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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La hora de la verdad en Líbano

LOS GRAVISIMOS acontecimientos militares en Líbano, con la virtual derrota en el campo de batalla de las tropas del presidente Gemayel, coinciden con las declaraciones explosivas del presidente de Egipto, Hosni Mubarak, en Washington, que ponen en entredicho la política seguida por EE UU en Oriente Próximo en los últimos años. La esencia de los acuerdos de Camp David -negociados trabajosamente por los presidentes Jimmy Carter, norteamericano, y Anuar el Sadat, egipcio, en 1979- consistía en avanzar hacia la paz reconociendo cierta hegemonía a Israel en la región. Egipto aceptó los acuerdos sobre todo para recuperar el Sinaí, lo que le ha procurado, entre otras ventajas, la recuperación de sus yacimientos de petróleo, fundamentales para su economía. El inminente retorno de Egipto a la Conferencia Islámica,-al que sólo falta la cumplimentación formal, está provocando un cambio en la correlación de fuerzas Ante las reiteradas pruebas de la incapacidad de EE UU de llevar adelante una política consecuente, de obtener de Israel las concesiones que los propios acuerdos de Camp David implicaban, Egipto ha empezado a actuar por su cuenta en busca de lo que podría calificarse de solución moderada de los problemas de Oriente Próximo, pero colocando en lugar primordial el reconocimiento de la Organización para la Liberación de Palestina y el derecho del pueblo palestino a la autodeterminación. La evolución de Yasir Arafat hacia la derecha árabe ha ido al encuentro de esta nueva política egipcia. Mubarak, por su parte, ha declarado en Washington que EE UU tiene que negociar con la resistencia palestina, lo que coloca a Reagan en una disyuntiva dificilísima: distanciarse ahora de Mubarak equivale a distanciarse precisamente de los países del mundo árabe que siempre han sido amigos de EE UU. Pero dar pasos en el sentido exigido por el presidente egipcio sería enfurecer a la opinión israelí, factor particularmente importante en un año electoral como es el norteamericano.Mientras tanto, la situación militar en Líbano coloca a la fuerza multinacional, y sobre todo a las unidades norteamericanas, en una situación insostenible. Francia ha presentado ante el Consejo de Seguridad una moción para que la ONU envíe una fuerza militar a Beirut con el objetivo de facilitar la retirada de las tropas norteamericanas, francesas e italianas que acampan en el país, que se verían sustituidas por un contingente de la ONU, más apto a favorecer una solución política del problema. Parece que, después de ciertas vacilaciones, la URSS está dispuesta a aceptar la propuesta francesa, si bien pone condiciones para hacer más difícil aún la posición de EE UU. ¿Qué va a hacer Washington ante la propuesta francesa? La presión de la opinión pública norteamericana en pro de la retirada es muy fuerte. The New York Times escribe que la retirada "sólo sería una ventaja para la URSS a causa de la retórica imprudente de Reagan, que presenta una guerra civil como una confrontación norteamericano-soviética". Reagan se ha dejado arrinconar en un extremo del cuadrilátero, con la espalda contra las cuerdas y un mínimo margen de maniobra: si hace lo que le pide su opinión pública, si acepta la retirada de las unidades norteamericanas y el envío de una fuerza de la ONU, ello equivaldrá a reconocer lo equivocado de su política libanesa de los últimos meses.

El fondo de la cuestión es que el plan de Israel, con el beneplácito de Washington, de imponer en Beirut un Gobierno dispuesto a colaborar con el Estado israelí ha sufrido un fracaso estrepitoso. Se quería golpear, debilitar la influencia árabe en Líbano; se va a desembocar exactamente en lo contrario: un Líbano en el que el peso de la mayoría musulmana quede fuertemente acrecentado, mucho mayor del que jamás se le ha reconocido. Sin duda la ofensiva desencadenada en el verano de 1982 por el Gobierno Beguin-Sharon permitió eliminar a una buena parte de los combatientes palestinos. Pero la destrucción del complejo equilibrio en el que se basaba el sistema político libanés ha colocado en primer plano el peso determinante que los diversos sectores musulmanes tienen en el país. La presencia siria ha sido a la vez factor determinante de este proceso. La debilidad de los sectores cristianos se ha puesto de relieve en la imposibilidad en que se ha encontrado Amín Gemayel de lograr un mínimo de consenso entre componentes políticos y religiosos tan dispares. El envío de la fuerza multinacional no ha permitido salvar la paz ni garantizar a Gemayel una base mínima para gobernar. Los últimos avances de los drusos y los chiitas de Amal están obligando a Gemayel a aceptar lo que ayer rechazaba; se dispone a proclamar algún tipo de revisión, si no abrogación, del acuerdo concluido en mayo del año pasado con Israel; está celebrando, sobre esa base, negociaciones con representantes del Frente de Salvación Nacional, en el que se agrupan los principales dirigentes musulmanes. Para EE UU, aceptar la nulidad del acuerdo libano-israelí, negociado con la intervención personal del secretario de Estado norteamericano, George Shultz, sería encajar un revés serio, así como también un nuevo motivo de interesada indignación en Israel. Dilemas graves para el presidente Reagan que afectan no sólo a la situación angustiosa de sus fuerzas en Beirut, sino a toda una estrategia deficientemente planeada y peor resuelta. Tanto que en estos momentos la única sombra que planea en la campaña electoral norteamericana, en la que Reagan pretende revalidar por otros cuatro años su mandato, es la intratable trampa de Líbano.

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