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Antifranquistas, ¿todos?

La lectura de Golpe mortal, el reportaje brillante y documentado de tres periodistas acerca de la muerte de Carrero Blanco, llama la atención por un punto que no ha sido suficientemente destacado y que, en cierto sentido, constituye una excepción para lo habitual en España. A lo largo de sus páginas se siente la impresión, casi inesperada, de que los ministros de Franco no eran de plástico, sino que respondían a una racionalidad de acción, aunque ésta pueda ser juzgada luego en términos políticos positivos o negativos. En definitiva se trata de seres humanos que responden de forma variada al estímulo de la circunstancia.¿Significa este tipo de tratamiento, tan hábilmente llevado a cabo por los autores, un cambio en el talante global de los españoles al tratar del régimen franquista? Es dificil decirlo, pero de lo que no cabe duda es de que cuando se echa una ojeada a nuestro entorno, por lo menos hasta hace muy poco tiempo, la forma de tratar el régimen pasado, habitual en todos los medios, sean periodísticos o no, ha sido muy diferente. Da la sensación de que el régimen de Franco sea la oprobiosa; es decir, no sólo una dictadura, sino un tipo de régimen absolutamente montado en el predominio de poquísimos sobre una inmensa masa de opositores irracional en el comportamiento y, por tanto, inexplicado en sus praxis.

Cuando apenas se había iniciado la transición, Raymond Carr recuerda haber oído las declaraciones de un futbolista, expulsado del campo de juego por compicrtamiento poco correcto, declarando a la radio: "No creía que en una democracia pudieran pasar estas cosas". La democracia fue recibida como una especie de ;acto mágico que necesariamente purificaba a los malos del pasado, que, de forma consiguiente, habrían sido multiplicados basta el infinito. Ahora, en el ambiente popular, lo que caracteriza al juicio sobre el régimen pasado es un cierto antifranquismo retirospectivo. Respecto de él, lo que habría que recordar es que tenía sentido ser antifranquista en el momento en que existía Franco; entonces era lo éticamente correcto y lo peligroso, aunque bastante menos de lo que puede pensarse en principio. El antifranquismo retrospectivo tiene el inconveniente de ser una actitud autocompasiva y autojustificativa, pero, sobre todo, el de modificar la realidad pasada inmediata. La modificación más evidente sería la de considerar que todos los españoles habían sido antifranquistas durante aquel régimen. Ahora bien, basta con tener un mínimo de voluntad de veracidad para comprobar que no fue así. Si tomamos tan sólo el mundo intelectual, comprobaremos que figuras destacadas de él en el momento presente ejercieron funciones para las que fueron nombradas a dedo, ocuparon puestos de censor o de entusiasta ditirámbico del régimen, tradujeron e introdujeron ideologías de corte fascista y, sobre todo, escribieron bajo premisas que eran hechas posibles por la ideología propia del régimen.

Ahora bien, admitiendo esta realidad indudable, ¿qué pasa porque los hechos hayan sido objetivamente así? Lo que probablemente habría que hacer sería asumirla, tratar de comprenderla en su sentido real y no maquillarla con el propósito de modificar retrospectivamente el pasado. La dictadura de 40 años fue, ante todo, una situación que, a los ojos del historiador, parece inevitable después de una guerra civil. Que fuera una situación quiee decir que más que un régimen y antes que ello era la admisión por parte de aquella porción de la sociedad española que había ganado la guerra civil de un arbitraje ejercido por Franco. Es difícil prever qué hubiera sucedido si la guerra civil la hubieran ganado los otros, pero muchos (y entre ellos algunos extranjeros ilustres como Willy Brandt y George Orwell) juzgaron en su momento que un régimen dictatorial de algún tipo hubiera sido, en todo caso, la salida lógica del final de la guerra civil. Este tipo de situación perduró porque, guste o no guste, hubo años en los que tuvo un consenso relativamente elevado entre la población. Es difícil decir cuáles fueron exactamente esos años, pero probablemente deben situarse entre 1950 y 1956. La asunción de lo que realmente fue el franquismo debiera partir también del conocimiento de que no hubiera perdurado todo el tiempo que se mantuvo en el poder sin los errores de la oposición. Hemos hecho con frecuencia la historia no del franquismo, sino del antifranquismo, y probablemente hemos errado los historiadores en la atribución relativa de peso político de este último, quizá inferior a lo que le correspondería si hemos de prestar atención a los juicios que con respecto a él se hacen habitualmente.

Incluso habría que decir que las vías de salida del franquismo tampoco suenan como excesivamente heroicas, sino como paradójicas y con unos puntos de partida que hoy nos pueden resultar dificilmente aceptables. El falangismo de izquierdas era dis-

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crepante con respecto a Franco porque la apariencia de éste le parecía poco heroica, pero sobre todo lo era porque resultaba infinitamente más fascista que el general. Lo curioso es que de él se haya nutrido una cierta socialdemocracia. En cuanto al monarquismo liberal, al principio era mucho más lo primero que lo segundo, y sólo con el paso del tiempo supo percibir que la democracia tenía necesariamente que venir vinculada al establecimiento de un nuevo régimen institucional. Ha habido una tercera vía de crecimiento del antifranquismo, que es la de la edad, de la cual se puede decir que no es un mérito, sino un estado, y como tal tiene algo de inevitable.. Incluso habría que añadir que la evolución producida en los sectores juveniles fue mucho más lenta de lo esperable y de lo que hoy habitualmente se dice. La generación que en los años sesenta estaba en la universidad no era en su totalidad, ni siquiera en su mayoría, antifranquista; los que estábamos en contra del régimen éramos más bien una exigua minoría. Sólo luego, aunque muy rápidamente, ser a la vez profesor universitario y ser franquista se convirtió en una extravagancia.

El conjunto de hechos y de datos que aquí se mencionan no quisiera ser sólo un desagradable recordatorio, sino un intento de asumir el pasado de forma que la reconstrucción del mismo tenga una voluntad inequívoca de veracidad. Eso, desde luego, cuesta, pero, evidentemente, es un sano ejercicio colectivo. La prueba de que no es fácil es que sólo hace unos años Italia ha empezado a juzgar con voluntad de imparcialidad al régimen fascista, un sistema político que, si produjo por represalias mil veces menos muertos que el franquismo, sin embargo fue infinitamente más totalitario. En los últimos años se ha producido, sin embargo, un intento de asumir su historia, de aceptar que Italia fue pasivamente fascista en una buena cantidad de años y de que lo fueron incluso personajes relevantes que ocupan un lugar merecidamente importante en la Italia actual. Si Italia ha tardado 30 años en hacer esta operación de reconversión de sus juicios históricos, España podría hacerlo antes. No en vano hemos hecho ya una operación histórica difícilmente repetible, como es la transición desde un régimen dictatorial a una democracia.

Si no tuviera un contenido excesivamente moralizante, yo me atrevería a decir que el franquismo fue un pecado colectivo, de todos los españoles, como una especie de purgatorio impuesto como consecuencia de haber cometido el acto contra natura de una guerra civil. Habría que admitir además que la dictadura es siempre una tentación. El hacerlo es la mejor vacuna para evitar que se produzca un régimen de este tipo.

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