Trabajar la realidad

En este caso, el peaje de sensiblería que ha exigido la productora Walt Disney ha sido escaso, circunscribiéndose a unas escenas finales, farragosamente cargadas de mensaje. El resto es espléndido, tanto por la calidad y fuerza de las imágenes como por el tono del relato. Porque Los lobos no lloran arranca como una novela de aventuras de Jack London, en la que hubiera una mayor dosis de humor, para seguir en una línea semejante a la de Kurosawa en Dersu Uzala, siempre conservando unos pequeños toques de comedia.Los lobos no lloran muestra el aprendizaje y adaptación de un biólogo a un mundo -el Canadá ártico- que sólo conoce en teoría. Todo su saber libresco, todos sus aparatos para leer la naturaleza, se revelan inútiles: ni sus heladas manos están en condiciones de hacerlos funcionar ni las temperaturas extremas respetan engranajes u hornillos de gas. Si el protagonista logra sobrevivir se debe tanto a la ayuda de un esquimal como a su capacidad para aceptar las reglas del juego que imponen las vastas extensiones nevadas.

El atractivo del filme -que es considerable- se funda en cómo explica la manera en que Farley Mowat aprende a comunicarse con los animales, imitando sus técnicas como las de señalización del territorio- o estudiando sus costumbres. Todo esto Carrol Ballard tiene el acierto de contarlo sin grandilocuencia, de manera emocionante y divertida y de hacerlo jugando muy bien con el montaje. El cineasta no usa y abusa de su poder para crear efectos con la moviola, sino que busca la magia de la verdad fotográfica. Las secuencias pueden estar construidas a posteriori, pero siempre hay ese plano, de gran intensidad, en que el hombre aparece junto al animal, en medio de un paisaje auténtico, viviendo aquello que la cámara capta.