumulativo e irremediable retraso. La crítica, en general, fue desdeñosa, a pesar de las voces aisladas, defensoras del arte moderno, que organizaron y sostuvieron tal manifestación. Tanto entonces como después privarán las últimas letras del alfabeto del arte en una literatura aplicada, aún más detestable en el caso preciso de su particularidad estética que el espejo en la que se contemplaba. Al contrario de cuanto sucedió en país cercano, aparecerá, todo lo más, el canto a la excelencia, raramente la identificación expectante o el entendimiento lúcido y arriesgado.Esta situación se repetirá a lo largo del siglo: las voces aisladas no fueron escuchadas por los responsables del país y la acomodaticia y mediatizada visión sustituyó la verdadera creación. Es significativo constatar que a excepción del Museo de Madrid y del horripilante engendro del Museo Dalí de Figueres, construido por el entonces llamado Ministerio de la Vivienda, los únicos museos de nueva formación existentes en nuestro país -el Museo Picasso y la bella Fundación Miró, en Barcelona, y el esencialmente generacional Museo de Arte Abstracto de Cuenca- han sido realizado mediante donaciones particulares o bien obedeciendo a iniciativas no estatales. Lo cierto es que ni los coleccionistas particulares, prácticamente inexistentes hasta hace bien poco, y menos aún el Estado, adquirieron o promocionaron a su debido tiempo las obras de los artistas españoles que marcaron profundamente el arte de nuestro siglo.
La desidia y la huida
Estos ejemplos venidos a la me moría en la ráfaga de la duda, y tantos otros cuya enumeración se ría penosa labor y catastrófico inventario, parecen suficientes para convencernos de que un verdadero museo de arte contemporáneo ha dejado definitivamente de ser viable en España. Ya es demasiado tarde para formar con dignidad una colección del arte realizado en su mayor parte fuera de nuestras fronteras, y las obras más representativas de los grandes artistas españoles permanecerán irremediablemente ausentes para demostrar en su lejanía, o desde las páginas de los libros, la desidia y la pobreza del ambiente que les forzó a la huida.Debemos tener la osadía de dar el definitivo salto desde el Museo del Prado hacia el futuro. La presencia de los eslabones perdidos del pasado inmediato, aquellos nombres fundamentales, aislados y contradictorios, que aportaron su talento a la universalidad debería, sin duda, completarse, pero creo sinceramente que el esfuerzo básico debe dirigirse no a la ruinosa búsqueda del inalcanzable e irrecuperable ayer, sino hacia la construcción lúcida, paciente y apasionada del presente.
Es decir, recoger tanto el arte reciente, nacional y foráneo como aquel que se está realizando en un presente esperanzador, a fin de contribuir de esta forma a establecer la continuidad creativa de la nación sin nuevos, dolorosos e irremediables cortes; a provocar el fructífero diálogo mediante la práctica de la abierta mirada universal y sostener el impulso creador en positiva prioridad frente al costoso prestigio y la captura de la rareza; a lograr el cultivo apropiado para la eclosión creadora y constituir, a un tiempo, el fondo testimonial de una época. Optar, en suma, por el arte del presente y por la vida misma, más que por la laboriosa e ilusoria reconstrucción del pasado.
Babelia
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