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Georges Pompidou, el presidente de los puntos suspensivos

La opinión pública francesa que recuerda todavía con pasmo al general De Gaulle; que aún no tiene perfilado el cliché con el que resumir el septenato de Giscard; y que se muestra dividida a la hora de juzgar el actual mandato del presidente François Mitterrand, parece casi de una pieza en la estimación del segundo presidente de la V República, Georges Pompidou, fallecido de un cáncer de los huesos hoy hace 10 años.Después de los 11 años que dominó la figura estentórea de De Gaulle, Francia necesitaba descansar; volver a sentirse apaciblemente burguesa; no tanto abandonar el gran designio de una política mundial, como recoger sus frutos, difuminando acritudes en el frente atlántico, acentuando las muestras de buena educación al dar la bienvenida al ingreso de Gran Bretaña en la CEE, y sustituyendo la preocupación universal del fundador por la más prosaica atención al bienestar de los franceses. A todas esas necesidades respondía la figura sedante, instructiva, gestora del presidente Pompidou.

El que fuera jefe de Gabinete en el primer Gobierno gaullista de 1958, jamás había sido un luchador como los había entendido la Francia de la posguerra. Sus contactos con la resistencia sólo habían sido epistolares; por la IV República había pasado con la más serena indiferencia; su profesión de fe secreta en el general jamás le había obligado a granjearse un enemigo. Era, por tanto, la antítesis de los Debré, Messmer, Schumann y otros tantos barones del gaullismo, que habían hecho de la pelea al servicio de De Gaulle su reserva de misión para la historia.

En las conferencias de prensa, en sus apariciones en televisión, Pompidou parecía proyectar el torso hacia adelante, mover las manos con el énfasis del profesor que desea convencer a la parroquia, agitar con un profundo didactismo las cejas en eterna gimnasia vertical, como de quien surte al público de interrogaciones a las que dar de inmediato la respuesta. Ese esfuerzo de desdramatización abrazaba también a los fastos culturales del poder en un hombre que era, mucho más que el general, académico y esteta. Así, donde la grandeur había situado a un Malraux como sumo sacerdote intelectual de la República, el sucesor se servía de periodistas sin hoja de servicios como Jean Ferniot. La Francia de los gestos le daba un descanso al sobresalto.

Silencios elocuentes

Pompidou supo interpretar esa necesidad de general letargo, marcando en los últimos años de su antecesor la imagen de un disentimiento moderado, que también se trabajaba el estilo más violento de Giscard. El segundo presidente del gaullismo no fue el hombre del sí, pero, sino el de la lealtad con puntos suspensivos que cerraran la crisis de mayo del 68. Su discreta utilización de los silencios fue una épica muestra de elocuencia a la hora de recoger el legado de la airada grandeza de De Gaulle.Hoy Francia parece recordar al profesor estoico, que trataba con mimo la gramática, con un afecto dssahogado. Un hombre que quiso que su historia se escribiera con minúscula, pero siempre con la más impecable ortografía.

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