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Tribuna
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Prestigio y lucha del teatro

Al teatro le está devorando su propio desarrollo. Ha optado por una forma de respuesta a los desafío de la sociedad que le está con u miendo. Hacia finales del siglo pasado surgió un nuevo poder teatral: el del director de escena. Una figura antigua revaluada, con un arranque lleno de fuerza y de brillo, pero que ha ido creciendo de forma peligrosa. El problema que ha ido envolviendo a esta figura es el de la sustitución de la invención y la práctica por la teoría previa y el paso de un servicio a una autor¡ dad: han ido disminuyendo, bajo él, los dos elementos básicos el teatro, que son el actor y el autor Puede haber una relación directa con la disminución del público.Poco a poco se ha ido apoderan do de puestos de control: empresarios o productores, directores de teatros, de centros dramáticos, de organismos estatales o institucionales. Como parte del espectáculo, y al mismo tiempo como controla dores de ese mismo espectáculo lo inclinan hacia su profesión parcial y la convierten en totalizadora. Ha estado pasando en todo el mundo, aunque se vea una tendencia a disminuir. Pasa, desde luego, en España, más dada al conservadurismo y a confundirlo con modernidad.

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Tenemos aquí una decena, quizá más, de extraordinarios directores de escena con sensibilidad cultura específica y cultura general, universalistas, estudiosos. Tenemos otros en una segunda categoría que, teniendo conocimientos, no tienen capacidad creadora Y una legión de ignorantes y aficionados que a veces, por razones ajenas a las del arte, dirigen a autores y actores que están por encima de ellos. Por este punto empieza el problema: por quienes, sin tener la capacidad artística, ocupan el poder de la institución; e puesto, el oficio, pueden elevar la consideración de la persona.

Primacía del espectáculo

Esto no quiere decir que los grandes directores de escena, los auténticos, no produzcan a la larga un desequilibrio en el arte teatral. La hipertrofia de su profesión y el engrandecimiento de lo teórico sobre lo práctico se están notando demasiado. El principio general de la teoría deformada consiste en dar primacía al espectáculo sobre la literatura. Se afirma con bastante entereza que el teatro no es una parte de la literatura: no se acepta la definición clásica de "literatura dramática", y se ha llegado a escribir la brillante, pero perjudicial frase de que el texto es "la memoria de una representación". La conversión del texto en pretexto (se ha llegado a hablar de "propuesta" y de "guión" para designa una obra dramática) afecta al autor, pero también al actor. Se le ha convertido a él mismo en objeto: se le busca una preparación física un adiestramiento muscular; se le ha convertido en un recipiendario de órdenes, en un solar para construir.

En cambio, se han magnificado los elementos meramente espectaculares. Hay una sobrevaloración del escenógrafo y del figurinista, del luminotécnico, del técnico de sonido. Todos ellos aparecen en la construcción de una obra, rodeados, a su vez, de sus ayudantes. ¡Se ha producido una enorme división del trabajo. Se han multiplicado los adaptadores, los autores de versiones y lo que se viene llamando dramaturgos, a los que se supone una capacidad de teatralizació,n de los textos que se niega al autor original (en el Reino Unido, este: término, de invención alemana, se ha traducido por literary manager). Tenemos también en España excelentes escenógrafos y figurinistas: es un país de artes plásticas tradicional. Como se sienten -y lo son- creadores, añaden a la Obra tratada su propia personalidad. Su lucimiento.

La muerte del autor

Todo esto parece, en principio, un bien: un grupo de personas de talento colaborando en una invención teatral. Muchas veces sucede que cada uno se convierte en cabeza del espectáculo, y en discordancia. Y todo ello ha matado al autor. El director de escena, cuando tiene además otros poderes conferidos, buscará autores muertos para realizar sobre ellos su propia invención personal. Muchas veces le ayuda la Administración pública, bien cediéndole sus propios instrumentos, bien entregando subvenciones para los autores del pasado en razón de su valor cultural.

Parece entendido que sin la Administración pública este teatr-oespectáculo no puede existir. El espectáculo, con todos estos colaboradores brillantes y la necesidad de unos materiales de calidad -desde los meramente técnicos hasta los de construcción del decorado-, no podría exhibirse al público sin una ayuda sustancial, a menos que las entradas se vendieran a precios astronómicos. Los teatros institucionales -del Estado, los municipios, las autonomías...-producen a precios políticos, pero se han puesto en manos de los directores de escena. No hay razón artística ninguna para que estos puestos no recaigan sobre autores, actores o empresarios. Pero se les ha excluido.

Retraimiento

El escritor inclinado al teatro se retrae o busca su vocación en otros medios de expresión donde sea más libre: admite dificilmente que su obra tenga que ser aceptada por la Administración, cortada, añadida o trasladada por un director, retocada por un dramaturgo, vestida por un figurinista, que pueden estar lejos de su invención. El director tampoco le busca. Cuando le estrena, procura apartarle hasta de los ensayos (tradicionalmente, las obras las dirigían el autor y el primer actor). Mejor muertos que exigentes.

El teatro comercial no puede resistir esta concurrencia. Busca el abaratamiento y la comercialidad. Por eso, en la cartelera de cualquier día como hoy no se ven más que autores muertos en los teatros de calidad, y los nuevos son autores menores -o de un teatro tenido por no intelectual- en los teatros comerciales. Se ve también un retraimiento por parte de los grandes actores a participar en el teatro. Muchos de los actores jóvenes están desconcertados acerca de su verdadera misión en el teatro. Han pasado por escuelas y cursillos donde han recibido teorías distintas; y cada vez que cambian de director, tienen también que cambiar de manera de hacer. Sus personalidades no se forman. Viven subordinados.

La situación actual ha derivado de una manera curiosa: la del teatro de prestigio. Hacer gran teatro va consistiendo en estrenar, es decir, en una buena noche de bravos y felicitaciones, unas críticas donde se reconozcan los méritos que suele haber y unos programas fastuosos donde se apoye su capacidad teórica. Más allá, apenas importa. Estamos asistiendo desde hace unas temporadas a este fenómeno de obras en pleno éxito, sufragadas por la Administración a precio de oro, que desaparecen de cartel con los teatros llenos.

El público ha dejado de contar. Interesa la carrera, en los dos sentidos: en el de velocidad y en el de prestigio. Lo más curioso y lo más doloroso es que, cuanto mejor sea el espectáculo, más cantidad de público se queda defraudada al no poder verlo, porque a las pocas representaciones se ha quitado. Y se ha cerrado el teatro. Porque su sala se necesita para ensayar la obra siguiente, dado que no hay salas de ensayo, compañías estables o duplicadas, posibilidades de repertorio. Es lo que sucede hoy en los dos grandes teatros de Madrid del Ministerio de Cultura: el María Guerrero y el de la Zarzuela.

Hay una responsabilidad en las instituciones por estas derivaciones del teatro que conducen poco a poco a su fin. Pero las hay también por parte de la profesión teatral, que no reflexiona sobre sí misma. Podemos decir que algunas excelentes creaciones de los muy buenos directores de escena españoles están al nivel de cualquier país de óptimo desarrollo teatral. Pero, al mismo tiempo, estas sonoras campanas están doblando por el teatro español.

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