Fernando A. P., 15 años de edad
Leo con espanto una noticia, de las que ponen los pelos de punta, en un diario madrileño. Dos chavales, de 15 años -y por tanto menores de edad penal-, en un pueblo alicantino, tras sustraer un Seat Panda, huyen en el vehículo, siendo descubiertos y capturado uno de sus ocupantes por la Guardia Civil, fugándose el otro campo a través, hasta que, al fin, descubierto por unos paisanos, es acorralado y conducido a puñetazo limpio a la plaza del pueblo. Se le pone una soga al cuello y se le llega, incluso, a colgar de un pino ante 300 personas que en dicho lugar habitan.No fue, empero, ajusticiado el pobre Fernando. Avisada la Guardia Civil, se impidió, tras un juicio popular, la ejecución de la sentencia, sin que haya quedado claro si tal resolución incluía o no su muerte. Sentencia de un pueblo que, seguramente, en esa plaza acostumbra a bailar pasodobles en las fiestas solemnes y que, impasible, asistió al macabro espectáculo.
Dice la crónica que Fernando -así el joven se llama- nunca lloró y permaneció entero en todo momento, a,diferencia de algunas mujeres en cuyos rostros se apreciaban lágrimas -supongo que sinceras y debido sin duda a la mayor sensibilidad femenina-, a la par que, supongo también, los hombres permanecían atentos a la acción ejemplar de unos cuanto bárbaros y la compasión, tal vez, de los niños que, por serio, tenían a la fuerza que identificarse con Fernando.
Pero siendo un acto de tal naturaleza, más propio de una tribu de habitantes de un lugar recóndito y apartado de la selva amazónica que de un pueblo de la España que roza ya con la punta de los dedos el siglo XXI, es lo cierto que hemos de preguntamos si los protagonistas de la historia que nos ocupa son los auténticos culpables de algo tan repugnante como bárbaro o si son, por el contrario, víctimas de una manipulación evidente de los poderosos de siempre, que, con miras desestabilizadoras, juegan con los sentimientos de quienes no brillan, precisamente, por su instrucción y cultura. Es este un tema muy antiguo.
Sectores poderosos
La hipocresía de sectores minoritarios pero poderosos de nuestra sociedad, con muchos medios a su alcance y a través de campañas ininterrumpidas, contribuye, sin duda, a crear el ambiente que se respiraba en ese pueblecito, ante el robo de un coche, en el que todos eran víctimas, Fernando y sus verdugos.
Son esos sectores los que ningún cambio desean, porque hasta ahora les ha ido muy bien, y es comprensible su deseo de que las estructuras hasta ahora básicas de la sociedad permanezcan intactas.
Son los sectores que han creado -en España y otros países- mundos de la marginación. Los que nunca han facilitado la educación a muchas gentes porque ello las convierte en peligrosas. Los que han creado el chabolismo. Los que han creado la desigualdad y la discriminación. Los que han inventado el cinismo como forma normal de operar en la vida.
Son los que atribuyen a los autores de una reforma legal, inspirada en criterios de estricta justicia y en la Constitución, el invento de la reincidencia. Son los que achacan a esas mismas personas la inseguridad ciudadana que, en gran medida, no es sino fruto de su injusticia e insolidaridad.
Son los que, en un momento dado, se compadecen, sólo aparentemente, de la situación desesperada de los preventivos hacinados en las cárceles en espera de juicio, pero sólo porque es un argumento utilizable contra cualquier Gobierno y no por un interés sincero de lo que rodea al mundo penitenciario. Son los mismos que, culminada la reforma, claman por lo que realmente desean: inundar de nuevo los establecimientos de personas para recluirlas largo tiempo, sine die, importándoles, en el fondo, un rábano su rehabilitación.
Son los mismos que, pudiendo hacerlo, niegan sin más el pan y el trabajo a muchos -no todos, pues no ha de hacerse demagogia- que obtienen la libertad con un deseo sincero de reintegrarse a la sociedad, inclinándoles nuevamente a delinquir.
Son los mismos que, cuando se inaugura un nuevo establecimiento, brindando a sus habitantes dignidad y posibilidades rehabilitadoras, preguntan que cuántas estrellas tiene ese hotel.
Dimitir del civismo
Son los mismos que preguntarán ahora por qué no se calla la boca el director general de Instituciones Penitenciarias o no deja en paz su pluma, que bastante tiene con arreglar las cárceles y rehabilitar a quien lo necesita, cuando es indudable que, siendo ello cierto, no lo es menos el hecho de que también ellos necesitan ser rehabilitados.
Son, en suma, los que piden la dimisión de un ministro, pero sólo para cubrir las formas. En realidad desean la dimisión de algo más importante. La dimisión de un sistema de libertades. La dimisión del principio de presunción de inocencia. La dimisión de las garantías procesales y de defensa. La dimisión de la generosidad y solidaridad. La dimisión de una sociedad civilizada.
Aclarado esto, uno no deja de ser sensible a los delitos que diariamente se cometen, en especial a aquellos que llevan consigo la muerte de personas inocentes, a los problemas que se derivan del paro, del mundo de la droga. Todos, los poderes públicos, los más privilegiados, la sociedad entera, han de contribuir a erradicar las verdaderas, causas que originan la delincuencia, sin manipulaciones groseras y falsas que fácilmente prenden en las gentes sencillas, cuya preocupación por el tema es, por lo demás, comprensible y compartida.
No debemos caer, finalmente, en la tentación de elegir entre delitos de mayor o menor entidad, pues todos tienen importancia, o entre delincuentes de mejor o peor condición, pero si uno se viera obligado a ello y se le pusiera en el disparadero de optar entre Fernando y sus verdugos, sin aplaudir ni justificar su acción, me quedaría, obviamente, con Fernando.
es director general de Instituciones Penitenciarias.
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